La carretera estaba
desierta, y el único sonido audible en kilómetros a la redonda – estaban
seguros de que, de haber existido alguno, lo oirían – era el de las ruedas de
sus bicicletas removiendo las piedritas a los lados del pavimento. El silencio
era casi tan sepulcral como había sido el de regreso del camino con Valentina,
e incluso su comienzo se veía tan difuso como aquél.
El último recuerdo nítido
que Gino conservaba era haber tenido la intención de replicar (de aseverar) que la gorra que tenía en sus
manos muy posiblemente hubiese estado en la estación el día anterior. A partir
de entonces, una conversación apurada en la que muy seguramente había resuelto
dejar el lugar se mezclaba con la comprensión de que su amigo podría llegar a
tener razón. En su mente se habían grabado frases sueltas – palabras perdidas – pero un significado
único: la necesidad de escaparse de
la estación, huir de la sensación oscura que se había apoderado de los
recuerdos del día anterior y se asomaba sobre su propia, actual realidad. El vendaval
se había producido poco antes de las diez, y casi podría señalarse su comienzo
alrededor de las nueve y media. El mundo había explotado a su alrededor,
ennegreciéndose con la mugre que se revolvía a su alrededor. Sin embargo, hacia
las diez y cuarto ya podía admirarse el exterior con la completa iluminación
matutina. El día había sido claro, e incluso filtrado a través de capas de
tierra aferradas a los ventanales, el interior de la estación se podía observar
con normalidad. Aún con mercadería dispersa en el suelo, góndolas caídas,
ventanas fuera de lugar y ratas anidando en una habitación contigua, la
hubiesen visto. Las baldosas blancas aún estaban en un matiz suave de gris: la
tela negra habría resaltado de haber estado allí. Eso hacía que ambos pedaleasen
más fuerte – no más rápido, sino con mayor ahínco: con la decisión con la que
se propone uno correr en una pesadilla; sabe que es imposible acelerar de
verdad, pero no deja de intentarlo con creciente desesperación.
Si el destino se había
acordado en forma tácita o no, era desconocido para ambos: simplemente se
dirigían a Franco Víctor con la vista perdida en el frente, cada uno en el lado
contrario de la ruta; separados para no tener que verse a los ojos. Gino sabía
que los discos que tenía bien podían suavizar el camino – hacerlo fluir a
mayores revoluciones –, pero no tenía intenciones de ponerse los auriculares.
No obstante, era plenamente consciente de que no se entablaría conversación
alguna entre los dos amigos.
Sólo intercambiaron
miradas una vez en el trayecto.
*
Unas marcas de frenada y
giro quemadas en el pavimento de la ruta señalaban la entrada al camino interno
que, una vez pasado el arco metálico que rezaba Franco Víctor, llevaba al
pueblo. Temblaron en sus asientos durante el pasaje cubierto de piedritas
irregulares antes de llegar al asfalto discontinuo que atravesaba la calle
principal.
Las veredas estaban
desiertas, y volvía a respirarse la paz sepulcral de un pueblo fantasma. Gino
se dijo que no le sorprendería ver una planta rodadora deambulando por allí. Sin
embargo, no se le hizo tétrico – como le pareció que debía sentirlo – sino más
bien terapéutico. Seguía haciéndose a
la idea de que las cosas empezaban a cobrar sentido real, de que se trataba de
algo serio. Durante el segmento del camino que había transcurrido consciente,
había reflexionado un poco, asimilando más la posición y mentalidad de Carmelo.
Quienquiera que hubiera revuelto la estación en primer lugar, había vuelto a buscar
aquello que había puesto o encontrado allí. Quizá incluso un segundo ladrón lo
había hallado y quedado para sí. Sea como fuere, se había implicado un tercero
en ese problema originalmente planteado para dos; ya no podían resumir el
asunto a lo que habían descubierto ellos.
En algún punto del
pedaleo infinito, se le había ocurrido una idea escabrosa: si su amigo había
encontrado una gorra que el tercero había olvidado allí, ¿qué le garantizaba
que ninguno de los dos se hubiese dejado algo también? ¿Y si aquella pista los
llevaba a ellos? ¿Qué sucedería si los encontraban? ¿Qué harían de ellos?
La tranquilidad de Franco
Víctor no se le hizo tétrica por el simple hecho de que era la antítesis del
torrente violento de interrogantes y paranoia que reinaba en su cabeza. Se
sumergió en aquella paz, se dejó llevar por lo que un matiz cálido de frío le
ofrecía.
Bajó de la bicicleta y
Carmelo lo imitó. Habían llegado a la plaza principal.
—Plaza Sarmiento
—denominó al espacio verde que se extendía en dos cuadras. Desde el centro y en
todas direcciones se extendían caminos empedrados que llegaban a las veredas.
Salpicados en sectores distantes, se descubrían juegos para los niños:
toboganes, subibajas, hamacas. Incluso habían tenido el detalle de instalar
hamacas a distintas alturas y preparadas para diferentes tamaños. Una estatua a
caballo dominaba la plaza, vigilando a la distancia. Monumentos varios – o al
menos eso parecían las pequeñas esculturas y bustos montados en plataformas y
placas en el suelo – se erigían entre arboledas, y los senderos se apresuraban
a comunicarlos con el camino principal más cercano. Había arbustos bajos
rodeando areneros, y pinos inyectando su sombra, oscureciendo y destruyendo el
pasto a sus pies.
Carmelo conocía Franco
Víctor incluso mejor que a la palma de su mano, pero para Gino era un puñado de
manzanas indiferenciables entre sí. Ni siquiera era capaz de tomar la casa de
su amigo como referencia. No tenía la más mínima idea de dónde estaba.
—¿Para dónde? —preguntó
finalmente, echando miradas nerviosas en todas direcciones, buscando algo de lo
que hacerse familiar. Era inútil, y el muchacho fornido a su lado se percató de
ello.
—Seguime —sentenció
Carmelo, montándose una vez más en la bicicleta. —, tengo antojo de helado.
Ambos rieron, y las
carcajadas resonaron – ahora sí – sepulcrales en el silencio del pueblo
dormido. Eran las cuatro de la tarde y se sentían como las cuatro de la mañana
bañadas por un reflector imposible.
—Mientras no haya hongos
plateados abajo, por mí está bien —comentó Gino para sus adentros, en voz alta,
pero ninguno de los dos esbozó sonrisa alguna.
**
La heladería se llamaba “Porter” – tal y como daba a conocer en
su cartel de letras de neón gastadas – y se ubicaba dos cuadras más adentro, en
sentido opuesto al que habían entrado. Desde la mesa frente al local –
relativamente grande en comparación al tamaño “boutique” que lucía la mayor
parte de los negocios – aún podía verse el parque, abandonado a su suerte. Era
el único lugar abierto que habían visto en todo el pueblo.
El silencio que se había
entablado fluía con la normalidad de una conversación, con la ligereza de la de
un par de amigos cualquiera. Cada uno se había pedido su helado y se había
sentado en silencio. Gino se había pedido dos bochas: chocolate y dulce de
leche granizado. Carmelo había optado por una única de crema del cielo. Había
tenido la intención de probarlo desde el día anterior, y lo hubiera hecho de no
haberse encerrado en su casa. Muy a su desgracia, tenía un sabor que sólo pudo
comparar al de confites gastados – como si hubiesen pasado tanto tiempo en su
boca que habían perdido todo gusto. Se veía incluso desagradable la vista. Pero tenía que probarlo: era la última novedad en Franco Víctor, y no
solían llegar muy seguido. Generalmente, no eran muy apacibles, y aquella no
era la excepción. De un celeste chillón, se veía incluso estúpido. No obstante,
ya lo había pagado. No tenía más que ponerle el pecho a la bala y aceptarlo, tal
y como se esforzaba en aceptar lo que sucedía a su alrededor. Claro que un
gusto de helado era más fácil de asimilar que el misterio que se cernía sobre
ellos, como una sombra cada vez más (profunda)
oscura. Tras la partida de su nuevo amigo, no había tenido el valor de
enfrentar a sus compinches en el club. Estaba demasiado alterado, y no
permitiría que nadie lo viera así. La música que se transfiguraba en un aullido
sin ton ni son desde las profundidades de su habitación, eso su madre podía
achacárselo a un acceso de adolescencia; el hecho de que no había salido del
cuarto en toda la tarde, su padre podía definirlo como una atípica – aunque normal
– vagancia. Por lo pronto, no había señales de que nadie fuese a percatarse de
que algo anduviese mal. En efecto, si se quitaba de la mente el recuerdo
borroso y escabroso del hongo plateado brillando a la luz filtrada del sol, su
psique quizá podría respirar tranquila. No era el caso: se trataba de un nudo
tan intrincado y firme que había deshecho su día y (puede estar acá, podría ser un vecino – puede ser un familiar – ¿y si
es papá o mamá? ¿O los dos?) su cabeza. No recordaba haber pegado ojo en
toda la noche, sólo haber decidido – tras dar muchas vueltas, tanto de cama
como de idea – investigar a fondo el origen del caos.
Se suponía que entonces
debería estar en el club con la panda, pero también se suponía que las setas no
brillaban en fondos falsos de congeladores en estaciones abandonadas. Nadie lo
había visto tomar la bicicleta del garaje y pedalear hasta las afueras del
pueblo. La hora era propicia: la siesta que sobreviene al almuerzo nada frugal
de domingo es la más pesada e imperturbable de todas. Sería lógico que
disfrutase un poco con sus amigos en jovial recreación deportiva. Pero esa
lógica ya había muerto, era a su mente como una ciencia desprestigiada y
muerta: algo nuevo, diferente y revolucionario, se estaba gestando en el
horizonte, y él iba a ser testigo de su génesis. Después de todo, el lugar de
creación le era conocido.
—¿En qué pensás?
—interrogó Gino finalmente. Su amigo pudo desgranar una verdadera (¿preocupada?) curiosidad, a la cual
respondió con su gesto característico.
—En todo y en nada
—replicó Carmelo, con la mirada aún en la bocha de crema del cielo, admirándola
con perdida ensoñación (no, pesadillez).
Luego tuvo que ver a su interlocutor a los ojos, ya no con miedo, sino con
desconcierto. —No sé qué podemos hacer. ¿Deberíamos
hacer algo, ya puestos?
Gino arqueó una ceja y
esbozó una sonrisa de desfachatez al tiempo que cambiaba de posición, soltando
un resoplido de repulsión y enojo.
—Hasta ayer querías
remover Cielo y Tierra hasta encontrar la causa de… lo que sea que esté
pasando, ¿y ahora me decís que ya no te importa?
—No digo que no me
importe —se apresuró a responder Carmelo.
—No, que ya no estás
seguro, que es más o menos la misma mierda
—lo interrumpió Gino. Ya había acidez en su tono, la misma que había
experimentado al comienzo de su atropellada relación. Volvía a sentir la casi
irresistible necesidad de pegarle y sacudirlo hasta hacerlo volver a entrar en
razón. —Yo ya no estoy seguro, pero
no de si tenemos que hacer algo o no, eso lo sé. Lo que no sé es si me estaré
volviendo loco —su amigo le hizo un gesto para que bajase el volumen,
recordándole que aquél era horario de siesta, y todo el pueblo – incluido el
heladero – podía oírlo. Hizo caso omiso de la advertencia: —Podés meterte el
gestito ya sabés dónde, ¿sabés por qué? Porque ya estoy hasta las pelotas de
todo. De todo, todo. Hay demasiada locura, Carmelo —tuvo la leve sensación de
que algo en él estaba abriendo una compuerta, una tapa que, como el fondo
falso, ocultaba algo horrible y privado. Pero no le importó, era un frenesí que
se extendía en trance: era más simple y mejor dejarse fluir. —Ayer vi otro. Otros, mejor dicho. ¿Te acordás de mi
tía? Tiene un vivero privado, y a que no sabés que tiene plantadito en una
esquina, a la sombra de un rinconcito abandonado —ni se percató de cómo Carmelo
tragó saliva, aunque fue un gesto grotescamente visible, ni de cómo sus ojos se
salían de sus órbitas a medida que el relato continuaba. —Sí. Su propio set de
fungi de moneda de veinticinco. Una plantación de hongos plateados, Carmelo.
Ah, y eso no es nada. ¡Esta segura no te la sabés! Hasta ayer no sabía que Franco
Víctor existía, y adiviná de dónde son los libros que tiene mi queridísima tía.
¡Sí, efectivamente! Los imprimieron acá mismo, hace como cincuenta años.
Imaginate, este pueblo existe hace más de tres veces mi edad y nunca, nunca, se le ocurrió a nadie contarme
que estaba acá, a un par de kilómetros. No se ve desde la ruta, el camino para
entrar está tan acogotado por el campo de trigo que lo rodea que ¡cómo la va a
ver uno! A menos que sepas que está ahí, muy dudosamente lo vayas a ver. No lo
había visto hasta este sábado —se rió con histeria, con una locura que hasta
entonces no se había permitido, con una que asustó a Carmelo hasta lo más
profundo del alma, porque era en esencia lo mismo que había ocultado a sus
amigos: ¿quién le aseguraba que él mismo no habría reaccionado así de habérselo
concedido? Tuvo la necesidad de callarlo, de zarandearlo, pero no se atrevió,
sumido en estupefacción y admiración por su nuevo amigo. —Y ahora desearía no
haberlo visto jamás.
A continuación se produjo
un silencio decididamente incómodo en el que Gino bajó la mirada su helado a
medio comer y medio derretir, mientras Carmelo lo observaba con detenimiento,
esperando algo a lo que no sabría cómo atenerse. Nada sucedió: su amigo
simplemente se terminó su helado sin emitir otra palabra. Él tampoco tuvo el
valor de abrir la boca. La Crema se hizo Salsa del Cielo en su cucurucho y tuvo
que entrar al local en busca de servilletas. Sus manos temblaron al sacar una.
Sin embargo, se sintió aliviado de alejarse de Gino y del aura de locura que
veía como un reflejo de su propia mente. Ya más calmo (relajado), pasó frente a un tacho. Lo miró por unos momentos, con
un aire reflexivo y casi perdido. Arrojó dentro, junto con las tres servilletas
que había usado, el helado.
—No tengo porqué aceptarlo
si no me gusta —se dijo mientras salía a una tarde pintada nueva. —Bien puedo
cambiarlo.
Me alegra ver que has podido escribir .) Espero con ansias el próximo capítulo !
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