La actividad física no se detenía ni por domingo ni por siesta. En el momento en que Gino
pasó de las escalinatas de piedra que nacían a mitad de cuadra – a unas tres
manzanas al oeste desde la heladería – y atravesó un hall de entrada dominado
por un tablón de anuncios enorme y una caseta con una mujer a medio dormir,
comprendió porqué la ciudad había estado desierta de adolescentes el día
anterior. El horario en que la gran masa ingresaba a las instalaciones del club
había pasado por más de una hora. El pueblo se bañaba en estupor desde las dos,
dos y media si la sobremesa se extendía demasiado. A partir de las tres, se
formaba un pequeño valle, un violento derroche de movimiento. Por lo menos cien
jóvenes acudían entre esa hora y las y media – nadie pretende hacer dejar pasar
las horas de siesta mientras no las necesite – al Club Atlético de Franco
Víctor.
La
última vez que había consultado el reloj habían sido las cinco, y aún estaban
en la cuadra de Porter.
—¿Vos
te llamás Gino como el Pipi Sánchez? —le había preguntado Serafino mientras el
muchacho intentaba internalizar y registrar la hora tras ver el reloj por
tercera vez.
Con
un interrogante desconcertante y una idea a medio procesar, no pudo más que
devolverle a aquel recién conocido una mirada perpleja. Se encogió de hombros y
replicó:
—No
sé de quién me estás hablando, pero sí, me llamo así.
El
chico se llevó las manos a la boca, llegando a taparse la mitad de la cara –
sólo sus ojos, grises y penetrantes, quedaron descubiertos, acusadores y ofendidos.
Murmuró una serie de “no”s al tiempo que avanzaba para ponerse a la par de
Carmelo. Gino volvió a sentir esa mezcla de miedo y vergüenza como sudor frío
recorriéndole la espalda – igual que ante el particular saludo de bienvenida
que le había dado. Se preguntó si toda aquella banda resultaría un incordio,
como su líder. Su amigo había resultado tener una persona dentro de las
apariencias de yo-macho que había
dado en un principio y repetía ahora frente a sus amigotes en la forma de
chistes subidos de tono y actitudes brutos. Dirigió una cuarta mirada al
contador digital y pensó con fuerza: cinco.
Volvió la vista a la melena enrulada de Carmelo y al alboroto que lucía
Serafino en su cabeza. Decidió que este último no tenía alma.
Unos
pasos por detrás de Gino, Paula no podía evitar compadecerse de aquel
forastero. Sin embargo, en cierta forma se sentía orgullosa de su hermano. Se
estaba moderando bastante para no asustarlo – incluso se estaba pasando su
calle favorita, San Lorenzo, sin emitir un solo dato sobre el mítico equipo que
había peloteado allí mismo hasta casi el final de los veinte. Ella misma había llegado a memorizar casi
todo lo que había para saber sobre esa calle y hubiese sido capaz de recitarlo
sin dudar. Y allí estaba Serafino, cruzando con Carmelo sin siquiera un
bocadillo de por medio. Esbozó una sonrisa que no llegó a formarse antes de que
el frío la cambiase por una expresión de sufrimiento y le tocó el hombro al
amigo de su líder.
—El
Pipi Martínez es un jugador de fútbol importante en el pueblo —explicó Paula
sin esperar a que Gino se diera la vuelta—. Va, era, hasta que se lo llevaron
para algún equipo del interior. A mi hermano le apasiona el deporte un poco
mucho —agregó con una mueca que el chico no pudo entender.
—Ya
te vas a acostumbrar —comentó María con un tono grave, ubicándose a la par de
su amiga, quien se empezaba a adelantar hasta la altura de Gino. — y vas a
empezar a odiarlo.
Chomsky
estaba al frente de la partida y los esperaba en la otra vereda. Su mirada aún
escrutaba al desconocido con indecisa desconfianza – y aquella expresión tan (casi terrorífica) abstraída que se
escondía tras los gruesos lentes. ¿Se acostumbraría a eso también? Desde luego,
ya lo odiaba.
A
unos metros, llegando al fin del cruce de una calle muerta, Serafino se dio la
vuelta. Con una mirada desafiante y un brillo pícaro en los ojos, dijo, casi en
un grito:
—Che,
Pipi, ¿sabías que esta calle tiene el nombre de uno de los dos equipos más
importantes de la historia futbolística de Franco Víctor, hasta que se fundió
con Bides Gershwin para formar el Channing United por pedido de una comisión de
ingleses en 1927?
Volvió
la vista al frente inmediatamente, dejando a Gino nuevamente aturdido y a su
hermana desternillándose de la risa y abrazándose a una María que negaba con la
cabeza.
*
Carmelo
golpeó la ventanita que separaba a la portera de ellos y la mujer se levantó de
un salto. Abrió unos ojos saltones zanjeados por ojeras profundas y Gino no
pudo evitar pensar que se parecía a un sapo – incluso tenía una papada.
Balbuceó algo ininteligible, medio para sí, medio para su amigo, al tiempo que
revolvía papeles en su escritorio. Serafino comentaba algo sobre los orígenes
del club mientras Paula intentaba callarlo; Chomsky espiaba más allá del tablón
de anuncios, donde la pared se acababa y, haciéndose a un lado de la caseta de
la portera, se abría una especie de concurrido patio principal; María, por su
parte, admiraba el reloj de pared sobre el tablón con ojos nerviosos; Gino apoyó
su bicicleta en la pared más cercana y se acercó a su único aliado.
—Tengo
a un amigo que está por acá de visita —explicaba Carmelo a la mujer, quien lo
miraba con una expresión estúpida, asintiendo maquinalmente. —No se va a hacer
socio por una tarde, así que quería saber cuánto le saldría la entrada por el
día.
La
portera no respondió al instante, quizá porque aquella no era una pregunta que
estuviera habituada a responder. En efecto, todo residente de Franco Víctor era
socio del club – incluso los que no frecuentaban sus instalaciones tenían al
día su membresía. Cualquier visita familiar de localidades lejanas se limitaba
a una secuencia compuesta por un almuerzo, una siesta, una merienda, charlas y
una cena en el bar del pueblo con opción a postre y estadía nocturna en la habitación
de huéspedes – entonces, adiós encuentro incómodo y molesto. Era difícil de
procesar que alguien fuese a ingresar sólo por un día. De ahí la mirada perpleja que la hacía incluso más fea.
Gino se mordió el labio para no reírse cuando la mujer dijo, con una ridícula voz
nasal:
—¿Cómo?
—Que
cuánto sale la entrada de visitante, por un día nomás —replicó su amigo,
pasándose la mano por los rulos con una mueca de hastío disimulada.
—Un
segundo.
La
portera bajó la vista y revolvió más hojas, con una expresión aún más turbada y
estúpida. Carmelo se puso de espaldas y suspiró. Se encogió de hombros cuando
su mirada se cruzó con la de su amigo y éste lo imitó. Antes de que la mujer se
volviera hacia ellos nuevamente, los Gimnastas ya rodeaban la caseta. La cara
de sapo pareció volverse un tanto más agradable a la vista al iluminarse ante
los rostros conocidos.
—¡Hola,
chicos! Se les hizo un poco tarde hoy, ¿no? —abrió incluso más los ojos y, durante
un momento, dio la impresión de que se le caerían de las cuencas. Se los quedó
viendo unos momentos, reparando tarde en Gino, dato que la hizo volver al
asunto pertinente. —Lo que me preguntaste —farfulló finalmente, dirigiéndose a
Carmelo con una profunda seriedad que el forastero no había sospechado—, la
entrada está a diez pesos. ¿Tenés?
—¿Tenés?
—repitió a su vez Carmelo a su amigo. El muchacho registró su mochila en busca
del dinero. —Si no tenés, hacemos vaquita y listo, no hay problema —comentario
al cual Serafino respondió con un resoplido y un gesto burlón. María lo fulminó
con la mirada.
—Tengo,
tengo —respondió Gino, mientras se sostenía la mochila con las rodillas y
sacaba unas monedas de la billetera.
—Con
cambio y todo —comentó la portera con una sonrisa dudosa. Contó el dinero y
miró con, podría decirse, profundidad
al muchacho. No estaba segura de qué buscar en el semblante bien parecido, aunque
paliducho y más bien asustado del joven desconocido, pero había algo en él que
no la acababa de convencer. —¿Cómo te llamás, amor?
—Gino
Teri.
La
mujer tomó nota en un papel y luego empezó a teclear datos en su computadora.
—¿D.N.I.?
—Treintaiséis
millones, ciento veinticuatro, cero cincuentaiséis.
Se
lo hizo repetir tres veces hasta poder ingresarlo correctamente y, tras un
cordial saludo, los seis entraron en el recinto.
**
El
paso de los Gimnastas no era maquinal, sino simplemente automático. No había
duda en la dirección en que se dirigían, pero tampoco se podría decir que
alguno tuviera otra idea. El patio principal que había pasando el hall estaba
bañado por los últimos minutos de luz solar. Era una extensión de piedra sobre
la cual uno no querría caer jamás con demasiada fuerza o velocidad. Un paredón
que se perdía en su altura separaba al Club del resto de Franco Víctor. Si
seguía el paso derecho por cómo había ingresado, se toparía con una edificación
que conformaba los baños y una enfermería. Claro que para eso habría que
atravesar la cancha delimitada con líneas desteñidas – y a la miríada de
jóvenes que allí luchaban por el control de una pelota. Los saludaron, sin
detenerse a reparar en el desconocido que acompañaba a las figuras más
habituales allí dentro, tanto que casi llegaban a confundirse con el edificio.
Al
terminar el tablón de anuncios, la pared se doblaba y continuaba hacia dentro,
acompañando su caminata. Gino creyó ver dentro alguna clase de cantina o bar.
Aquel recinto se cerraba con unas gradas de piedra escalonadas desde donde muy
poca gente podría ver un partido que se celebrase en aquel patio principal – por
supuesto, tampoco había demasiada necesidad de localidades para una población
tan reducida. Sobre ellas estaban depositados una serie de bolsos; no había
nadie sentado.
A
partir de allí, el lugar se dividía. A la izquierda, un pabellón enorme que
Carmelo indicó como el gimnasio. Sobre él, los vestuarios, comunicados por un
pasaje a una pileta – entonces cubierta con una carpa parecida a la de los
circos. Se preguntó a quién podría ocurrírsele usarla en invierno. A su derecha
se encontraba una especie de quincho: una serie de mesas, también de piedra,
con sus respectivos bancos. Algunas de ellas estaban resguardadas bajo un techo
de lona; dividiendo el sector en dos, se encontraban dos hileras de asadores al
aire libre, y una jaula de vidrio con otra hilera de asadores y mesas dentro. El
lugar estaba vacío: ni una sola mochila aparcada en soledad. A medida que el grupo se aproximaba a la zona
cubierta por la lona, Gino divisó una cancha de tenis más allá de un arenero.
Cada espacio era (¿Cuántas cuadras tiene
este lugar?) amplísimo.
Los
Gimnastas dejaron sus bolsos en unos bancos y Carmelo guió a su amigo hacia un
estacionamiento para las bicicletas.
—Son…
divertidos tus amigos —comentó Gino
cuando el grupo se perdió en la distancia. La situación no había sido incómoda
hasta el momento, pero tampoco se sentía completamente a gusto en compañía de
aquellos personajes. No lograba dilucidar si le parecían chistosos o molestos
los comentarios de Serafino (No puedo
decirle… ¿Finoli?), pero las actitudes del tal Chomsky eran decididamente
extrañas. —Copados todos.
—Es
lo que hay —replicó Carmelo tras dejar escapar una risita nerviosa. Estaba
demasiado tensionado, e incluso un conocido de un día se estaba dando cuenta. No
había contado con un encuentro; simplemente no había pensado en encontrarse a
sus amigos ni a nadie. Su mente aún combatía la imagen del congelador, se hacía
a la idea de su vaciamiento e intentaba articular futuras excusas en caso de
que (Lo van a hacer, lo sé) se las pidieran. —Me alegro que te caigan bien.
A
la izquierda de la puerta que daba entrada al gimnasio estaban los
aparcamientos para las bicicletas. Aún faltaba un poco para llegar cuando el
líder de los Gimnastas preguntó:
—Vamos
a hacer algo al respecto, ¿no?
No
podría decirse que aquello tomó por sorpresa a Gino. Él mismo le había dado
vueltas al asunto en el camino al club, entre la trivia de Serafino y los
breves intercambios de palabras con Paula. Se detuvo y miró preocupado a su amigo. Tuvo
la necesidad de sacudirlo otra vez, pero se contuvo.
—Me
voy a ir mañana, Carmelo —lo dijo pausado y con la gravedad del pesar. Había un
debate interior en cada palabra al luchar contra una decisión más profunda y
absoluta. —El lunes vuelvo a mi ciudad. Yo vengo solamente por el fin de semana
—el ruido de las ruedas girando sobre su eje, conducidas por su amigo, se
detuvo de repente al tiempo que se volvía con violencia y hacía su expresión
burlona. La descubrió mezclada con asco. —No depende de mí, me tengo que
volver. Vuelvo el sábado a la mañana de nuevo.
—¿Te
pensás que esto es algo que se deja así colgado nada más? —soltó en un grito
contenido. —Apretás pausa, vas al baño y lo seguís. Capaz que en tu mundo las
cosas se manejen así, pero acá los tantos cambian. No sé si sos consciente,
pero tenemos un asunto serio y…
—¿Qué
querés que diga? —subía el volumen y la inclinación de su cabeza en un gesto
amenazador. Se estaba poniendo nervioso de verdad. —¿Qué excusa doy para
quedarme acá el resto de la semana? Vos bien dijiste, este es un asunto que
requiere tiempo. Y tiempo no tengo.
—Bajá
la voz y seguí caminando —lo interpeló Carmelo al tiempo que echaba una mirada
nerviosa a las mesas.
—¿Qué?
¿Tenés miedo de que tus amigos se preocupen, de que hagan preguntas? Lo van a
hacer y un ataque de limpieza de tu vieja no te va a zafar esa vez. Nos vamos a
ocupar, pero a su debido tiempo —hizo una pausa para agacharse e introducir
correctamente la rueda en el estacionamiento. Las manos le temblaban y lo
consiguió sólo al tercer intento. Acto seguido, se incorporó y le clavó unos
ojos acusadores a su amigo. Se dio una pulseada de miradas en la cual, al cabo
de casi un minuto, Carmelo finalmente cedió. —Tampoco tenemos idea de qué
hacer. Sino, ya lo habríamos hecho. La única pista de quién o qué puede haber
dejado eso ahí, o porqué estaba ese mismo… hongo
en el jardín de mi tía es una gorra rota. ¿Qué hay para hacer? ¿Para qué me voy
a quedar?
—Eso,
¿para qué nos vamos a arriesgar? —acusó Carmelo. Había decepción en su rostro,
y la expresión burlona se había borrado. —Si total a vos no te incumbe. Andá,
volvé a esa ciudad de la que saliste, donde tu mayor problema es que no encontrés
nada bueno para mirar a la tarde.
—Eso
es injusto y estúpido. Es tanto tu problema como el mío —hizo un esfuerzo
descomunal por no repetir la escena de la pelea de la estación del día
anterior. Su mano se agitaba a un lado, cerrada en un puño que ansiaba el
contacto con la cara de su amigo. —Esa mierda plateada está en el lugar que
visito todos los fines de semana, está en la casa de mi tía, la única pariente
que realmente me importa y capaz que a la única a la que yo le importo. No quiero que nada malo le pase; y eso que
vimos es un peligro en potencia, un peligro que no entendemos todavía. No sé
qué podemos hacer al respecto, y vos tampoco, así que no te hagás el gallito,
el hombre de honor. Lo que deba ser,
será, y se decidirá y se hará a su tiempo.
Carmelo
abrió la boca para replicar, pero tuvo que cerrarla. Estaban de regreso en las
mesas, y sus amigos los esperaban, impacientes. Finoli estaba acostado sobre la
mesa; Paula conversaba con Chomsky; María, cruzada de piernas sobre uno de los
bancos, observaba algo que Gino al principio no alcanzó a ver bien. Ya a dos
mesas de distancia, creyó estar viendo una (¿cucaracha
gigante?) descansando en el suelo a los pies de la muchacha; apuró el paso.
La cucaracha movió unas patas esqueléticas y se retorció, cambiando de
posición. Gino respiró aliviado al
comprobar que se trataba de un pekinés gordo durmiendo de costado. Su pelaje
era negro y lustroso como una aceituna. Echado como estaba, su lomo ensanchado
le había jugado una mala pasada a sus ojos cansados y mente atrofiada.
—Se
nos pasó el tiempo y ya no hay equipo —comentó Serafino mientras se incorporaba.
—Estamos como los hermanos Sánchez en el 97’ —acotó encogiéndose de hombros.
—Entonces
podemos hacer algo que disfrutemos todos
—terció María, levantándose y tomando su bolso. Paula asintió y la imitó.
Chomsky se limitó a observar a todos en silencio al tiempo que el perro se
desperezaba.
—Por
mí está bien —concedió Carmelo. —¿Qué entonces?
Ninguno
dijo nada y la bailarina entró en primera posición con una mueca, sin acotar
idea alguna.
—¿Cinco
remates? —propuso Gino con timidez al cabo de unos segundos de silencio.
La
cucaracha se levantó de un salto.