viernes, 6 de septiembre de 2013

Gino & Bess: Acto I, Escena I

La mañana despuntó particularmente temprano. La noche murió a las seis y para las menos cuarto su velo acababa de ser retirado. Hacia las siete, la luz ya alcanzaba a pasar la persiana mal cerrada del cuarto de Gino y arañarle el rostro a través de las sábanas.
Tenía el cuerpo entero cubierto en sudor. En cualquier otra ocasión podría habérselo achacado a una pesadilla, pero no había habido interrupción alguna entre la noche del 9 y la mañana del 10. En lo que iba de sus vacaciones, sus sueños habían sido mayormente (pacíficos) suaves, calmantes. A veces se aparecía el hongo, pero su brillo era opaco; era simplemente un champiñón plateado, sin la menor de las importancias e incapaz de destacarse en medio de otros delirios infinitamente más llamativos. Claro que en la tierra de los sueños lo más extraño se le hacía lo más común y lo que (hasta dejarse llevar por la almohada) le era familiar se le antojaba entonces radicalmente diferente —cosas distantes repentinamente conciliaban en aquel terreno casi astral.
Había soñado con La Vie en Rose, pero no podía estar seguro de que María lo hubiese acompañado. Confiaba en que sus pasos certeros eran los que habían guiado a los suyos —tanto más torpes—, pero la chica que tenía frente a sí lo miraba con ojos que no eran los suyos; no era esmeralda, sino ámbar lo que los reflectores hacían brillar en el estudio de filmación en su cabeza. Las cintas de technicolor evanescente se habían proyectado una y otra y otra vez, en un encore que no acababa de concluir antes de volver a comenzar —como la canción reincidente de un disco rayado. Y justo antes de despertar —con el sudor le cayéndole en picada desde la frente hacia los ojos— la película se incendió. La vista nublada, escudada con una mano torpe y entumecida, intentó atrapar ese sueño que ardía con la llegada de la consciencia.
Gino se sentó en la cama y miró a su alrededor. ¿Dónde había quedado la frescura de sus mañanas de invierno? Se quitó la remera que le hacía las veces de pijama, estremeciéndose ante el contacto húmedo. Consultó el reloj de la mesita de luz. Era demasiado (caluroso) temprano como para (respirar) levantarse. Se secó el sudor del pecho con el edredón y comenzó a juntar la voluntad para levantarse. Sentía un peso muerto sobre él, un cansancio que no había experimentado desde que (una vida atrás) había dejado la ciudad. ¿Tendría fiebre? Eso explicaría la violenta transpiración, ¿pero no se suponía que debía tener frío? Frunció el entrecejo, preparándose para moverse. ¿O (temprano para pensar) calor?
Tuvo que sacarse las medias antes de bajar de la cama; el cuerpo le ardía tanto como la mente al intentar evocar los parajes que había viajado en sueños. Se quitó el pelo de la frente y se acercó al placard. La habitación estaba lo suficientemente oscura como para que su vista pudiera estar tranquila, e iluminada como para que encontrara lo que buscaba. Había olvidado una camisa allí hacía dos veranos y, con un poco de suerte, quizá todavía le entrara. Por orgullo, se obligó a no intentar cerrarla.
Con su pancita incipiente (desbordando) resbalándose apenas del jogging agujereado, se dirigió a la ventana. Descorrió la persiana y (de) lentamente (a cachos) fue bañado por la luz de un sol que no podía ser invernal. Su habitación daba al camino de la entrada a la granja, un sendero de tierra ahora remarcado por las ruedas del equipo de Animal World. Entre bostezos, se dijo que el día anterior, a aquella misma hora, los arbustos que lo cercaban se habrían estado agitando al viento. Sacó la cabeza fuera y comprobó que, efectivamente, el aire se había detenido. ¿Tenía algo que ver la presión? Seguramente sí, pero estaba demasiado dormido como para pensar con claridad. Acabó de sacar el cuerpo fuera y, con un suspiro de calma que sólo Dios sabía hace cuánto no liberaba, echó a volar el flequillo aún mojado y se sentó en el marco de la ventana a respirar aquel providencial oasis.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Des-Discontinuación

Los hiatus se hacen cada vez más extensos y cuando se interrumpen es un golpe a los ojos de largo, pero encontré finalmente la solución: capítulos más cortos, sagas más largas.

A partir de ahora empieza una nueva secuencia, enlazada con canciones del musical/ópera popular Porgy & Bess, de la dupla Gershwin. La trama estará divida en dos actos con dos canciones en cada uno—, divididos a su vez en varias escenas, que constituirán las entradas que se van a ir publicando de ahora en más.

A partir del viernes, una escena por semana hasta que volvamos a esos inevitables hiatus.

Un saludo a los lectores y si es que efectivamente existen ¡por este medio les mendigo por comentarios!

jueves, 11 de julio de 2013

La Vie en Rose (Playoff) / They Say It's Wonderful

Para cuando La Vie en Rose acabó su último acorde, un amor innominado se había consumado en la pista de baile imaginaria. María no había hecho más que cantar, y había dicho todo lo que Gino necesitaba oír. Él, por su parte, no había conseguido dar más de tres pasos en el tiempo correcto y, sin embargo, había avanzado en la dirección exacta que ella buscaba. Un romance de (Ginger) película (Fred) había cobrado vida en su actuación, pero las luces de su fantasía se apagaron una vez Rien de Rien volvió a sonar, devolviéndolos a la realidad.
                Los brazos de uno (se aferraban) rodeaban a los del otro, pero los cuerpos les eran extraños. El ámbar se sumergía en la esmeralda, pero ninguna de las dos miradas acababa de ponerse de acuerdo. Gino arqueó una ceja con una idea (como él como ellos) ahogada y María se sonrió. Las bocas volvieron a acercarse y —con una risa sorda y dos respiraciones de por medio— unirse.

***

El partido de fútbol —el penúltimo a jugarse en aquella jornada— terminó poco después de que las doce campanadas de la iglesia fueran sofocadas por el aullido de “¡gol!” de la tribuna. Aquel mismo rugido —casi animal pero tan netamente humano, tan terriblemente sentido por todos los presentes— volvió a llenar la cancha a tres segundos del final del segundo tiempo, cuando una patada certera del jugador estrella consiguió definir el triunfo del equipo local. Carmelo se quebró en una carcajada de gloria y corrió a abrazar a su hermano del alma; Serafino acordó con una sonrisa vacía y perdida, dejando que su amigo le estrujara las entrañas de orgullo. En las gradas, sus padres aplaudían y su hermana chiflaba. A su lado, sentada en medio de la muchedumbre que ovacionaba de pie, María tenía la osadía de no mirarlo. Los ojos de un no-Finoli dejaron de recorrer su pecho, hicieron caso omiso de cómo las clavículas le resaltaban su figura y pasaron por alto sus piernas esculturales, delineadas por las calzas que se le ajustaban como una segunda piel —Serafino sólo podía verle la cara, con su mundo volviéndose tan gris como sus irises y perdiendo foco. Sólo había dos puntos en los que su vista no le flaqueaba: el primero, la (asquerosa) sonrisa que (a mi chica) se le dibujaba en la cara, y luego sus (manos) deditos enlazados con los del forastero. Apenas reprimiendo el asco en su expresión, Finoli no pudo sino recordar cómo aquella chica que había bajado todas sus defensas ante (el baño) él se había negado a tomarlo de la mano en el tiempo que habían salido juntos. Y allí estaba esa sucia, haciéndolo como si nada con un idiota desconocido. ¿Quién se creía que era?
                —¿Celebramos con unas birras y unos buenos choripanes?
                Una voz le llegaba a la distancia, difuminada e irreconocible. ¿Era de hombre? ¿Era (oh glorioso líder) Carmelo? ¿Era su padre? ¿Era la voz de su consciencia, que le aconsejaba que lo mejor era entregarse a otras preocupaciones? ¿Era esa la proposición indecente que se ofrecían a través de sus manos? ¿Sería esa sonrisa cruel que no podía dejar de ver la respuesta a aquella pregunta que no podía ubicar? ¿Podía dejar de pensar o era sencillamente imposible acallar la maquinación que le desgarraba el alma, que le pedía a gritos dolor?
                Algo respondió, dándole un puntapié en la pantorrilla y afirmándose con una palmada en el hombro. Finoli parpadeó y el mundo volvió a tener nitidez. Sus padres estaban comentando algo con sus amigos y Carmelo lo miraba, jocoso y jovial. Hubo entonces un fragmento de instante en el que estuvo a punto de reír, de dejar escapar la angustia que le había nublado la vista y mudarla en algo más manejable. Y entonces su mirada, como por inercia, volvió a María. Se hizo un vacío en el pecho —a unos pocos centímetros a la izquierda del bordado del escudo de su equipo en la camiseta— y tragó saliva, rabia, orgullo y la idea (ilusión) de que quizás había visto mal —de que quizás quedaba alguna esperanza para él.

***

En Franco Víctor el 9 de julio se celebraba de una única manera desde hacía más de lo que la persona más anciana —no mucho más vieja que el señor y la señora Lumilo— podía recordar. Un amistoso de fútbol entre los equipos rivales del pueblo y un asado prácticamente comunal. El Club Atlético de Franco Víctor era un edificio relativamente nuevo —no podía llevar más de sesenta años allí—, pero era tan natural que el día se festejara allí que nadie podría pensar en otro lugar dónde llevar a cabo los juegos y la obligatoria comilona posterior.
                El sector del quincho se había organizado en siete filas de tablones con hileras e hileras de bancos a cada lado. La Asociación de Mujeres del pueblo había bordado los manteles ceremoniales a lo largo de los dos últimos meses y el dueño de La Linda había prestado la vajilla, como siempre. Las botellas de vino iban y venían y se bajaban al suelo, vacías, tras pasar la cuarta familia. Cada quince personas había un delegado de la soda y las paneras, y un consejo de doce padres se encargaba de la carne mientras una bandada de buitres se encargaba de pasar de mesa en mesa las últimas noticias.
                El día estaba casi asquerosamente frío, pero los jugadores, aún sudorosos en sus camisetas sucias, no hacían caso al viento que soplaba sin compasión. En la hilera del medio, en punto exacto donde convergían las filas de jóvenes con la de los adultos, los Gimnastas y su —los buitres así lo habían acordado— última adquisición robaban vino sin demasiado disimulo.
                —Muy buenas jugadas, Finoli —comentó María mientras Paula, a su izquierda, le servía del botellón de los Funes, que habían abandonado al mudarse a la mesa siguiente para hablar con sus vecinos.
                —Gracias —concedió el chico, haciendo un ademán dramático con su copa de vino con soda. —Igualmente —agregó, señalando con la cabeza a Gino, que le extendía su vaso a Paula para que también se lo llenara.
                La sonrisa que María había estado enseñando por la última hora se cuajó en una mueca de sorpresa que la chica rápidamente compensó con otra de algo que su ex pareja no pudo diferenciar. ¿Era suficiencia, altivez o alguna otra imagen extraña la que quería mostrar? Le respondió con otra sonrisa y eligió dejar allí la conversación.
                —¿Cuándo va a estar la comida? —preguntó Gerónimo por enésima vez en la media hora que llevaban sentados.
                Chomsky, sentado a su izquierda, abrió mucho los ojos desde detrás de sus lentes y Gino vio resplandecer su mirada de asesino serial. Finoli se mordió el labio inferior y contuvo un suspiro al tiempo que le daba una patada a Carmelo, sentado frente a él. Paula chasqueó la lengua y terminó de servir.
                —No sé —ladró la chica en un tono irónicamente dulce, clavando su mirada negra en los ojos del muchacho mimado. —Capaz que si dejás de preguntar viene más rápido.
                El forastero la miró a los ojos, que llevaba abiertos en una expresión tan preocupante como la de Chomsky. La tensión se sentía en crescendo y la apariencia afable de la chica había caído. No había más calidez en Paula que la de la de su tez tostada y la sonrisa que llevaba no constituía más que una amenaza. Carmelo intercambió una mirada con su amigo más cercano, instándolo a que controlara a su hermana, y comprobó que los ojos de su protegido no estuvieran demasiado desorbitados.

***

A la una y media de la tarde —tan sólo quince minutos antes de que el asado llegara a las mesas de las hambrientas familias de Franco Víctor— Valentina le llevó unos sándwiches de jamón y roquefort a Roger, su compañero de trabajo. El chico, un joven fornido y bien parecido, agachó la cabeza en agradecimiento y le dedicó una sonrisa, enseñándole los dientes. Una idea se disparó en la mente de la joven, quebrando la expresión que estaba a punto de devolverle. Se dijo que tenía la misma sonrisa que Gino y que sus ojos brillaban de manera particularmente similar.
                Estaban en el interín de descanso y la Tía Emma se había llevado la camioneta a Tristecia por un encargo repentino, con lo cual había un ambiente distendido en la propiedad. La señora Pérez le había ofrecido café a parte del equipo y el señor Gershwin había instalado una mesa con refrigerios frente al galpón de los tractores. Los sándwiches habían salido de allí.
                —Greciuas —dijo Roger en un intento de español, despertando una risita en Valentina, que se sentó a su lado sobre la cerca en la que la Tía se había apoyado el sábado por la tarde frente a las cámaras. —Nou ti ruias de mí.
                —Me lo dejás bastante fácil —concedió Vale, sin dejar de reír. —¡Ah, casi me olvidaba! Acá tenés.
                Se sacó un pañuelo del bolsillo, el mismo que el chico le había dado el día anterior cuando se había quebrado antes de la filmación, y se lo extendió.
                —Tuio —sentenció, tomando entre sus manos las de ella y cubriendo las iniciales bordadas en la tela.
                Valentina no supo qué contestarle, simplemente sonrió y se lo quedó viendo, admirando como una tonta lo (aventura) azul de sus ojos y cómo el viento le (como él) lamía y despeinaba el cabello rubio como si aquella fuera la primera vez que lo veía. Se descubrió pensando que era un gentleman y se sonrojó por dentro. Desvió la mirada, visiblemente avergonzada, y se llevó el pañuelo inconscientemente al pecho antes de volver a guardárselo.
                De repente, medio aturdida, comenzó a sentir el viento susurrando con suavidad en su cara, acariciándosela con gentileza, y un aire de technicolor barato comenzó a embargarla. Cuando se volteó a preguntarle a Roger una duda que hasta entonces no se había planteado —con otra subiéndosele encima y cubriéndose la cara en la oscuridad—, se sintió rubia y como si cada movimiento que ejecutaba adoptase un tinte que excedía lo dramático.
                —¿Cuánto tiempo más van a filmar?
                Roger hizo girar los ojos antes de contestar, pasándose una mano por la barbilla mal afeitada y Valentina se sacudió una idea (está mirando la cámara) idiota de la mente.
                —‘Sta el vieurns —concluyó tras unos momentos y su compañera sintió cómo el alma se le retorcía antes de caérsele a los pies y perderse en la maraña de cables.
                —¡El viernes! —repitió Valentina, con ojos desorbitados, incapaz de detenerse.
                —¿Qui passa? —preguntó Roger, alterándose junto a ella.
                En un gesto que la chica más (en frío) tarde interpretaría como inocente preocupación, la rodeó con un brazo. Algo en ella acabó de hacer clic y comenzó a sentir la música que faltaba en aquel mundo en el que las cámaras que los rodeaban ya no estaban apagadas.
                —Roger, ¿alguna vez...?
                Su voz fue perdiéndose en el camino, pensando en la línea que estaba a punto de decir y maldiciéndose por idiota.
                —¿Alcuna vezz..?
                —¿Algunavezamasteaalguien? —lo escupió todo junto, atropellando las palabras entre sí, mirándolo a los ojos y rezando porque no la hubiera entendido y al mismo tiempo que no la forzase a repetirlo.
                —¿Alquien que me amaura... e mí taumbien?
                —Exacto —lo respondió con tanta emoción que acabó inclinándose sobre él, acortando considerablemente la distancia entre ellos.
                —‘Toncs nou —admitió Roger, encogiéndose de hombros y volviendo la vista a las cámaras. —Peuro mi han c’ntadou.
                Y entonces el mundo de Valentina cubrió a su compañero de trabajo con el aura musical que ya le hacía vibrar los oídos.
                —Dicen que enamorarse es mágico —lo oyó explicar cantando, en perfecto español. — Es mágico, o eso oí —prosiguió, y la chica creyó perder el juicio. —Y bajo la luz de la luna es mágico —levantó el brazo con el que sostenía el sándwich a medio comer, señalando al cielo que el sol había perdido a favor de las nubes. —Más mágico, o eso dicen.
                La mano de Roger se deslizó por su espalda y se reunió con la otra que sujetaba el almuerzo. Dio un mordisco a consciencia y, con la vista perdida más allá (del tambo del corral de la realidad misma) de las cámaras, dijo, en aquella voz tan sobrenaturalmente cantada:
                —No recuerdo quién lo dijo, quizá lo oí en canciones...
                —Yo sólo sé que amar es genial —lo interrumpió, en tonos altos que no sabía que poseía.
                La emoción violenta que la hacía cantar la había acercado al rostro de su compañero, que no pudo contener una sonrisa burlona. Valentina enrojeció, pero fue incapaz de detener a su voz.
                —Y que eso que llaman romance es mágico —continuó, desviando la mirada, llevándola al cielo en el que casi creyó ver a esa dichosa luna—, mágico.
                Algo en su interior terminó de hacer las paces con su fantasía technicolor y, quizá sabiendo que se acercaba el final del número musical que su mente le había organizado, se dejó llevar. Una mano se deslizó al bolsillo del pantalón donde había guardado el pañuelo bordado y la otra se dirigió al corazón. Enfilando el rostro primero a la cámara y girándolo lentamente hasta llegar a ver a su compañero a los ojos, concluyó:
                —Con todo mi ser lo sé.
                —‘Stás c’ntandou —rió Roger.
                —¿Qué? —las facciones de Valentina se contrajeron en perplejidad y se levantó de la cerca. La música se había detenido—¿Vos no estabas cantando hasta recién?
                —¿Io? ¡No! —replicó entre risas.
                La chica se cruzó de brazos y alternó la mirada entre Roger y la cámara. Suspiró y la volteó para que dejara de acusarla y, en cambio, encarase a la casa de la Tía.
                —Tengo que dejar de comer sándwiches de queso vencido.

***

No mucho después de que el breve número musical hubiese terminado, la primera bandeja de asado llegó a donde estaban los Gimnastas, para ser arrasada por el grupo adolescente y las dos familias de junto en el espacio de doce minutos.
                Si bien la tensión se había relajado, hubo un dejo de acidez en la brusquedad con la que Paula pasó la bandeja a Gero y en la mirada que Serafino le echó a María al elegirse ella la última morcilla. La cháchara que había gobernado el quincho se detuvo de repente y, al cabo de unos momentos, volvió en un crescendo violento.
                Junto con la segunda bandeja llegó a la mesa la cucaracha. El animal esquivó las piernas de cinco familias y siete solteronas y solterones hasta llegar a los pies de Gino, que mordió con ahínco.
                En virtud de los años de disciplina bajo el cuidado de la Tía Emma, al chico en ningún momento se le cruzó por la cabeza disparar un insulto. Algo más (arraigado) natural se deslizó entre sus pensamientos: miedo. La mano que no usaba para sostener el tenedor, esa que por debajo de la mesa sujetaba a la de María, se cerró con la misma fuerza que las mandíbulas del pekinés. Ella, por su parte, no estaba entrenada.
                —¡Hijo de puta! —masculló, considerando a mitad del grito que lo mejor sería bajar la voz.
                —Es el perro —se atajó Gino, apartando el mantel y descubriendo a la masa de pelo negro que enseñaba los dientes en una expresión ridículamente amenazante.
                —Habría que empalarlo en la casa vudú a ese perro —comentó Paula.
                —¿Casa vudú? —preguntó Gino, remarcando aún más el hecho de que allí no era más que un forastero.
                —La casa vudú es una casa horrible, alejada del pueblo, justo en el borde opuesto al de la ruta —explicó Gerónimo antes de zamparse un pedazo de pan.
                —Tiene juguetes y peluches clavados en unos palos a los lados de la puerta —prosiguió Carmelo entre bocados de vacío. —Está toda en pésimo estado, y las cosas clavadas están a la intemperie, así que te podés hacer una idea de cómo se deben ver.
                —Dicen que ahí vive una bruja —dijo Chomsky, y Paula se atragantó.
María hizo ademán de ayudarla, pero su amiga la apartó.
                —Esas son ideas tuyas —aseveró Paula entre tosidos.
                —En todo pueblo hay una bruja —afirmó su hermano. —Y lo más probable es que esté ahí. Esa casa es más vieja que el resto del pueblo y nadie vio salir a nadie, nunca. Pero hay quienes dicen que una vez Juan Ritzi se acercó a la casa una tarde y...
                —No digas boludeces —lo cortó María con una mueca de asco. —No insultes a los muertos.
                —¿Cómo? —Gino alternó la mirada entre la chica y Finoli, intentando procesar.
                —El hijo único de los Ritzi se murió hace un par de años, de causas desconocidas, al día siguiente al que supuestamente se acercó a la casa —Paula suspiró. —Dijo que vio a la bruja, y que ella lo vio. A la mañana los padres lo encontraron mirando al techo con los ojos bien abiertos... casi a punto de salírsele, y con la cara...
                La chica no pudo continuar sin que la voz se le quebrara.
                —Con la cara entera marcada como con una mancha de nacimiento —concluyó Chomsky.
Gino escupió el sorbo de soda que no había llegado a tragar e hizo un esfuerzo por no gritar. No le dio tiempo a María para preguntarle si estaba bien antes de salir disparado. La chica intentó levantarse y correr tras él, pero el pekinés le mordió los tobillos, haciéndola caer sentada sobre el banco de madera.
                —Perro de... —murmuró, dándole un puntapié en una pierna.
                La cucaracha no se inmutó. Ni ladró, ni chilló ni gimió. María esperaba que le dedicara al menos un gruñido, pero el animal se limitó a mirarla, a clavarle sus ojos negros en los suyos. Y entonces todo el cuerpo se le agarrotó; el cuello se le congeló y por más que quiso —suponiendo que en aquel momento lo hubiese hecho— no pudo apartar la vista del perro.
                —Voy a ver qué le pasa —dijo finalmente Carmelo, pero la chica ya no escuchaba.

***

—Creo que todavía no entendés que acá hay que ser discreto —espetó Carmelo al abrir de un portazo la puerta del baño del edificio principal. —¿No te das cuenta de que ya llamás suficie...?
                —Te tengo que contar algo —se atajó Gino, corriendo a cerrar la puerta que su amigo había descuidado. —Algo que me olvidé de decirte ayer y parece que es muy importante.
                Carmelo lo miró con perplejidad, arqueando la ceja como era habitual, pero visiblemente preocupado bajo la mata de rulos que el viento, el juego y ahora su mano le habían revuelto.
                —¿Qué?
                —Esa bruja, esas manchas... yo lo vi todo ya.
                —¿A qué te referís?
                —Hay un camino atrás de la propiedad de mi tía. El otro día fuimos ahí con la vecina y nos encontramos con... con esa bruja, creo.
                El líder de los Gimnastas dejó escapar un resoplido y, pasándose otra mano por el pelo, suspiró:
                —Esa bruja ni siquiera existe, Gino.
                —¿Entonces qué fue lo que vi? Una mujer con ojos saltones, la cara quemada... no, quemada no, con manchas de nacimiento prácticamente en toda la cara. La vi, te juro que la vi.
                —Mirá, Gino, está claro que toda nuestra situación es...
                El forastero gruñó y, en lugar de sujetarse la cabeza o cruzarse de brazos, se acercó a su amigo y lo sacudió por los hombros como había hecho ya no recordaba cuántas veces en lo que iba de sus vacaciones de inverno. Se había decidido tácitamente que cuando alguno de los dos decidía abstraerse y negarse lo que estaba frente a sus ojos no había mejor solución que aquella.
                —No estoy loco, o por lo menos no más que vos. Te digo que vi esa cosa de la que hablaron tus amigos. La vi el domingo y la volví a ver hoy —miró a Carmelo a los ojos, para que no rehuyera la mirada, y prosiguió: —Volví a ese camino que está pasando la casa de mi tía, y la volví a encontrar, ¿y sabés cuándo? Después de encontrarme con ese estúpido champiñón plateado.
                Los ojos del chico se abrieron como platos y de repente perdió el equilibrio. El peso de Carmelo de repente quedó en las manos de Gino, que no pudieron sostenerlo, y el corpulento líder cayó de espaldas al lavatorio.
                —Sin querer lo... —intentó continuar, pero se detuvo.
                Dejó de mirar a su amigo; contuvo la respiración y levantó el pie. Carmelo, apoyándose en una de las canillas, acabó de incorporarse y avanzó hacia Gino. Los dos adolescentes se quedaron mudos, observando el agujero que se había hecho en la suela de la zapatilla —en el lugar exacto con el que, hacía no más de unas pocas horas, había pisado un hongo.

martes, 30 de abril de 2013

La Vie en Rose


                A la tercera cuadra suspiró de alivio. Su vista, ya cansada y desorientada, había vislumbrado el cartel de neón de la heladería Porter. No estaba demasiado seguro de dónde estaba exactamente, pero al menos había encontrado un lugar conocido. La ubicación de la plaza era aún un misterio, pero —se aseguró con ánimos renovados— no podía estar demasiado lejos. ¿Cuánto le había tomado llegar allí el domingo? Tenía tanta idea de eso como de dónde estaba el Club. Ninguna. Mientras cruzaba la calle desierta, se prometió pedirle a Carmelo que le hiciese un mapa de Franco Víctor.
                La puerta estaba cerrada, lo cual, tras pararse en una cierta lógica (de pueblo) extraña, le pareció normal. ¿Quién tomaba un helado a las once menos cuarto de la mañana? Un citadino perdido que ha logrado escapar de dos infartos, un pequinés y una cosa monstruosa e indecible, se respondió con una risa amarga y un suspiro. Se cruzó de brazos y se quitó a Edith Piaf de los oídos. ¿Había algo made in Broadway en la riñonera? Necesitaba pensar y una voz estridente para (a dónde ahora) ayudarlo.
                Tomó entre sus dedos el disco de Gypsy y, vía asociativa, recordó el dueto de la mañana anterior —y cómo se había olvidado de comentar a Carmelo sobre el ternero muerto. Y la cosa. Tenía que ponerlo al tanto. Buscó en el bolsillo del jogging y, con un estremecimiento, recordó que no lo había llevado. Insultó dentro de su cabeza y la palabrota resonó en el silencio a su alrededor. ¿A qué hora había llegado por primera vez a Franco Víctor? Había sido, masomenos, hacia la misma hora. Entonces había sido sábado y le había resultado lógico que las calles estuviesen desiertas, pero ya era martes. ¿Dónde estaba todo el mundo?
                Como respondiendo a su pregunta, un grupo de niños pasó corriendo a su lado y uno —el último— le golpeó el brazo con su bolso. Gino dejó escapar un quejido y el mocoso se dio la vuelta para disculparse. Encontrándose con un total desconocido, el niño se detuvo, se puso pálido y rojo al mismo tiempo; llevándose una mano a la boca (intentando contener gritito terror no sabe) escupió un “¡Perdón!” entre sus dientes embracketados y echó a correr tras sus amigos.
                En vacaciones, sólo podían estar dirigiéndose a un único lugar con tanto apuro: el club. El pensamiento se le disparó en una línea, con rapidez y en orden (si quiero llegar, debería seguirlos), hasta finalmente detenerse (pero si los sigo va a parecer como si los estuviera persiguiendo) y entonces todo volvió al caos de siempre. ¿Cómo llegar? Sabía perfectamente que todo lo que estaba sucediendo iba a obligarlo a quedarse allí todo lo que durasen las vacaciones, con lo cual no podía permitirse quedar como el desconocido desquiciado que persigue a los niños para —y sabía que el cotilleo iba a devengar en ello— hacer cosas indecentes. Antes de que pudiera profundizar en las eventuales y terribles repercusiones de una acción que aún no había cometido, otro grupo de niños, algo mayores que el anterior, pasó a su lado con un poco más de calma. Gino observó que también llevaban con ellos bolsos y uno tenía una campera con las iniciales CAFV sobre un escudo a rayas horizontales amarillas y marrones. Una idea empezó a formarse en su cabeza y, tras ver otros dos grupos mientras seguía al segundo, se la aseguró: alguna clase de torneo estaba por darse en el club.

***

                A un paso (que no levanta sospechas) normal, habiéndose guiado por tres grupos diferentes y tras perderse en una ocasión por seguir a un grupo que tenía por destino el almacén, acabó llegando al Club a las once. Una marea de jóvenes de edades que iban desde cinco hasta diecisiete años se amuchaba para entrar, subiendo a trompicones las escalinatas que, a mitad de cuadra, señalaban la entrada. Cuando aquella tormenta de brazos que se agitaban y voces que chillaban amainó, Gino se adelantó y, tras comprobar que un tablón anunciaba un torneo de fútbol, se acercó a la cabina donde la recepcionista cara de sapo veía con ojos desorbitados cómo la gente entraba sin enseñarle sus carnés. No necesitaban hacerlo, cada cara era tan familiar como la anterior y aquella señora ya los conocía casi más que ellos mismos. Tenía todos sus datos en la computadora gigantesca en el escritorio y todos sus chimentos guardados en su cerebro. No obstante, la señora no alcanzaba a ubicar al jovencito emponchado en una campera sin las insignias del equipo local. Entornó la vista —en una imagen tan ridícula que Gino tuvo que reprimir con mucho esfuerzo la risa—, pero ni aún así pudo identificar al muchacho que, con las manos en los bolsillos, se encogía sutilmente de hombros ante la inspección. El contacto visual se quebró cuando una mano salida de la nada le tocó el hombro. El chico se volteó en un reflejo animal, sin poder articular palabra. Fresca, con el cabello recogido en una coleta rubia y sus ojos verdes brillantes, María lo miraba con la boca entreabierta.
                —¿Gino? —murmuró finalmente, adoptando la primera posición de baile con sus cejas alzadas en desconcierto. —¿Qué hacés acá?
                Abrió la boca para replicar, pero sólo alcanzó a balbucear vocablos sin sentido alguno mientras enrojecía. Tras poco más de un interminable segundo, la recepcionista se acercó a la pared de cristal y, con su voz chillona escapando de los agujeros de la ventana, preguntó:
                —Disculpame, pibito, ¿quién sos?
                Nuevamente, Gino se encontró sin saber qué responder. ¿Qué significaba Gino Teri allí? Nada. Nadie.
                —Es un amigo —se apresuró a responder María, saliendo de su rígida posición y acercándose a la señora. —Vino a ver el torneo. ¿Le cobrás la visita?
                —No —dijo Gino, adelantándose y despertando una segunda mirada de perplejidad de ambas mujeres—, me gustaría hacerme socio.
                —¿Socio? —repitió María, volviendo a la primera posición y enarcando las cejas, nuevamente a la defensiva.
                —Sí —le respondió sin mirarla a los ojos—, me voy a quedar acá por las vacaciones. ¿Cómo hago?
                —Llená estos formularios —explicó la recepcionista, extendiendo unas papeletas por debajo del vidrio. —Son cincuenta por mes más veinte de inscripción.
                Otro pensamiento (recuerdo consciencia más bien) relampagueó y Gino se estremeció. Metió la mano en la riñonera, rebuscando frenéticamente por algún billete, pero bien sabía que allí no había nada más que el Walkman y uno o dos discos. Levantó la cara, roja de vergüenza, y enfrentó a la mujer al otro lado del cristal.
                —Disculpame, pero me olvidé la billetera.
                La señora lo miró por unos momentos, entornando sus ojos de sapo, y el chico inspiró hondo. Finalmente, con su voz chillona acompañando una sonrisa deforme, replicó:
                —No te hagás drama, pagás mañana.
                Le devolvió la sonrisa y, con una birome que la señora pasó por la misma abertura del cristal, llenó los formularios mientras María, cruzada de brazos y con los músculos de las piernas aún tensados, se recostaba contra el umbral del recinto. Más allá se oían los primeros vítores y aullidos de una muchedumbre que se preparaba para jugar. El sonido era alegre, pero moría antes de llegar a sus oídos. En su mente, fría a fuerza de su desventura, había construido una pared tanto más firme y gruesa que sobre la que se apoyaba. No obstante, había abierto una ventana para el chico que garabateaba sus datos en el formulario —algo que ya podía lamentar. Creía haberla cerrado tras de sí, pero evidentemente se había atascado. Intentó contener un suspiro y se le infló el pecho. ¿Las dos semanas de vacaciones? ¿Por qué? ¿Qué negocios tenía en el pueblo? Y sus pensamientos, sin control posible, se escurrieron hasta Carmelo, quien (oh poderoso líder) seguramente sabría algo. Y, con una última idea (está implicado no eso) deslizándose en penumbra, hueca y muda, cambió de la sexta a la primera posición. Gino firmó el último de los papeles que la recepcionista le hubo entregado y se volteó para ver cómo María se despegaba de la pared. Le dirigió una sonrisa tímida y se encogió de hombros.
                —Vamos —se limitó a decir ella, con la voz vacía de emoción.
                Sus recuerdos de la noche del domingo no le hacían justicia a la increíble gracia con la que la chica ejecutaba cada movimiento. Desde la sencillez de extender el brazo para señalar el juego pasando el umbral hasta la delicada manera en que un paso continuaba el siguiente había algo que la hacía parecer volar. Algo de ello se debía, en parte, a su manera personal de sentir la presión de la nuca cuando alguien la observaba. La liberaba levantando los talones del suelo con estricta sutileza. En cada gesto la perfección brillaba con una cierta carga de represión: había algo contenido en su gracia, algo que sólo se dejaba salir transmutado en sus movimientos de baile. Paula no estaba allí para verlo, como nunca había estado realmente allí para su amiga. El cambio de sus posturas, de sus pasos, de su silencios, todo había pasado desapercibido para sus supuestas amistades. Es el carácter Halperín Donghi, se había dicho una vez mientras se abrazaba a su almohada con los ojos inyectados en sangre y las lágrimas secándose en el calor de su cara enrojecida. Hasta el final del otoño no habían necesitado nada de ninguno de los hermanos, y hacia el principio de julio, ni aunque los hubiese llamado a gritos habrían venido; claro que su orgullo jamás le hubiera permitido gritar auxilio —pero no debería haber habido necesidad.
                Gino suspiró detrás de ella y María escrutó la multitud en las gradas, buscando una cara familiar. Un equipo con camisetas rojas hacía su mejor esfuerzo por pasarse la pelota mientras el jugador estrella de los azules corría de un lugar a otro. Era casi gracioso, se dijo, para no llamarlo triste. Finoli era perfecto, desde su contextura física hasta sus habilidades deportivas. Corría con la velocidad y certeza de un gato (y en cierto sentido lo es). El veintinueve de junio, cuando la había recorrido con igual destreza en el baño de hombres de la secundaria, al apartar la vista del espejo que le devolvía su patético reflejo, había visto referencias suyas escritas a liquid paper en la puerta de un cubículo; a pesar de lo sucia que se había sentido en aquel momento, las pintadas de adolescentes hormonales le garantizaron que era hermosa, y eso le bastó. Ni siquiera le importó cuando un chico de octavo año los interrumpió y se quedó viéndola más de lo que su (gato) perro tenía derecho a ver.
                Vítores mezclados con insultos fraternales gritados en un aullido animal la hicieron despertar del recuerdo. La imagen se detuvo en seco y sólo pudo ver la expresión del chico de octavo —y algo se conectó. De repente aquel mocoso se hizo un hombre, un hombre en un sentido que se le hacía extraño. Las facciones se hicieron algo más rubicundas y dio paso a Gino. El grito que al mocoso se le había atragantado en la puerta del baño se liberó en una terraza. Con un escalofrío, los últimos versos de Some Enchanted Evening recapitularon sus recuerdos del domingo y no pudo evitar darse media vuelta. Esperó unos instantes a hacer contacto visual con el chico que había condenado su alma al infierno y, una vez sus ojos volvieron a recorrer su cuerpo ceñido bajo la ropa deportiva y sugerido sobre la (hace frío) campera, acercó (sentí el frío) sus labios a los de Gino. Lo hizo sin desviar la vista, sin perder el contacto. Se detuvo sólo cuando, mientras consideraba involucrar la lengua, una idea (lo estoy usando ciclos usando gato como el ciclos a mi) se interpuso.
                —Perdón —murmuró, apenas soportando la visión perpleja del chico que tenía frente a sí.
                Algo acababa de hacer clic. Huyó, sin sutilezas, sin perfección, con las piernas fláccidas arrastrándose entre sí hacia un lugar aún no decidido. Los abucheos lo volvieron a la realidad y de repente Gino se hizo consciente de donde estaba. Miró en todas direcciones, hacia la muchedumbre que insultaba, de pie en las gradas, y luego hacia la cancha. Parado casi en el mismo lugar en el que él y los Gimnastas habían bailado dos noches atrás, Serafino lo observaba con una expresión inquietantemente similar a las que sólo echaba Chomsky. Había un destello homicida en la manera en que sus irises grises se clavaban en los suyos.

***

                No había muchos lugares adonde María pudiera huir. Gino creía saber dónde encontrarla, pero había fallado el primer intento. Había recorrido los tres pisos del edificio principal, omitiendo el gimnasio y los vestuarios para llegar casi sin aliento a la terraza. La había encontrado desierta y se había echado sobre la pared a recuperarse. ¿Qué (pretendía) quería esa chica? De un momento a otro, un beso, en dos ocasiones, sin explicaciones, sin palabras, sin nada de por medio sino la sorpresa. El pecho le ardía y no podía discernir si era por correr respirando por la boca o por la locura que le despertaba María. Avanzó a tientas y, tras quitarse la campera y dejarla caer al suelo, se apoyó en la baranda. Desde allí podía verlo todo —excepto a ella. Veía el quincho, con las mesas y los asadores desiertos; podía observar la jugada que el equipo de Carmelo y Finoli ejecutaba con maestría; sin entornar demasiado los ojos podía encontrar el contraste de la tez tostada de Paula y su cabellera rubia, con Gerónimo y Chomsky a cada lado ejerciendo funciones de escolta, el primero vivamente emocionado y el último tan inexpresivo e insondable como siempre. ¿Y María? ¿Dónde se ocultaba esa muchacha que le perturbaba el sueño y los pensamientos? ¿Hacia dónde se había deslizado en sus fascinantes movimientos? Se mordió el labio y presionó los párpados, intentando recuperar el control de sí mismo.
                Casi se había acostumbrado a que la realidad pareciera acomodarse para responder con una señal divina a sus pensamientos, pero no pudo contener una sonrisa cuando oyó, superpuesto a los gritos perdidos de la juventud que alentaba el juego, a Frank Sinatra celebrar algo sobre Nueva York. Saltando de dos en dos, bajó las escaleras en la mitad del tiempo, deteniéndose en seco en la puerta del gimnasio. La canción estaba a punto de terminar y María se acomodaba para finalizar su coreografía improvisada. Gino se la quedó viendo, oculto tras una cinta y dos aparatos que no pudo identificar.
                La muchacha subió los brazos y, con aquella gracia sobrenatural, los bajó al tiempo que se ponía en una suerte de cuclillas incómodas, con el torso siempre recto y seguro. El último acorde acabó y María se desmoronó sobre el piso de madera donde se dirigían las clases de aeróbics, jadeando y quitándose el pelo de la cara al tiempo que alejaba unas lágrimas idiotas de sus ojos.
                —Sos una grosa —dijo Gino, acercándose desde su escondite.
                —Gracias —respondió María, aún en el suelo. Una idea le cruzó el entrecejo y se incorporó sobre sus codos. —¿Te coparía aprender algo?
                Gino, que se le había acercado y se había arrodillado a su lado, la miró con la misma perplejidad con la que había acabado tras el beso.
                —¿Qué?
                —Bailar —explicó con una sonrisa. —Vas a aprender.
                Se incorporó y le extendió la mano para ayudarlo a levantarse. Gino intentó balbucear, pero comprendió que María no pretendía hablar sobre lo que había hecho justo antes de desaparecer. En sus ojos veía que no lo había olvidado, ni mucho menos —y en su mano, que acabó tomando un momento después, una respuesta tanto más amplia. Le siguió el juego.
                —¿Puedo elegir la música?
                Le hizo un gesto con la cabeza indicando el grabador y en su sonrisa pudo entrever a la chica que se iluminaba con pasos de baile. Mientras revolvía la riñonera en busca de un disco en particular, se dijo que la tendría (peligrosamente) cerca durante toda aquella clase. Sonriéndose, sin percatarse de que ella podía ver cómo el reflejo de su cara se encendía con una felicidad inocente, sacó a Sinatra y puso en su lugar a Edith Piaf. María rió y Gino le dirigió el gesto que había copiado de Carmelo.
                —¿No te va? —dijo, enarcando una ceja en un gesto burlón.
                —Me va —replicó ensanchando su sonrisa, con sus ojos de esmeralda chispeando a medida que se acercaba—, me va muchísimo.

***

                La clase se dio entre risas y dolor, con María exigiéndole cada vez más a su amigo a medida que la coreografía que inventaba sobre la marcha se hacía más compleja, más demandante. Los pasos eran básicos, las poses no requerían demasiado entrenamiento y el estilo o la gracia no eran necesarios, pero Gino había tenido que arremangarse. Siguiendo el rastro de gotas de sudor podía uno descubrir por dónde había hecho el esfuerzo de bailar y en las marcas de su remera impresas en el suelo dónde había caído rendido, sólo para ser levantado una vez más por su compañera de baile. Eventualmente, llegó Rien de Rien y Gino sonrió, pensando que no podía estar más lejos de la realidad. Algo estaba sucediendo, inesperado y mágico.
                Si acertaba un paso, a duras penas podía continuar con el segundo, sus secuencias se cortaban antes de llegar a la mitad y le había pegado a su instructora en dos ocasiones, pero la chica no dejaba de sonreír. No estaba realmente aprendiendo, pues no pensaba en sus pasos ni mucho menos en la música, sino en María. Su forma de moverse, de pararse, de girar, de respirar incluso, todo lo volvía loco y lo llevaba a una nube que no conocía, una que estaba tan cerca y tan lejos del punto que ya no podía verlo. En ese lugar no cabían hongos ni criaturas deformes: todo eso resbalaba y caía al vacío. Ella flotaba, bailaba en el aire —él simplemente estaba tomado de sus pies, obnubilado y extasiado.
                Y de un momento a otro, en aquel tiempo sin tiempo que en retrospectiva no sería sino un montaje con sólo el disco de La Môme para unificarlo, se terminó. La coreografía acabó de marcarse y pudo, tras cinco pasadas, hacerla de principio a fin.
                Gino se dejó caer al suelo y María, con un poco más de delicadeza, se acostó a su lado.
                —Para ser la primera vez que bailás, lo hiciste bastante bien.
                —No tenés porqué protegerme, sé que soy un desastre.
                —Nah, he visto peores. Tendrías que haber visto a Serafino intentar un deboulé.
                La risa de María resonó amarga y su amigo se quedó en silencio, sin saber qué responder. Se dijo, con rabia, que nunca sabía qué decir cuando se quedaba a solas con ella.
                —La próxima vez que mencione a Finoli, te autorizo a pegarme.
                Gino rió y María le hizo eco.
                —¿Qué pasó con Finoli?
                —Muchas... demasiadas cosas —la chica suspiró, dando a entender que el tema estaba cerrado y no pretendía abrirlo. —Vos sos tan diferente —se volteó y ambos se unieron en un contacto visual que a Gino le hizo sentir el corazón latir desbocado—, nunca conocí a alguien como vos.
                —¿Qué puedo tener yo de particular?
                —Todavía no sé. Nadie nunca me había cantado antes.
                —Nadie nunca me había enseñado a bailar.
                Rieron al mismo tiempo y algo empezó a fluir en el aire, danzando con la música del disco que aún no terminaba.
                —¿Te puedo preguntar algo? —empezó Gino.
                —No —sentenció ella. —Ya no vamos a hablar.
                El grabador empezó a susurrar La Vie en Rose al tiempo que María se incorporaba. Con un gesto de su muñeca, el volumen rugió y Gino, poniéndose de pie, le extendió una mano.
                Restauraron la posición inicial, disponiéndose a ejecutar una especie de vals enojado que era, en cuestión, el tango de las películas musicales; la muchacha dirigió. Unos momentos después, con la voz de Edith Piaf ya entrada, Gino la tomó de la espalda, dejándola arquearse y extenderse hasta rozar el suelo. Un pensamiento atravesado, sofocado por la emoción cruda que le temblaba en la mano que sostenía la espalda de María, murmuró que ella era Ginger Rogers y él Fred Astaire con retraso mental. La muchacha llevó sus brazos hasta el límite y volvió a incorporarse en un solo movimiento. En un paso en falso, más o menos (inconsciente) accidental, acabó con su rostro a una respiración del de Gino y, con una sola mirada de por medio, su mundo adquirió un tono sepia. Iris reflejó iris y, lentamente, descuidando el compás y los tiempos, se detuvieron un momento a observarse, a respirarse. Ella aún olía a rosas y el perfume de él aún no se había diluido en la transpiración, ya seca por el descanso. Labio inferior y superior se despegaron y, sin dejar de verse a los ojos en un intento desesperado de encontrarse a ellos mismos en el otro, se besaron. María bajó la guardia y sintió la lengua de Gino. Y los latidos se aceleraron. Y la realidad se hizo a blanco y negro.
                —Tómame en tus brazos y ámame —pidió la joven, casi sin darse cuenta de que cantaba.
                —En mis ojos piérdete —le suplicó él, en sus tonos seguros y naturales—, pues veo la vida rosa.
                Reanudaron la coreografía, que de repente se hacía tan natural como caminar, y Gino prosiguió al tiempo que sus pasos los impulsaban más allá del gimnasio:
                —En tus besos veo el cielo, y aunque mis ojos cierro...
                —...Ya veo la vida rosa —completaron juntos.
                —Cuando te oigo respirar —suspiró María, presionándose contra el pecho de su compañero de baile—, es que estoy lejos ya...
                —...En un mundo lleno de vos —afirmaron al unísono.
                —Y cuando hablás —aseguró una Ginger Rogers de dieciséis— yo oigo ángeles cantar.
                —Palabras sin valor son ahora —la alejó en un gesto tan cuidado que, de haber estado plenamente consciente de sus acciones, se habría extrañado— versos de amor.
                La hizo girar y por unos instantes el contacto visual se quebró mientras la sala de aeróbics se volvía un set de filmación  que los rodeaba, atacándolos con cámaras que los hacían estrellas de las películas musicales de los treinta. Finalmente el giro acabó y, otra vez juntos, aquel dueto irreal prosiguió:
                —Entrega tu alma a mí y verás, por siempre así, la vida ro...
                El verso se interrumpió a la mitad en un segundo beso que no acabó de hacerlos volver a la realidad. El gesto no hizo sino darle más consistencia a esa dimensión que, tras los lentes de su imaginación, sus mentes habían creado para ellos.
                Gino se desprendió de María e inició una secuencia fársica en la que proseguía su historia:
                —Creía que la pasión era sólo ilusión, que no se vivían canciones de amor.
                La joven se le acercó y provocativamente le susurró al oído:
                —Estos besos te hicieron despertar, y ver que el amor era algo real.
                Se miraron por unos instantes y una energía que ninguno de los dos había sentido nunca acabó de apoderarse de ellos. Gino se volteó con violencia y la tomó de la espalda, volviendo a la posición en la que aquella fantasía en vida había empezado.
                —Tómame en tus brazos y ámame —comenzó el encore.
                —En mis ojos piérdete —prosiguió María, soltándose y dando una nueva voltereta.
                —En esta vida rosa —celebraron, repitiendo la coreografía una vez más.

viernes, 29 de marzo de 2013

Rien de Rien (Encore)


Nada de nada,
Nunca nada me pasa a mí.
¿Por qué habrá de ser así?
Nada, nada, nada.
Nunca pasa nada aquí.

                Había vuelto sobre sus pasos antes de llegar a la cerca que cerraba el patio delantero de la casa de la Tía Emma. No se sentía con el valor necesario para atravesar el camino por sí solo, con lo cual había resuelto poner un disco de Edith Piaf en el Walkman que había resguardado en su riñonera. La cantante francesa jamás había sido (exactamente) de su preferencia, pero en aquel momento se le hacía lo único apremiante en toda la casa. La Merm no tenía ninguna tonada que ofrecerle para darle suficiente valor —sólo Rien de Rien parecía darle la seguridad necesaria para no darse la vuelta y salir corriendo.
                Al atravesar la puertita roja del óxido de años de descuido, dejando atrás el conglomerado de galpones y la seguridad de la granja, Gino sintió una presión detrás de las orejas y dejó pasar una idea (el miedo presionándome el cerebro) sin una mueca. Entró en aquel pasillo entre segmento y segmento de cultivo y, eventualmente, la sensación pasó. Lentamente, su concentración fue absorbida por las ramas que se empecinaban en arañarle la cara y las raíces que amenazaban con hacerlo tropezar tacleándole los pies. El frío se colaba por el jogging agujereado que no había tenido la sensatez de cambiarse y le quemaba las manos que aquella flora hostil no le permitía resguardar en su campera. El único pensamiento que se formó en palabras concretas en todo el trayecto fue cómo había podido cruzar aquel trecho con tanta facilidad el día anterior.
Finalmente, hacia las nueve y media, llegó a la valla blanca. La saltó en un movimiento más torpe que acrobático y se recordó:
                —“Nay más que subir una pared, saltar por una ventana, y se tiene todo lo que se quiere.”
                Ni bien lo dijo, miró en derredor con los ojos desorbitados, nerviosos. No podía evitar esperar una respuesta de la quietud circundante. A partir de allí seguía la bifurcación y (posiblemente) aquella cosa quemada, remendada y de ojos saltones. Podía volver a incursionarse por la derecha o intentar la izquierda. Consultó el reloj. Eran las diez menos cuarto pasadas. Tendría tiempo de consultar sólo uno de los dos caminos. En ese momento Piaf susurró “droite” y Gino enfiló hacia el sitio donde, estaba seguro, una pieza clave de todo aquel misterio se escondía entre la maleza.

***

                Sus pasos eran lentos y cautelosos, su vista intentaba abarcarlo todo; se sobresaltaba con el roce de cada arbusto bajo y miraba dos veces cualquier sombra. El corazón le latía tan fuerte que, de haber estado atento, habría temido un ataque al corazón. Por lo pronto, su mente tenía un solo objetivo: sobrevivir. Pasada la bifurcación algo en él había hecho clic y había perdido toda intención de hallar aquella cosa que lo había perseguido el día anterior. Sin embargo, no podía detener a sus pies. Su cabeza le aullaba que escapara de allí, que se diera la vuelta y corriera sin mirar atrás, pero no. Edith Piaf ya no le calmaba los oídos. Nada de nada. El silencio era absoluto. En aquel trecho el viento no agitaba la maleza, sólo le congelaba el cuerpo, confundiendo el temblor por el frío con los verdaderos escalofríos. Estaba asustado como nunca antes. Perderse en la negrura absoluta de Franco Víctor la noche anterior no le llegaba ni a los talones a aquella tortura auto infligida a plena luz del día. Entre pensamientos entrecortados y palabras inconexas, se dijo que lo peor era que no estaba seguro de qué esperar. Sólo había visto ojos grandes como platos y una cara marcada de una manera tan extraña que no podía precisar sus formas o causas. ¿Volvería al lugar donde la había encontrado la primera vez? ¿Cuánto faltaba para llegar allí? ¿Dónde estaba, exactamente? Deseó poder volver sobre sus pasos.
                Se arrepentía terriblemente de haber entrado y deseó tener a Valentina a su lado —sentía la brutal necesidad de tomarle la mano. Sabía que así recuperaría algo de su compostura y, con ella detrás, podría avanzar con algo más de seguridad. Ella podría recordarle dónde se habían detenido y, con unas palabras de aliento contenidas en una cita que sólo ellos entenderían, lo haría investigar. Pero no estaba allí, estaba solo y, en cierta forma, era mejor así. No pretendía cargar sobre sus hombros el peso de todo lo malo que iba de su fin de semana —y, posiblemente, también sus vacaciones de invierno— él solo, pero quería tomar precauciones. Un paso seguía al otro sin vacilar, pero con cuidado. Sus ojos hacían lo posible por cubrir todo el terreno, pero era imposible para una sola persona. Valentina hubiese querido venir si le hubiese comentado su idea. Sabía que en el fondo no lo disuadiría, estaba tan deseosa de saber qué había allí tanto (o más) como él.
                Oyó el chasquido de unas ramas al partirse y de repente todo su ser explotó. El alma le cayó a los pies y al vacío en el estómago lo acompañó una sensación de electricidad recorriéndole el cuerpo al tiempo que volvía la presión detrás de las orejas con más fuerza que nunca. No se movió —no podía. A pesar de no estar seguro de dónde le había llegado el sonido, clavó la vista al frente. Apenas si respiró. Los ojos se le humedecieron, pero no se formó ningún nudo en la garganta. No quería llorar, se dijo, pero una lágrima ya le recorría la mejilla izquierda antes de que pudiera acabar de articular el pensamiento. Lo que fuere que debiera pasar, ocurriría en aquel instante decisivo.
                Un segundo chasquido lo confirmó. Loqueseaquefuera estaba cerca, y al frente. Inspiró con toda la violencia y la torpeza que su respiración ya entrecortada le pudo dar. Quiso cerrar los ojos, presionar los párpados uno contra el otro y abandonarse, pero todo su cuerpo se había detenido.
                Un arbusto a su derecha se movió y Gino gritó en su cabeza que eso innominado saltaría y le rebanaría la garganta. Una cosa negra e indecible se deslizó entre la maleza y el chico dejó escapar un grito de terror. Se le acercó y Gino, retrocediendo, cayó al suelo. Finalmente cerró los ojos y, con la adrenalina recorriéndole cada fibra de su ser, el juicio se le desnubló de repente con una sensación similar al de una nariz destapándose. Antes de que pudiera echar a correr, sus ojos se enfocaron y pudo ver qué era la cosa a sus pies, pero no llegó a comprenderlo en aquel instante. Un pensamiento irrisorio (es el tío cosa) se cruzó por su cabeza, pero no pudo hacer una mueca. La información no parecía acabar de procesarse y la criatura seguía avanzando. Entonces, a una respiración de su nariz respingona y dos de sus ojos desorbitadas, la cosa ladró rabiosa.
                Gino parpadeó, como para comprobar que lo que estaba viendo era efectivamente real y no pudo evitar dejar escapar una risotada nerviosa. La cosa gruñó y ladró aún más fuerte, pero el chico ya se incorporaba y, con el cuerpo entumecido, no se creía capaz de volver a tener miedo. Se deshacía en risas y el abdomen le dolía. Era la cucaracha. El pekinés gruñía, ofendido, a sus pies. Su pelaje seguía tan lustroso como si el polvo y las hojas secas del camino no pudieran tocarlo. Gino se agachó e intentó acariciarlo, pero el perro rehuyó la mano y dio un último ladrido antes de volverse y echar a correr. Se quedó perplejo por unos momentos, intentando recalcular, pensar qué hacía el pekinés allí. ¿De dónde había salido?  Lo había visto por última vez en el club. Y entonces un pensamiento lo atacó por la espalda, sobresaltándolo y haciéndolo echar a correr tras el animal. ¿Qué tan lejos estaba de Franco Víctor?
                Por fortuna, a partir de allí el camino se volvía más ancho y las ramas parecían retirarse de su paso. Corría sin mirar a sus pies y sus manos no hacían más que subir y bajar, alternándose en el frente. No hubiese podido reaccionar ante una raíz a sus pies ni apartar cosa alguna que se le abalanzara encima, pero tenía la seguridad que nada de eso ocurriría. Tenía la cabeza fresca, pero no demasiado despierta. Volvía a los estados de trance del sábado. Movía sus piernas tan maquinalmente como había movido sus brazos en la estación. Habían volado helados en esa ocasión, pero ahora en el aire no se levantaba más que polvo. ¿Hacia dónde huía el perro? ¿Estaba siguiendo su rastro o corría inútilmente por aquel sendero escondido? Escuchó el crujido de una rama seca y apuró el paso. No podía estar muy lejos. No se le cruzó por la cabeza que quizá no pudiese alcanzarlo, simplemente apretaba cada vez más el paso. El ruido de hojas revueltas se sumó a crujidos cada vez más cercanos y constantes hasta que finalmente se detuvo. Quietud. Gino desaceleró y, unos pasos después, tenía al perro frente a sí. El pekinés, fijo en su sitio, lo miraba a él y luego al piso, alternadamente. Gino entornó los ojos y creyó leer en la expresión del perro algo de lo que había visto en Muaka. Consciencia. El pensamiento sonó disparatado sólo hasta que se puso en palabras. La cucaracha sabe algo. Avanzó con lentitud, con la cautela con la que se acerca a un gato, pero el perro no se movió —siguió subiendo y bajando la mirada. Y entonces, bajo sus pies, algo dejó escapar un sonidito (estrangulado) ahogado. La cucaracha abrió aún más los ojos y, entre los mechones de pelo que le cubrían la cara, pareció más asustada que sorprendida. Gino tragó saliva. El perro retrocedió sin dejar de mirarlo a él y a lo que acaba de pisar. Levantó el pie y estuvo a punto de perder su precario equilibrio cuando vio lo que había pisado. Escondido entre la hierba y el polvo, algo brillaba en el suelo. No le costó demasiado figurarse qué forma tenía antes de que su zapatilla lo hubiese destrozado. Se arrodilló y, por primera vez, admiró al hongo de cerca. Roto. Lo había roto, pero se dijo que no lo sorprendería que comenzara a retorcerse hasta volver a su forma original. Miró al pekinés, que le devolvió una mirada de terror.
                Gino bajó la vista al rezago de aquella pesadilla plateada y no pudo reprimir el movimiento de su mano. Un instante antes de que sus dedos tocaran lo que alguna vez había sido el sombrero de aquel champiñón superdesarrollado, los ojos de la cucaracha se abrieron aún más, intentando escapar de algo más allá del chico que le había dado caza. El animal sólo atinó a chillar y huir despavorido.
                —No lo toques —siseó una voz a la espalda de Gino.
                La violencia del movimiento que hizo su cuello para ver a sus espaldas debió haberle dislocado algo o hacer gritar a algún músculo, pero su cuerpo entero volvió a quedar mudo. El alma le cayó a los pies con un peso desmesurado que lo hizo perder el equilibrio y casi caer sobre el hongo. Una figura avanzó, descubriéndose de las sombras, y en ese momento Gino comprendió que no había palabras para describir a loqueseaquefuera que habitaba ese lugar. Su rostro era un óvalo de parches rojos (como las llamas) y marrones; desde las profundidades de sus cuencas, unas bolas blancas y enormes lo miraban con irises de negrura absoluta; los labios, carnosos y presionados por los pómulos salidos, se curvaban en una mueca que estaba entre una sonrisa y una advertencia; el pelo le caía sobre el cuello desnudo en tubos mugrientos de algo parecido a rastas; su cuerpo estaba oculto tras una túnica que se le hizo una sábana sucia. La sensación que despertaba en él era sencillamente inexplicable. No tenía tampoco forma de reaccionar ante ello, con lo cual su cuerpo se limitaba a guardar silencio. Hasta que esa figura avanzó y clavó sus ojos en los suyos. El contacto con el abismo de su mirada duró menos de un instante y aún así supo que aquella cosa había visto dentro de su alma. Sintió cómo sus pensamientos eran violados por los de la figura e intentó escapar. Tropezó y cayó a centímetros del hongo, sin poder darse la vuelta. La cara de aquella cosa se convulsionó y dejó escapar una frase que no pudo oír —ya se había dado la vuelta y echaba a correr.

***

                A, al menos, un cuarto de kilómetro de distancia, se detuvo y dejó escapar un grito de terror antes de que se le doblaran las piernas y cayera al suelo, raspándose las rodillas a través del pantalón miserable. Le aulló al universo y pronto la tierra se humedeció bajo sus lágrimas. Todo a lo que no había podido responder en los no más de cinco minutos de irrealidad que habían pasado le explotaba en todo su ser.
                Una vez se incorporó, tras haber finalmente vuelto a sus cabales, se sorprendió de no haberse hecho pis encima. Sentía en el cuerpo un agotamiento casi igual (o peor) al de su mente. El dolor del brazo del que Carmelo había tirado el sábado había vuelto y se le dificultaba respirar. En la niebla de sus pensamientos se preguntó si aquello no sería un colapso nervioso expandido a todo su existencia y luego se afirmó que no podía rendirse allí. Se incorporó con lentitud y dolor y echó una mirada en derredor. El camino se había ensanchado desmesuradamente. Algo le dijo que el final del sendero, si era que había uno, no podía estar mucho más lejos. Consultó el reloj. Eran las diez y media pasadas. No tenía idea de cómo volver a tiempo, pero ya se las ingeniaría para buscar la forma. Suspiró, logrando despegar un mechón de su frente empapada en sudor.
                Volvió a encender el Walkman y Edith Piaf regresó a sus oídos. Y algún momento después de La Vie en Rose y antes de que volviera l'Accordéoniste, en un irónico encore de Rien de Rien, el camino terminó de repente. Unas ramas le cerraban el paso, formando una burda pared de hojas que, con los ojos rabiosos y sin poder evitar canturrear junto a la música que le llegaba a los auriculares, removió.
                La tierra dio paso al pavimento. No se lo esperaba, pero no llegó a sorprenderse al reconocer la fachada de la casa de Gerónimo Menichelli a su lado.