lunes, 21 de mayo de 2012

Friendship, Pt. 1

La actividad física no se detenía ni por domingo ni por siesta. En el momento en que Gino pasó de las escalinatas de piedra que nacían a mitad de cuadra – a unas tres manzanas al oeste desde la heladería – y atravesó un hall de entrada dominado por un tablón de anuncios enorme y una caseta con una mujer a medio dormir, comprendió porqué la ciudad había estado desierta de adolescentes el día anterior. El horario en que la gran masa ingresaba a las instalaciones del club había pasado por más de una hora. El pueblo se bañaba en estupor desde las dos, dos y media si la sobremesa se extendía demasiado. A partir de las tres, se formaba un pequeño valle, un violento derroche de movimiento. Por lo menos cien jóvenes acudían entre esa hora y las y media – nadie pretende hacer dejar pasar las horas de siesta mientras no las necesite – al Club Atlético de Franco Víctor.

La última vez que había consultado el reloj habían sido las cinco, y aún estaban en la cuadra de Porter.
—¿Vos te llamás Gino como el Pipi Sánchez? —le había preguntado Serafino mientras el muchacho intentaba internalizar y registrar la hora tras ver el reloj por tercera vez.
Con un interrogante desconcertante y una idea a medio procesar, no pudo más que devolverle a aquel recién conocido una mirada perpleja. Se encogió de hombros y replicó:
—No sé de quién me estás hablando, pero sí, me llamo así.
El chico se llevó las manos a la boca, llegando a taparse la mitad de la cara – sólo sus ojos, grises y penetrantes, quedaron descubiertos, acusadores y ofendidos. Murmuró una serie de “no”s al tiempo que avanzaba para ponerse a la par de Carmelo. Gino volvió a sentir esa mezcla de miedo y vergüenza como sudor frío recorriéndole la espalda – igual que ante el particular saludo de bienvenida que le había dado. Se preguntó si toda aquella banda resultaría un incordio, como su líder. Su amigo había resultado tener una persona dentro de las apariencias de yo-macho que había dado en un principio y repetía ahora frente a sus amigotes en la forma de chistes subidos de tono y actitudes brutos. Dirigió una cuarta mirada al contador digital y pensó con fuerza: cinco. Volvió la vista a la melena enrulada de Carmelo y al alboroto que lucía Serafino en su cabeza. Decidió que este último no tenía alma.
Unos pasos por detrás de Gino, Paula no podía evitar compadecerse de aquel forastero. Sin embargo, en cierta forma se sentía orgullosa de su hermano. Se estaba moderando bastante para no asustarlo – incluso se estaba pasando su calle favorita, San Lorenzo, sin emitir un solo dato sobre el mítico equipo que había peloteado allí mismo hasta casi el final de los veinte.  Ella misma había llegado a memorizar casi todo lo que había para saber sobre esa calle y hubiese sido capaz de recitarlo sin dudar. Y allí estaba Serafino, cruzando con Carmelo sin siquiera un bocadillo de por medio. Esbozó una sonrisa que no llegó a formarse antes de que el frío la cambiase por una expresión de sufrimiento y le tocó el hombro al amigo de su líder.
—El Pipi Martínez es un jugador de fútbol importante en el pueblo —explicó Paula sin esperar a que Gino se diera la vuelta—. Va, era, hasta que se lo llevaron para algún equipo del interior. A mi hermano le apasiona el deporte un poco mucho —agregó con una mueca que el chico no pudo entender.
—Ya te vas a acostumbrar —comentó María con un tono grave, ubicándose a la par de su amiga, quien se empezaba a adelantar hasta la altura de Gino. — y vas a empezar a odiarlo.
Chomsky estaba al frente de la partida y los esperaba en la otra vereda. Su mirada aún escrutaba al desconocido con indecisa desconfianza – y aquella expresión tan (casi terrorífica) abstraída que se escondía tras los gruesos lentes. ¿Se acostumbraría a eso también? Desde luego, ya lo odiaba.
A unos metros, llegando al fin del cruce de una calle muerta, Serafino se dio la vuelta. Con una mirada desafiante y un brillo pícaro en los ojos, dijo, casi en un grito:
—Che, Pipi, ¿sabías que esta calle tiene el nombre de uno de los dos equipos más importantes de la historia futbolística de Franco Víctor, hasta que se fundió con Bides Gershwin para formar el Channing United por pedido de una comisión de ingleses en 1927?
Volvió la vista al frente inmediatamente, dejando a Gino nuevamente aturdido y a su hermana desternillándose de la risa y abrazándose a una María que negaba con la cabeza.

*

Carmelo golpeó la ventanita que separaba a la portera de ellos y la mujer se levantó de un salto. Abrió unos ojos saltones zanjeados por ojeras profundas y Gino no pudo evitar pensar que se parecía a un sapo – incluso tenía una papada. Balbuceó algo ininteligible, medio para sí, medio para su amigo, al tiempo que revolvía papeles en su escritorio. Serafino comentaba algo sobre los orígenes del club mientras Paula intentaba callarlo; Chomsky espiaba más allá del tablón de anuncios, donde la pared se acababa y, haciéndose a un lado de la caseta de la portera, se abría una especie de concurrido patio principal; María, por su parte, admiraba el reloj de pared sobre el tablón con ojos nerviosos; Gino apoyó su bicicleta en la pared más cercana y se acercó a su único aliado.
—Tengo a un amigo que está por acá de visita —explicaba Carmelo a la mujer, quien lo miraba con una expresión estúpida, asintiendo maquinalmente. —No se va a hacer socio por una tarde, así que quería saber cuánto le saldría la entrada por el día.
La portera no respondió al instante, quizá porque aquella no era una pregunta que estuviera habituada a responder. En efecto, todo residente de Franco Víctor era socio del club – incluso los que no frecuentaban sus instalaciones tenían al día su membresía. Cualquier visita familiar de localidades lejanas se limitaba a una secuencia compuesta por un almuerzo, una siesta, una merienda, charlas y una cena en el bar del pueblo con opción a postre y estadía nocturna en la habitación de huéspedes – entonces, adiós encuentro incómodo y molesto. Era difícil de procesar que alguien fuese a ingresar sólo por un día. De ahí la mirada perpleja que la hacía incluso más fea. Gino se mordió el labio para no reírse cuando la mujer dijo, con una ridícula voz nasal:
—¿Cómo?
—Que cuánto sale la entrada de visitante, por un día nomás —replicó su amigo, pasándose la mano por los rulos con una mueca de hastío disimulada.
—Un segundo.
La portera bajó la vista y revolvió más hojas, con una expresión aún más turbada y estúpida. Carmelo se puso de espaldas y suspiró. Se encogió de hombros cuando su mirada se cruzó con la de su amigo y éste lo imitó. Antes de que la mujer se volviera hacia ellos nuevamente, los Gimnastas ya rodeaban la caseta. La cara de sapo pareció volverse un tanto más agradable a la vista al iluminarse ante los rostros conocidos.
—¡Hola, chicos! Se les hizo un poco tarde hoy, ¿no? —abrió incluso más los ojos y, durante un momento, dio la impresión de que se le caerían de las cuencas. Se los quedó viendo unos momentos, reparando tarde en Gino, dato que la hizo volver al asunto pertinente. —Lo que me preguntaste —farfulló finalmente, dirigiéndose a Carmelo con una profunda seriedad que el forastero no había sospechado—, la entrada está a diez pesos. ¿Tenés?
—¿Tenés? —repitió a su vez Carmelo a su amigo. El muchacho registró su mochila en busca del dinero. —Si no tenés, hacemos vaquita y listo, no hay problema —comentario al cual Serafino respondió con un resoplido y un gesto burlón. María lo fulminó con la mirada.
—Tengo, tengo —respondió Gino, mientras se sostenía la mochila con las rodillas y sacaba unas monedas de la billetera.
—Con cambio y todo —comentó la portera con una sonrisa dudosa. Contó el dinero y miró con, podría decirse, profundidad al muchacho. No estaba segura de qué buscar en el semblante bien parecido, aunque paliducho y más bien asustado del joven desconocido, pero había algo en él que no la acababa de convencer. —¿Cómo te llamás, amor?
—Gino Teri.
La mujer tomó nota en un papel y luego empezó a teclear datos en su computadora.
—¿D.N.I.?
—Treintaiséis millones, ciento veinticuatro, cero cincuentaiséis.
Se lo hizo repetir tres veces hasta poder ingresarlo correctamente y, tras un cordial saludo, los seis entraron en el recinto.

**

El paso de los Gimnastas no era maquinal, sino simplemente automático. No había duda en la dirección en que se dirigían, pero tampoco se podría decir que alguno tuviera otra idea. El patio principal que había pasando el hall estaba bañado por los últimos minutos de luz solar. Era una extensión de piedra sobre la cual uno no querría caer jamás con demasiada fuerza o velocidad. Un paredón que se perdía en su altura separaba al Club del resto de Franco Víctor. Si seguía el paso derecho por cómo había ingresado, se toparía con una edificación que conformaba los baños y una enfermería. Claro que para eso habría que atravesar la cancha delimitada con líneas desteñidas – y a la miríada de jóvenes que allí luchaban por el control de una pelota. Los saludaron, sin detenerse a reparar en el desconocido que acompañaba a las figuras más habituales allí dentro, tanto que casi llegaban a confundirse con el edificio.
Al terminar el tablón de anuncios, la pared se doblaba y continuaba hacia dentro, acompañando su caminata. Gino creyó ver dentro alguna clase de cantina o bar. Aquel recinto se cerraba con unas gradas de piedra escalonadas desde donde muy poca gente podría ver un partido que se celebrase en aquel patio principal – por supuesto, tampoco había demasiada necesidad de localidades para una población tan reducida. Sobre ellas estaban depositados una serie de bolsos; no había nadie sentado.
A partir de allí, el lugar se dividía. A la izquierda, un pabellón enorme que Carmelo indicó como el gimnasio. Sobre él, los vestuarios, comunicados por un pasaje a una pileta – entonces cubierta con una carpa parecida a la de los circos. Se preguntó a quién podría ocurrírsele usarla en invierno. A su derecha se encontraba una especie de quincho: una serie de mesas, también de piedra, con sus respectivos bancos. Algunas de ellas estaban resguardadas bajo un techo de lona; dividiendo el sector en dos, se encontraban dos hileras de asadores al aire libre, y una jaula de vidrio con otra hilera de asadores y mesas dentro. El lugar estaba vacío: ni una sola mochila aparcada en soledad.  A medida que el grupo se aproximaba a la zona cubierta por la lona, Gino divisó una cancha de tenis más allá de un arenero. Cada espacio era (¿Cuántas cuadras tiene este lugar?) amplísimo.
Los Gimnastas dejaron sus bolsos en unos bancos y Carmelo guió a su amigo hacia un estacionamiento para las bicicletas.
—Son… divertidos tus amigos —comentó Gino cuando el grupo se perdió en la distancia. La situación no había sido incómoda hasta el momento, pero tampoco se sentía completamente a gusto en compañía de aquellos personajes. No lograba dilucidar si le parecían chistosos o molestos los comentarios de Serafino (No puedo decirle… ¿Finoli?), pero las actitudes del tal Chomsky eran decididamente extrañas. —Copados todos.
—Es lo que hay —replicó Carmelo tras dejar escapar una risita nerviosa. Estaba demasiado tensionado, e incluso un conocido de un día se estaba dando cuenta. No había contado con un encuentro; simplemente no había pensado en encontrarse a sus amigos ni a nadie. Su mente aún combatía la imagen del congelador, se hacía a la idea de su vaciamiento e intentaba articular futuras excusas en caso de que (Lo van a hacer,  lo sé) se las pidieran.  —Me alegro que te caigan bien.
A la izquierda de la puerta que daba entrada al gimnasio estaban los aparcamientos para las bicicletas. Aún faltaba un poco para llegar cuando el líder de los Gimnastas preguntó:
—Vamos a hacer algo al respecto, ¿no?
No podría decirse que aquello tomó por sorpresa a Gino. Él mismo le había dado vueltas al asunto en el camino al club, entre la trivia de Serafino y los breves intercambios de palabras con Paula.  Se detuvo y miró preocupado a su amigo. Tuvo la necesidad de sacudirlo otra vez, pero se contuvo.
—Me voy a ir mañana, Carmelo —lo dijo pausado y con la gravedad del pesar. Había un debate interior en cada palabra al luchar contra una decisión más profunda y absoluta. —El lunes vuelvo a mi ciudad. Yo vengo solamente por el fin de semana —el ruido de las ruedas girando sobre su eje, conducidas por su amigo, se detuvo de repente al tiempo que se volvía con violencia y hacía su expresión burlona. La descubrió mezclada con asco. —No depende de mí, me tengo que volver. Vuelvo el sábado a la mañana de nuevo.
—¿Te pensás que esto es algo que se deja así colgado nada más? —soltó en un grito contenido. —Apretás pausa, vas al baño y lo seguís. Capaz que en tu mundo las cosas se manejen así, pero acá los tantos cambian. No sé si sos consciente, pero tenemos un asunto serio y…
—¿Qué querés que diga? —subía el volumen y la inclinación de su cabeza en un gesto amenazador. Se estaba poniendo nervioso de verdad. —¿Qué excusa doy para quedarme acá el resto de la semana? Vos bien dijiste, este es un asunto que requiere tiempo. Y tiempo no tengo.
—Bajá la voz y seguí caminando —lo interpeló Carmelo al tiempo que echaba una mirada nerviosa a las mesas.
—¿Qué? ¿Tenés miedo de que tus amigos se preocupen, de que hagan preguntas? Lo van a hacer y un ataque de limpieza de tu vieja no te va a zafar esa vez. Nos vamos a ocupar, pero a su debido tiempo —hizo una pausa para agacharse e introducir correctamente la rueda en el estacionamiento. Las manos le temblaban y lo consiguió sólo al tercer intento. Acto seguido, se incorporó y le clavó unos ojos acusadores a su amigo. Se dio una pulseada de miradas en la cual, al cabo de casi un minuto, Carmelo finalmente cedió. —Tampoco tenemos idea de qué hacer. Sino, ya lo habríamos hecho. La única pista de quién o qué puede haber dejado eso ahí, o porqué estaba ese mismo… hongo en el jardín de mi tía es una gorra rota. ¿Qué hay para hacer? ¿Para qué me voy a quedar?
—Eso, ¿para qué nos vamos a arriesgar? —acusó Carmelo. Había decepción en su rostro, y la expresión burlona se había borrado. —Si total a vos no te incumbe. Andá, volvé a esa ciudad de la que saliste, donde tu mayor problema es que no encontrés nada bueno para mirar a la tarde.
—Eso es injusto y estúpido. Es tanto tu problema como el mío —hizo un esfuerzo descomunal por no repetir la escena de la pelea de la estación del día anterior. Su mano se agitaba a un lado, cerrada en un puño que ansiaba el contacto con la cara de su amigo. —Esa mierda plateada está en el lugar que visito todos los fines de semana, está en la casa de mi tía, la única pariente que realmente me importa y capaz que a la única a la que yo le importo.  No quiero que nada malo le pase; y eso que vimos es un peligro en potencia, un peligro que no entendemos todavía. No sé qué podemos hacer al respecto, y vos tampoco, así que no te hagás el gallito, el hombre de honor.  Lo que deba ser, será, y se decidirá y se hará a su tiempo.
Carmelo abrió la boca para replicar, pero tuvo que cerrarla. Estaban de regreso en las mesas, y sus amigos los esperaban, impacientes. Finoli estaba acostado sobre la mesa; Paula conversaba con Chomsky; María, cruzada de piernas sobre uno de los bancos, observaba algo que Gino al principio no alcanzó a ver bien. Ya a dos mesas de distancia, creyó estar viendo una (¿cucaracha gigante?) descansando en el suelo a los pies de la muchacha; apuró el paso. La cucaracha movió unas patas esqueléticas y se retorció, cambiando de posición.  Gino respiró aliviado al comprobar que se trataba de un pekinés gordo durmiendo de costado. Su pelaje era negro y lustroso como una aceituna. Echado como estaba, su lomo ensanchado le había jugado una mala pasada a sus ojos cansados y mente atrofiada.
—Se nos pasó el tiempo y ya no hay equipo —comentó Serafino mientras se incorporaba. —Estamos como los hermanos Sánchez en el 97’ —acotó encogiéndose de hombros.
—Entonces podemos hacer algo que disfrutemos todos —terció María, levantándose y tomando su bolso. Paula asintió y la imitó. Chomsky se limitó a observar a todos en silencio al tiempo que el perro se desperezaba.
—Por mí está bien —concedió Carmelo. —¿Qué entonces?
Ninguno dijo nada y la bailarina entró en primera posición con una mueca, sin acotar idea alguna.
—¿Cinco remates? —propuso Gino con timidez al cabo de unos segundos de silencio.
La cucaracha se levantó de un salto.

domingo, 6 de mayo de 2012

Gino Teri y los Gimnastas


Cuando algo acontece en un pueblo, se vuelve instantáneamente de conocimiento público y general –  instantáneamente únicamente porque resultaría difícil cuchichear en vivo. El día que Gino Teri asistió al almuerzo en la casa de los Della Robbia, no hubo persona alguna que no se hubiera enterado del asunto. Don Luis lo comentó con gravedad cuando un transeúnte se cruzó en su ronda de mates al atardecer, emponchado hasta la médula y sin apuro. En menos de dos vueltas, ya tenía toda la información que diseminaría en su hogar cuando se quejase de aquel viejo tan desagradable. La señora Della Robbia lo insertaría como bocadillo en su conversación de fila de supermercado, el segundo lugar más concurrido en Franco Víctor, porque Doña Graciela ya chusmeaba en el Almacén de Pipo acerca de cómo sus vecinos habían arrimado dos sillas de más: para un forastero paliducho, bien parecido – mas de aspecto rufianesco –, y al chico de los Menichelli, quien al parecer estaba empezando a juntarse con la banda de Carmelo Della Robbia, sus Gimnastas. El Señor Della Robbia, por su parte, no haría mención de tal ocasión cuando se juntase con sus compañeros fleteros en una charla de café hecha con cervezas heladas en el bar del pueblo, “Ruffelle, La Linda” – sencillamente La Linda, para los habitués.
Fue  sólo cuestión de que la tarde diese paso a la noche para que, en la expectativa de la precaria noche de Franco Víctor, llegase al oído del puñado de jóvenes recluido en el sector más alejado de las mesas de La Linda. Entre gaseosas de bajas calorías, las muchachitas más seductoras hicieron mesa redonda al respecto de la comida de los tres adolescentes. Los chicos no hicieron caso del asunto en boca de todos, y en cambio se entregaron a la bebida que, si bien no estaban autorizados a tomar, nadie se las negaría. Sólo un grupo reunido en dos mesas unidas con un asiento vacante lo tomó con la seriedad y el chiste que la situación realmente ameritaba. Esta reunión de comensales era los que las doñas denominaban Los Gimnastas – nomenclatura errada, pues sólo dos de ellos realizaban, efectivamente, gimnasia alguna. El grupo estaba formado por los hermanos Halperín Donghi, Serafino y Paula, el hijo segundo de los Chomsky, y la hermana mayor de la familia Porarrolo, la adorable María. La quinta silla – y el miembro más apreciado por todos –, era la autoridad jefe de la pequeña pandilla: el hijo único de los Della Robbia. Enfrentado a su asiento vacío, con el sudor y sangre que implica ganarse el derecho de piso, aparecería el de Gerónimo Menichelli. Afortunadamente para los Gimnastas, aquella era una posibilidad aún remota.
Serafino “Finoli” Halperín Donghi era el miembro más grotesco de todos ellos, con su pelo grasiento y revuelto y sus hábitos poco higiénicos a la hora de hacer las extrañas cosas que se le ocurrían periódicamente en su enrevesada cabeza. El muchacho, un año mayor que su hermana, era un ferviente fanático del deporte – quizá el único gimnasta verdadero del grupo, si no fuera porque no se acercaba a las pistas del Club. Su campo era el fútbol, y era poseedor de lo que sus amigos llamaban vicio enciclopédico: la capacidad de soltar, en cada ocasión que así le pareciese que le permitía, trivia a diestra y siniestra. Si bien a su compinche Carmelo lo divertía, a todo el resto – particularmente a Chomsky – le parecía una molestia constante, en especial porque solía repetir el mismo dato una y otra y otra y otra vez. Se mantenía en buena forma, casi tanto como su líder, y le encantaba enseñar sus piernas musculosas. Chomsky se reía de esta afición, y lo llamaba “Tinoli Turner”.
Paula era la típica chica que pertenecería a la mesa redonda referida con anterioridad, si no hubiese sido por una irreconciliable pelea a los ocho años con la mitad de sus integrantes. Una mujer no olvida, y ella no era la excepción. Claro que a esas alturas del partido, no lograba recordar qué chico o qué otra situación las había distanciado; sólo una fina y perfectamente delimitada línea de odio le decía que no osase jamás acercárseles con fines pacíficos, una que no contradeciría. Por lo pronto, no se diferenciaba mucho de ellas; tenía una tez tostada a la cama solar que contrastaba con violencia con la palidez de su hermano, y un cabello tan lacio y perfecto que lo hacía más. Era sólo un poco más leída que sus enemigas – puesto que ella sí leía las lecturas obligatorias de la Escuela Secundaria Provincial N° 19.550. Sin embargo, era tan perspicaz e inteligente como sólo una verdadera arpía puede serlo, y no se molestaba en ocultarlo bajo una fachada de buenaza. Todos los Gimnastas eran plenamente conscientes del mal que la Pequeña Pau era capaz de hacer.
El Gordo Chomsky había perdido su nombre de pila a los seis, cuando hubo ingresado con sobrepeso a la escuela primaria. Víctima de ofensas y burlas, se había retraído tanto en sí mismo que jamás había hecho demasiado para remediar su situación, a pesar de los reiterados intentos de su madre de convencerlo para que hiciera deportes. Claro que asistía al Club, como todos ellos, pero como simple observador de sus actividades. Se había hecho amigo de ellos en la colonia de veraneo, el origen de la concepción del grupo como fugitivos y rufianes. Ninguno había participado de actividad alguna más allá de la natación. Ni bien llegaban, los cuatro – por entonces Paula aún odiaba a los amigos de su hermano – se escabullían a su lugar de reunión secreto, donde María procuraba la merienda, Carmelo los juegos, Finoli los chistes y el ya rebautizado Chomsky las historias; era su propio club privado con todo lo que ellos podían querer y necesitar.
María Porarrolo fue, hasta aquel invierno, la última alma inocente de los Gimnastas, y la más aplicada a su afición de todos ellos: la danza. Mientras Paula dedicaba sus tardes a tomar sol, la chica se desvivía en dolor y sudor entre movimiento y movimiento. A raíz de ello, lucía un bello cuerpo que acompasaba con un cabello sedoso y rubio y ojos verde esmeralda, penetrantes y profundos. Era decididamente inteligente, aunque terriblemente inculta fuera de su ballet y su música clásica. Se decía de ella que era la imagen de la mujer: frágil, hermosa, excelente bailarina e impecable cocinera. Su fuerte era la repostería, pero no era el único. Su fragilidad era sólo ilusoria; se trataba de una dama tan brava que sólo podría comparársele – con la debida justicia – a la Tía Emma. Sólo que su temperamento raras veces se dejaba entrever con facilidad pues era, efectivamente, una dama.
Era precisamente esta banda, que tras haber deliberado la noche anterior sobre la relación entre la desaparición durante el día, tarde y noche de su amigo y su almuerzo con un desconocido y el Menichelli ese, avanzaba en dirección a la heladería donde Gino permanecía aún solo. Carmelo salió de dentro del local en el momento exacto en que Finoli se disponía a preguntar quién era aquel extraño y su hermana procesaba que tal vez sería el forastero.
—¿Vos sos de acá, pi…? —Serafino se quedó con su pregunta atragantada al ver a su amigo. —¡Ya era hora de que te decidieras a aparecer, Carmelo! ¿Qué anduviste haciendo que nos dejaste plantados ayer? ¡Media hora nos tuviste esperandote en las escalinatas como tarados!
Le dio un suave golpe en el hombro a Carmelo, que se lo quedó viendo, pasmado y con la boca entreabierta. Su cerebro funcionaba como las únicas computadoras en el pueblo: lento y apurado. Sus nervios, aunque aceptados, estaban demasiado a flor de piel como para maquinar rápidamente excusa alguna.
—Cosas —respondió secamente al cabo de un momento, y le dirigió una mirada suplicante casi invisible a Gino, quien simplemente se encogió de hombros. No supo si debía sentarse nuevamente o no, de manera que optó por mantenerse de pie mientras Chomsky pasaba de escrutarlo a él al desconocido.
—¿Qué te puede tomar tanto? —terció Serafino— Ni que te tomara tanto clavarte una…
—¡Serafino! —protestó Paula, enfatizando su punto con un golpe sordo en la espalda de su hermano. En respuesta, Serafino rió e hizo ademán de devolverle el gesto, cosa que la expresión de Paula evitó.
—Estaba cansado, seguramente —concedió Paula con una sonrisa.
—¿Cansado de qué? —retrucó su hermano, ganándose otra reprimenda.
—A mi vieja le agarró otro de sus ataques de orden —replicó finalmente Carmelo al tiempo que se sentaba nuevamente, a lo que María respondió cruzándose de brazos y adoptando la primera posición de baile. Aquella era su forma de expresar desacuerdo y rencor.
—¡No nos esperaste para probarlo! —comentó la muchacha con su irónica voz de tonta, señalando con la cabeza las gotas de Crema del cielo a medio derretir y las servilletas usadas. —Ayer no nos pasamos por acá para no dejarte afuera de la degustación oficial. —Había un “como vos bien pudiste haber hecho también” implícito y ácido, pero hecho con la sutileza de una puñalada en la oscuridad.
Gino contemplaba la escena desde fuera, como si estuviese viendo una comedia de situación de las que su tía odiaba. Se sentía casi fuera de la realidad, y sin embargo, a gusto. Al menos, hasta que se percató de que el Gordo lo estaba mirando. Algo que nadie se atrevía a comentarle a aquel muchacho era que tenía toda la pinta de un psicótico que maquina un asesinato cuando ve a alguien a los ojos. Gino comprendió al instante porqué y se prometió jamás llegar a mencionarlo. Se quedó, entonces, con el comentario en la garganta, pero imposibilitado para girar la cabeza o los ojos. No es que la mirada de Chomsky fuese particularmente atrayente o atrapante, sino que, a través de sus gruesos lentes culo-de-botella, su visión cansada daba – pasada la impresión de asesino serial – cierta lástima; era diferente a la que obliga moralmente a desviar la mirada de algún discapacitado para que no se sienta insultado o discriminado – aunque esta conducta sea, en cuestión, más discriminatoria –, se trataba de una que permitía, por unos momentos, compadecerse de una forma un tanto extraña.
—Vos sos el que almorzó ayer de Carmelo —sentenció en un tono que, si bien podía parecerse al de una pregunta, era de una afirmación concreta. Los Gimnastas lo miraron y Serafino y María desdibujaron las sonrisas que hasta entonces lucían. Paula tragó saliva y miró inexpresivamente a Carmelo.
—Sí —dijo Gino, encogiéndose de hombros y pasando la mirada entre uno y otro de los amigos. Su único aliado allí, enfrentado en la mesa, se pasó la mano por los rulos, alborotándose e inflándose el pelo. Paula se cruzó de brazos y se acercó a su hermano. —Me llamo Gino.
Les extendió una mano y una sonrisa al tiempo que se incorporaba torpemente. Finoli fue el primero en avanzar, a la vista de los ojos calculadores y nerviosos de Carmelo.
—¡Mirá si le voy a dar la mano, vaya uno a saber por dónde habrá estado, y si se habrá lavado después!
El forastero no pudo contener una expresión de terror, y se hizo un silencio sepulcral por un instante. Los ojos de su amigo se salieron de sus órbitas y nadie respiró.
María intercambió una sutil mirada con Paula y ambas empezaron a reírse. Carmelo suspiró y sonrió aliviado, pasándose otra mano por la cara. Serafino soltó una risotada y se acercó a Gino para darle un abrazo de bienvenida. Sólo entonces, cuando tuvo al muchacho casi sobre él, se percató de su tamaño. El chico parecía tener una estatura normal, pero aquello era una simple asociación de tamaños con su hermana, quien hasta entonces había estado a su lado. Paula era alta, pero su contextura la hacía verse un poco gordita y baja. Al desternillarse de la risa con María, pudo notar que aquello tampoco era cierto. Tenía una figura que deseó que su hermano no cubriera. María, quien fue la siguiente en saludarlo mientras Paula le daba el golpe debido a Serafino, dejaba verse con abrigos ceñidos al cuerpo. Se movía en una forma muy diferente a cualquier otra chica que había visto jamás. Se le hizo que ejecutaba cada movimiento de su cuerpo con una delicadeza maestra y seductora. La muchacha le dirigió una mirada particular tras saludarlo con un beso en la mejilla, y dejó lugar a la última para presentarse.