Gino no
durmió en las horas que separaban la madrugada de la mañana. Sus ojos regateaban
los parpadeos intentando limitar al mínimo posible el tiempo que la oscuridad
volviese a (atraparlo) rodearlo. El
día ya comenzaba a aclarar, pero dentro de la casa aún se respiraba penumbra: el
vestíbulo era un campo minado de obstáculos y el estudio una negrura absoluta;
el único lugar (a duras penas)
iluminado era el pasillo: la luz refractada a lo largo y ancho del invernadero
invadía el parqué y arañaba el empapelado en proceso de descascararse. Estuvo
largo rato observando la puerta vidriada, sus manos temblando, dudando de si
tomar o no el pestillo —el sólo pensar en girarlo le provocó un pavor que sólo
hacia las seis y cuarto logró superar.
Dentro, las plantaciones lucían como si un jardinero
profesional acabase de salir de allí: cada cantero con su inquilino regado,
desmalezado y, posiblemente, contento. En efecto, todo helecho, flor —incluso
aquello que no acaba de comprender qué era— se veía en óptimas condiciones.
Pasos intranquilos lo llevaron a atravesar un pasillo bordeado por tallos de diferentes alturas y espesores, hojas de las más
diversas formas y frutos que iban desde pétalos a granos. La pasarela en verde
y multicolor acababa en una pared de cristal; más allá se veía una ramificación
del camino de entrada a El Aragón
—siguiéndolo se llegaba a un patio entre trasero y lateral con una pileta
olímpica, cubierta fuera de la temporada veraniega. Desde finales de noviembre y
hasta principios de marzo, su agua brillaba con algo que excedía al reflejo del
sol: algo que significaba vitalidad y libertad y se resumía en una palabra, vacaciones. No obstante, en el frío
invierno de aquella semana que empezaba a echar raíces, los únicos destellos los
despedía una cosa que no representaba más que misterio y caos, siendo nada más
ni nada menos que un hongo plateado
del tamaño de un champiñón superdesarrollado. No acabó de sorprenderse cuando
vio la humilde plantación frente a sí tal y como la había encontrado el sábado
por la tarde. Claro que parte de sí esperaba (deseaba) que lo que había encontrado entre los dientes del ternero
muerto hubiese sido robado del cantero ante el cual se había arrodillado. Sus
ojos se clavaron con rabia en el sombrero brillante de la seta que tenía delante
y un pensamiento se resbaló con amargura: que por más que lo escrutara hasta el
cansancio no descubriría nada. La naturaleza del enigma era desconocida. Ni
siquiera sabía cuántos más habría. ¿De dónde había sacado el ternero el que se
había comido? ¿Se lo había dado alguien? ¿La Tía Emma? No, podía ser excéntrica
pero no malvada —además, estaría
yendo en contra de sus propios intereses, probando algo de efectos desconocidos
sobre su propia mercadería. Pero si no había sido ella, ¿quién? ¿Los que habían
retirado el hongo de la estación? El que habían encontrado junto al motor del
congelador bajo el fondo falso había sido, a fin de cuentas, uno solo. ¿Podrían
ser los restos de aquél los que había visto en la boca del ternero? Tuvo una
casi irrefrenable necesidad de romper a pisotones aquel enigma color plata,
pero se detuvo antes de que su pensamiento se transformase en un acto que
podría lamentar. Era mejor si su tía no se enteraba de que conocía el contenido
de su cantero más apartado. Después de todo, si no quería hablar de Franco
Víctor, mucho menos querría dar explicaciones sobre los champiñones brillantes
gigantes escondidos al fondo de su jardín privado.
Gino se incorporó. Lo poco de oscuridad que quedaba estaba siendo
arrinconada y apuñalada por los rayos ya certeros de la mañana. Con una mueca
indescifrable se encaminó al pasillo, replanteándose qué hacer. Si se quedaba,
debía preguntar sobre Franco Víctor, de eso ya no tenía dudas —de que obtuviera
una respuesta concreta, no tanto. Si
lo dejaba quedarse. Entre el domingo y el sábado su tía había experimentado un
crescendo en su tensión y estrés. No era ningún misterio que si él no hubiese
entrado en mitad de la charla que había mantenido con el director del
documental el día anterior, hubiese habido heridos. Se preguntó si podía
pagarse la estadía ayudando. Se consideraba una persona extremadamente patosa, pero
con voluntad hierro para aprender —después de todo, ya era hora de que supiese
un par de cosas sobre el mantenimiento de aquel lugar.
Se preparó una primera chocolatada y se dispuso, medio
iluminado por la luz del sol y un cuarto por el centelleo del foco incompetente
sobre su cabeza, a preparar el desayuno. Eran cerca de las seis y media. La Tía
Emma debía haber partido a su paseo matutino poco antes de que él llegase.
Cortando el pan casero en rodajas se cuestionó cómo no la había visto. Y aquello
lo llevó a una idea que hizo que el cuchillo casi se le resbalase, rebanándole
un dedo o dos: que había otro camino a Franco Víctor. Descartó que la caminata
hubiese tenido como destino a Tristecia: el pueblo-ciudad estaba demasiado
lejos como para partir a las cinco y volver a tiempo de hacerle el desayuno
para las siete. Tragó saliva y suspiró mirando el techo y contemplando una
realidad cada vez más oscura, convirtiéndose a cada segundo en un entresijo aún
más rebuscado —un rompecabezas al que cada vez que estaba por acabar le desaparecían
piezas. Se dijo que su mente se debía parecer a una torre jenga, inestable y al
borde de un colapso nervioso. Encendió el reproductor que su tía había olvidado
sobre el mantel plástico y le susurró un reprise de En Mi Vida a la manteca al
tiempo que la untaba y hacía malabares con la cafetera.
El mosquitero y la puerta del frente se abrieron en secuencia
alrededor de las siete menos cuarto. Emma llegó a la cocina, con un suspiro y
el pelo alborotado (¿habrá estado en la
estación?), a las siete menos once. Intercambiaron miradas cautelosas,
advertencias que pretendían ser corazas. Lentamente, sus ojos retomaron la
charla fluida que habían mantenido durante los largos años que habían
compartido fines de semana. Fue entonces que Gino comprendió que la mujer que
tenía frente a sí ya no era la Tía, sino simplemente una tía —tanto mejor que
Marta, pero nunca (ni de lejos) más
imponente. Lucía cansada y desvivida con su blusa salmón. La que tenía delante
no era la Mujer que lo había criado y educado en las artes que había llegado a
amar. Emma no era la culpable de que recitase a Víctor Hugo y cantase en una
mezcla de camionero y cantante de ópera —un Merman hombre. La Tía Emma le había
enseñado lo poco que sabía de la vida, y esa señora que tenía enfrente no sería
capaz de enseñarle a sonarse la nariz. Un pensamiento fugaz (murió) atravesó su mente y no se molestó
en reprimirlo. Sus cejas expresaron el repudio en una expresión de lástima y
rabia. La estaba culpando por no ser ella misma.
—Sentate —dijo Gino con una gravedad inusitada que habría de
tomar por sorpresa a ambos. —Tenemos algo de que hablar.
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