lunes, 26 de marzo de 2012

Matiné: The Road Less Traveled

—“Nay más que subir una pared, saltar por una ventana, y se tiene todo lo que se quiere.” —había dicho Valentina cuando su amigo se hubo unido a ella al otro lado de la cerca.
—“Se salta la tapia y se burla uno del gobierno.” —había replicado Gino con gravedad.
Maleza indómita se extendía a sus anchas (en todas direcciones) y se perdía en un horizonte que los acechaba bajo un mar verde y ocre; la aventura palpitaba en ellos y los impulsaba a seguir por el camino que, al crecer, algunas plantas habían despejado con distraída gentileza. Avanzaban en una pequeña fila india, intercambiando sólo el sonido de su respiración. Nubes de vapor les golpeaban la cara a medida que se adentraban en aquella selva enana. Si bien esperaban que la humedad en el ambiente los escudara del crudo frío de la mañana, el impacto del aire helado parecía vivamente intensificado en sus rostros y manos desnudas.
—Nunca terminaste de explicarme cómo llegaste a formar parte de esa expedición de documental —comentó finalmente Gino al percatarse del logotipo de Animal World bordado en la espalda de la cazadora de su amiga.
—¿Eso? Creo que ya te lo había contado, ¿no? —más que oírsela, se la sentía distante. Su voz se perdía en la brisa fresca y no alcanzaba a formar más que un murmullo casi ininteligible, pero tampoco daba la impresión de que su intención fuera ser oída. Gino aguzó el oído para escuchar su explicación: —Tu tía me habló sobre todo el asunto del canal que le quería hacer unas entrevistas y me pidió de hacer de intérprete. No caza una  de inglés la pobre. Ellos me llamaban y me contaban sobre sus propuestas, objetivos, proyectos, todas esas cosas que pretendían hacer, y yo tomaba nota y se las comunicaba a Emma, que me daba su contraoferta. No creo que haya aceptado ninguno de los términos exactos que le presenté. Entonces yo llamaba y explicaba las nuevas condiciones. Tu tía me pagaba los honorarios con cenas de trabajo. Hacia el fin de las negociaciones me ofrecieron el trabajo de intérprete por todo el tiempo que durase la filmación, y eso es todo. Ayer tuve que levantarme temprano para recibirlos, y bien que lo hice, sino tu tía los hubiera asesinado a todos —se detuvo. Habían llegado a una bifurcación en el camino; lo notaron porque la delgada línea de tierra que habían tomado de carril se transformaba en una “Y” donde estaban. A su izquierda, alcanzaba a verse con mayor claridad, el camino se ensanchaba un poco. A la derecha parecía incluso más angosto, como si la vegetación estuviera decidida a cerrar aquel camino. Gino giró, vacilante, hacia la izquierda; Valentina dio un paso a la derecha con resolución. —Lo primero que hicieron fue darme un buzo y esta campera —prosiguió mientras despejaba dos ramas que bloqueaban la entrada al camino (¿menos transitado? ¿Por quién? ¿O qué?)— y, básicamente, empujarme a la puerta de Emma para evitar una catástrofe. Toda la mañana se pasó muy rápido, pero también muy lenta, como en ese tiempo que uno en retrospectiva ve hueco. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo llegue a manejar esa cámara? ¿Yo ayudé con el cableado? ¿En qué momento me di cuenta de que era una pasante para un canal de documental e investigación internacional? ¿Me di cuenta?
Se hizo silencio una vez más, y sólo sendas respiraciones y el quejido de las ramas al ser apartadas pudieron oírse; los pájaros, donde quiera que estuvieran, estaban muy cómodos y calentitos como para salir a cantarle a tan crudo día. El rumor del trigo al agitarse se oía a la distancia como las olas en el mar desde la playa. Los pies de la muchacha dudaban al avanzar y sin embargo no parecían reparar en los desniveles del suelo.
—Me parece que sí. Me parece que no me había dado cuenta de que estaba trabajando en Animal World hasta que me tumbaste el equipo.
Hojas de desmesurados tamaños susurraban a su lado, incomodando aún más a Gino. No tenía qué responder a aquello, y hasta cierto punto se sentía agradecido—hasta aquel punto incomprensible que lo había hecho mirarla al dar la voltereta para llegar al otro lado de la cerca. Se mantuvo callado, excepto por un suspiro por lo bajo.
—Me había olvidado de que tenía esta campera hasta esta mañana, como también me había olvidado de que existía este camino. ¿Te das cuenta? Durante seis años, nunca, nunca se me pasó por la cabeza abrir esa puerta que da a la parte de atrás del garage de los tractores. Jamás de los jamases tuve la necesidad de saltar la cerca que separa la propiedad de tu tía de estas pasturas de nadie. Es como si algo en mí se hubiera dormido.  Y además, por una razón no nos vemos las caras desde hace seis años. Yo nunca dejo este lugar si no es para ir a la escuela. Eso pasa en días de semana y vos estás acá sábado y domingo nada más.
El avance era lento y pesado; Gino deseó estar al frente para apurarlo. El sol brillaba sobre sus cabezas, olvidado él y abandonados ellos. Si la primera parte del camino había resultado espesa, aquella parecía casi invasiva, dejando un espacio mínimo para pasar. Algunas espinas arañaban inofensivamente su ropa, más en consejo que en advertencia—como un niño suele suplicar a oídos sordos que ya no quiere seguir. Pero ellos sí querían. Gino se dijo que, si no iba a poder encontrar una réplica decente, por lo menos quería acompañar sus pasos hasta llegar al fin de su ruta desconocida.
—¿Vos te acordabas de mí hasta ayer? Yo ni me acuerdo porqué dejamos de vernos.
Cuando se respondió ella misma, su amigo se percató de que no era partícipe de una conversación de una sola persona sino el espectador de un monólogo externo. Se sintió aliviado y perplejo a la vez, pero por sobre todo agradecido de que no pudieran verse las caras en la disposición en que estaban.
—Algo debe haber pasado, algo que no me acuerdo. Seguro vos tampoco te acordás. Vaya uno a saber qué nos estaba pasando hace seis años. ¿La pubertad? A los diez no creo. Algo más que me gustaría saber. A todo esto, no viniste a casa anoche. Mamá te había preparado un plato a vos también. Creo que Muaka lo atacó a la madrugada.
El monólogo claramente había terminado. Gino iba a replicar, pero ella lo detuvo.
—No importa. Cenás en casa esta noche. Sin falta, sin excusas. Podés traer a tu tía, que no me acuerdo la última vez que se pasó sin que sea para reclamarle algo a mi vieja o a mí. Me podés ayudar con un asadito, si te parece.
La sangre se bombeó como subida a un tren bala. Valentina se había dado la vuelta, sus alborotados cabellos castaños acompañando el movimiento de su cabeza, y allí lo miraba, con esa dulce sonrisa que, de alguna manera, le había tomado tiempo reconocer el día anterior. Volvió a perderse en el mar grisáceo y tuvo que desviar la mirada (del punto). Perdió la vista en los cultivos indescifrables que los rodeaban, en aquel mar de verde que de a partes se teñía de dorado. Y negro. Negro moteado. Su rostro se desfiguró como sólo puede resultar en una pesadilla; los ojos vibrantes en un terror que no encuentra su razón, pero arde con certeza y congela y tensa los músculos hasta la parálisis. No sabía qué era lo que estaba viendo ni lo comprendía, pero era algo que le devolvía la mirada con ojos desorbitados, saltones e inyectados en sangre, como huevos resquebrajados—como si algo dentro de ellos estuviese brillando para salir. Iris se confundía con pupila en un negro profundo y abismal como la noche. Estaba cayendo en ese abismo y sus piernas flaqueaban sin que se diera cuenta. Quizá, si el contacto no se hubiera perdido tan rápido, se hubiera dejado caer al suelo y, como suele pasar en un mal sueño, habría despertado con un grito ahogado al final de la garganta. Pero no fue tan misericordioso. Antes de que Valentina lo tomara de los hombros, pudo notar que aquello era una cabeza cuyo cuello se perdía entre hojas, ramas, frutos y espinas. Alguna insuficiencia en los pigmentos de la piel le había dejado manchas en la tez que debía ser oscura, llegando a tener el color de las vainillas con las que merendaba. Si bien parecían como pequeñas implosiones amarillentas (blancuzcas) salpicadas al azar en la piel de aquel ser, creyó esbozar alguna clase de patrón. Era una visión que robaba la consciencia y, si observada con mayor detenimiento, quizá también la razón. Su amiga lo sacudió de vuelta en sí y cuando quiso voltearse para ver si aquello seguía allí, no encontró más que la brisa suave y casi inmóvil que los había rodeado toda la mañana.
—Como quieras. Salgamos de acá lo antes posible.
—¿Qué te pasó? ¿Qué viste?
—Nada, no fue nada.
Gino la hizo a un lado y se puso al frente, pese a los quejidos de la maleza. La muchacha lo tomó con firmeza del brazo y lo detuvo.
—Eso no fue nada. Yo te vi la cara, y dudo mucho que pueda dormir esta noche después de ver eso.
—Ni que fuera tan feo, Vale.
La chica dejó escapar una risita nerviosa, pero aún así no aflojó su presa en lo más mínimo.
—No te me hagás el gracioso. ¿Qué viste?
Su amigo dejó escapar un suspiro de impaciencia y la miró con seriedad, gravedad y miedo marcados a fuego en los ojos. Su boca dejó escapar un pensamiento que no acababa de procesar y que, de alguna manera, le resultaba familiar. Su labio inferior tembló y tuvo que tragar saliva dos veces antes de que su voz se mantuviese lo suficientemente firme como para que Valentina pudiera entenderlo.
—Algo que hizo que alguien pusiera esa valla hace Dios sabe cuántos kilómetros. Algo que ya habíamos visto —inspiró para contener un mareo— hace seis años.
Valentina no tragó saliva en un gesto dramático, su expresión tampoco se alteró. Sus piernas no volvieron sobre sus pasos por el camino que habían abierto. Simplemente dejó de pensar. Con los ojos impasibles, brillantes y lacrimosos, avanzó maquinalmente hacia los brazos de Gino, arrepintiéndose como nunca se había arrepentido de nada, asustada como estaba feliz y aterrada de no poder recordar. Él la abrazó y ella se apretujó contra él, desviviendo y desnudando todo su ser en palabras que no alcanzaron a atravesar el nudo que se había conformado como una barricada en su garganta. No hubo necesidad de hablar, sólo de sentir el tibio contacto de las lágrimas de uno en el cuello del otro.

lunes, 19 de marzo de 2012

Matiné: The Road Not Taken

Gino untaba maquinalmente su tostada con los ojos casi cerrados. Eran las siete y hacía cinco minutos que había decidido que no iba a poder volver a dormirse. No había sido debido a la lauchita muerta que había encontrado en un rincón de su habitación después del número musical que él y su tía habían montado; aquello había sido un poco tétrico, pero nada fuera de lo común—después de todo, había visto ratas ahogarse cuando la pileta no se usaba por varios meses y el agua se estancaba (podrida). En cierto punto de la noche se le ocurrió que a loqueseaquefuera que había visto tanto en el invernadero como en la estación podían crecerle piernas; luego tuvo la repentina idea de que los monstruos en los placares bien podrían ser hongos mutantes que se escapaban de sus macetas. Rió un poco ante sus pensamientos y cambió de posición.
Mirando al techo como estuvo entonces, pudo ver una mancha de humedad con la forma de alguna clase de monstruo escamado. Era la cabeza de un reptil deforme (o de un humano gravemente quemado) cuyo cuello se perdía en el panel siguiente, como si saliera desde dentro del espacio entre el cielo raso y el techo a dos aguas más arriba. Lo vigiló hasta que se le cansaron los ojos y se vio obligado a cerrarlos, alcanzando a dormirse unas dos horas después de haberlo descubierto—alrededor de las cuatro o cinco de la mañana.
En el fugaz espacio de sueño, tanto del que descansa mal como el que disfruta una buena estancia inconsciente en su cama, el tiempo se dobla sobre sí y lo que bien pueden ser seis horas se hacen tres—que se sienten como hora y media y nos representan menos de cuarenta y cinco minutos. Gino sintió haber dormido poco más de u{-n segundo cuando un portazo lo despertó. Al instante supo que eran las cinco y media—y que su tía había salido a su paseo matutino. En su estupor, la pregunta de si la mujer había regado su jardín privado antes de irse se nubló y no fue más que un pensamiento perdido, no leído. Pronto su mente completa volvió a entumecerse y podría decirse que durmió hasta las seis y media, cuando se levantó con un grito ahogado de una pesadilla que consideró sensato no intentar recordar. Se tapó entero (las piernas afuera no afuera no tampoco) con las sábanas y apretó los párpados con firmeza durante casi media hora.
Un exprimido de naranja más tarde, se preguntó a dónde se dirigía la Tía a esas horas de la mañana. Era algo que nunca antes se le había cruzado por la cabeza, que jamás le había importado de verdad—como tampoco le había interesado el lugar de impresión de los volúmenes de Los Miserables. Ahora veía tan clara la pregunta como la respuesta: Franco Víctor. ¿Dónde sino? La estación destelló por un momento en su mente, pero la descartó al instante para volver al lugar que ocupaba su mente. ¿Qué podía haber en el pueblito para que le hubiese ocultado su existencia durante tantos años?
Acabó de meditar con una taza de leche chocolatada helada y dos tostadas con manteca, cerca de las ocho. Tenía que preguntarle. Decidió que, inevitablemente, tenía que tratar el tema. Bien podía hacerlo actuando como quien no quiere la cosa, se dijo mientras untaba la segunda tostada—después de todo, no sería extraño que quisiera saber sobre un lugar del que en su vida había oído hablar y había descubierto repentinamente.  Poco antes del último sorbo de chocolatada, se le ocurrió preguntarle a su padre si sabía algo sobre Franco Víctor, pero aquello acabaría en explicaciones que no tenía ganas de dar. Se contentó con desayunar en paz.
Había encendido el televisor tan pronto había entrado a la cocina. Sin embargo, aquel aparato sólo cumplía un rol decorativo. Si tenía cable era porque la Tía se había colgado de los Pérez hacía años, cuando él aún necesitaba mirar los dibujitos. Se percató realmente de que estaba encendido cuando, entre tandas publicitarias, se anunció que a las diez darían la ópera La Bohème, de Puccini. Tras decidir que la vería—siempre había tenido la curiosidad de escuchar una ópera completa—, golpearon la puerta.
Para entonces ya podía abrir los ojos con normalidad, pero su vista aún estaba demasiado frágil como para afrontar la brillante luz de la mañana. Tuvo que cubrirse los ojos cuando pasó al vestíbulo y se vio obligado a parpadear ante la fresca visión de Valentina al otro lado de la puerta y el mosquitero. La muchacha tenía dos joggings y un par de calentadores; lo que sea que tuviera de la cintura hacia arriba estaba cubierto por una cazadora de cuero—y en un alejado rincón de su mente, con una voz que se le hizo familiar, se preguntó si hacía falta algo debajo. Se sacudió el pensamiento (perverso) con la cabeza y se apresuró a abrir. Sólo cuando el invierno se precipitó dentro se percató de que sólo tenía encima una remera vieja de mangas largas y un jogging agujereado—y cómo sintió los agujeros, atacados por el aire helado. La muchacha sonrió y entró.
—¿Estás preparado? —preguntó mientras se metía las manos en los bolsillos de la cazadora.
—¿Para qué? —inquirió a su vez Gino, perplejo.
Valentina ladeó la cabeza y extendió aún más su sonrisa.
—Para nuestro matiné, tontito —rió finalmente.
El chico se la quedó mirando por un momento, arqueando inconscientemente la ceja. Podría decirse que estaba mirando a la muchacha, pero sería más acertado decir que estaba buscando a una niña. Cuando la encontró, su mente hizo un clic. Perdido en el lago de iris gris de Vale, se halló con nueve años de edad y comprendió.
—El paseo —concluyó Gino y su amiga asintió.
—Así que ponete algo más decente y calentito mientras yo le saqueo la heladera a tu tía.
Ambos sonrieron y se encaminaron a la cocina.


Cuando la caminata hubo concluido y se encontró a la mesa para el almuerzo, se sorprendió de que el frío y el largo trecho que habían recorrido no le hubiera recordado al día anterior. Claro que una vez salió de su recámara, emponchado bajo una remera de lana, un suéter grueso, campera, bufanda y otro jogging sobre el que ya tenía, lo último en que pensaba eran las peripecias del día anterior. Lo agradeció.
A las ocho y media ya habían perdido de vista el molino y cualquier otra edificación en la propiedad. Tras el conglomerado de galpones se abría un angosto camino de tierra, invadido por la maleza y apenas marcado por ruedas o pisadas. Él no había puesto un pie en aquella roída carretera en casi seis años y algo le dijo que muy dudosamente ella se habría aventurado tampoco en ese tiempo. Habían hecho un acuerdo tácito al salir por la puerta, cada uno con una botella de agua en mano: el recorrido. Sus pies siguieron el rastro de los tractores guardados y siguieron más allá.
Al principio, el avance fue lento y trabajoso, teniendo que apartar ramas u hojas que se les abalanzaban, por lo que la primera parte del trayecto se dio en un relativo silencio cortado a intervalos de palabras y frases cortas.
—Pensaba ver La Bohème antes de que te me aparecieras en la puerta —comentó Gino cuando el avance se hizo más maquinal.
—Perdiste un poco de tu espíritu de aventura, me parece —rió su amiga mientras se apartaba una rama de la cara. —¿Qué pasó con el chico que se entretenía con ramas y peleaba conmigo como si fuésemos caballeros medievales? Está bien que Emma nos crió cultos e hizo de nosotros unos literatos que recitan las líneas de Víctor Hugo como si fuesen la voluntad del Señor, pero jamás, jamás, nos sentamos a escuchar gente gritar.
—Ese chico creció —replicó en un tono amargo. —Aunque era sólo curiosidad. ¿Alguna vez escuchaste una ópera? —Valentina negó con la cabeza, medio abstraída en quitarse hojas de la maraña que tenía en la cabeza y atajarse de las que vinieran al frente. —Yo tampoco. A veces pica la curiosidad y hay que rascarla. Pero por más que uno se siente a crecer, hay cosas que no se dejan olvidadas —Gino, que había estado tanteando las ramas que quitaba del medio, finalmente encontró una suficientemente seca y firme. Sonrió y la arrancó cuidadosa y silenciosamente. —Afortunadamente, el espíritu de aventura no es de esas —alzó la rama y arremetió contra el hombro de la cazadora.
Valentina no gritó: chilló. Menos de un instante más tarde, la chica tenía otra rama en su mano y así comenzó una lucha entre risas que, lejos de agotarlos, reavivó sus fuerzas y se comió gran parte del trecho.
La pelea concluyó cuando Gino quedó arrinconado contra una cerca que sobrepasaba por poco su cintura. Su contrincante hubiese dado su coup de grâce si no se hubiera sorprendido tanto como él ante el final del camino. La muchacha arrojó la rama al suelo y se colocó junto a su amigo para inspeccionar la rudimentaria construcción de madera. Hasta entonces la pelea había sido más fluida por la vegetación más ligera en aquel tramo, pero más allá se extendía una zona aún más inhóspita que la que daba comienzo a la carretera que habían tomado.
—¿Por qué pusieron esto acá? —no era una pregunta hacia Gino, sino más bien una que se había hecho a ella misma en voz alta.
Palpó el obstáculo. La pintura blanca que cubría la valla no estaba fresca, pero tampoco daba la impresión de haber estado allí mucho tiempo.
—¿Habíamos llegado tan lejos antes? —esta vez sí se trataba de una pregunta directa, a la cual su amigo no encontró más respuesta que encogerse de hombros.
—Difícil saberlo, no venimos por acá desde hace… ¿cinco años? O más. ¿Qué hacemos?
La cerca se perdía entre la maleza y no podían saber hasta dónde se extendía. Gino se preguntó a quien podía pertenecer aquel terreno baldío—y ya puestos, ¿era baldío?
—Depende —murmuró Valentina, aunque su voz sonaba más clara y decidida de lo habitual. —¿Estás seguro de que todavía te queda espíritu de aventura?
Con un movimiento acrobático, colocando las manos sobre el borde de la valla, se impulsó y dio una voltereta hacia el otro lado. Sus piernas volaron por un momento, otorgando una visual que su amigo no pudo más que mirar con atención.
—Estás loca —comentó, impresionado—, pero yo también.
La imitó.

lunes, 12 de marzo de 2012

Finaliza el Horario de Protección al Menor / I Got Rhythm

La cena comenzó a preparase pasadas las ocho —a dos tazas de café de pasadas. La Tía estaba agotada, tanto emocional como físicamente, y necesitaba su dosis de cafeína para llegar a dar por finalizado su día. Amasaba entre sorbos mientras su sobrino cortaba queso de una horma gigantesca que los Pérez habían preparado el día anterior. Se suponía que el sabor amargo e hirviente le despertaría las neuronas, pero se sentía más bien como el motor de un auto que se niega a encender. Sentía un RUm, Rrumm, rrrrrruu… que se iba perdiendo en algún lugar a medio camino de sus brazos. Lo único que podía sentir con seguridad era su lengua quemándose. Cabeceaba y, a medio camino de caer, parpadeaba, recuperando momentáneamente algo de la energía que le hacía falta. Tras una inútil cuarta taza, le cedió el lugar al muchacho y procedió a recostarse hasta que terminara de preparar la cena. Gino la vio tan pálida y agotada (tan fuera de sí), que no pudo más que asentir y pasar de la cuchilla al palo de amasar. En ningún momento se le ocurrió escoltarla hasta su habitación; más tarde —ya entrada la noche, cuando diera vueltas en su cama, víctima del insomnio—,  se preguntaría si lo había hecho por la costumbre de dejarla manejarse por su cuenta o porque, al verla súbitamente tan frágil y debilitada, aquella mujer se le había hecho una desconocida.
Salsa de tomate, queso, jamón y una severa horneada más tarde, ya tenía la cena lista y la cabeza hecha un lío. No había dejado de pensar en el hongo que descansaba en un rincón brillante del vivero y el volumen que había encontrado en la mesa. Cuando vertía la salsa de tomate sobre la masa horneada de pan, un escalofrío y una idea le habían recorrido la espalda.
—“Ya no estamos en Kansas” —se dijo entonces con gravedad, y el gato de los Pérez, que observaba toda la escena desde el ventanal entreabierto, pareció asentir en acuerdo.
Era el mismo lugar en el que había estado la semana anterior—e incluso habían hecho pizza para cenar también—, pero ya no podía verlo igual. Si su tía hubiese salido de la habitación una semana antes, creía que muy posiblemente le hubiera comentado algo burlón mientras se encaminaba a su cuarto. Ahora no podía más que temblar silenciosamente en terror porque, de alguna manera, sentía que todo lo que sucedía a su alrededor estaba relacionado con el hongo, y que aquella mujer tenía una muy estrecha relación con los hechos. Y quizás con Franco Víctor.

*

Tras dejar enfriar la pizza recién horneada y puso la mesa bajo la atenta mirada del felino vecino, optó por cortarle un poco de queso y cubrir la cena antes de despertar a su tía, a eso de las nueve y media. No tuvo más que acercarse a la puerta entornada para que la mujer se levantase de un salto, luciendo nuevamente vital y fresca. Su mueca divertida estaba allí, junto con una frase confabulándose entre sus cejas y esperando pacientemente a que pasaran las diez. Quienquiera que había salido trastabillando de la cocina, se había ido. Tenía a su Tía frente a sí, calzándose las pantuflas con orejas de conejo que habían perdido la nariz de botón. No pudo evitar sonreír, ni contener una risotada cuando, al intentar ayudarla, la mujer lo alejó con una bofetada en el brazo que, hacía un minuto, estaba herido.
Aquella noche, el mantel plástico resguardaba la madera y los cubiertos que no habían sido ganados en promociones de gaseosa acompañaban la vajilla semi-fina. Desde el umbral de la puerta, sonriente, la tía contempló la escena cruzada de brazos. Tiritó con vigor ante la brisa nocturna que se colaba por el ventanal entreabierto y le dio unas palmaditas en el hombro a su sobrino.
—Te luciste, pibe —comentó mientras tomaba al gato de los Pérez y lo sentaba en un banco que había acercado a la mesa. — ¿Pero por qué me estás consintiendo…. ahora?
—Por nada, ninguna razón en particular. Festejar que empiezan las vacaciones de invierno, si te parece.
—Para vos, capaz —replicó la Tía tras una risotada, al tiempo que cortaba la pizza. —A mí me espera todo menos vacaciones. Ya habrás visto a ese… equipo de… documental. Todavía no saben cuándo se van a ir, pero espero que mañana termine la filmación. Digo, ¿cuánto más necesitan?
La mujer hablaba entre mordiscos; ambos comían con la mano, los cubiertos olvidados a los lados del plato. Eran simples elementos decorativos a los que, cada tanto, el gato intentaba acercarse.
—No, Muaka, no —lo reprendió finalmente Gino, amagando a levantarse. El gato arqueó la espalda y retrocedió, sus orejas hacia atrás (alertas). No volvería a intentar hacerse con los cubiertos hasta muy entrada la conversación. —Hablando de ese equipo, ¿qué hacen acá exactamente? Quiero decir, no es por menospreciarte ni nada, pero no sos ni nunca fuiste lo que pueda decirse una autoridad en lo que al campo corresponde. ¡Ni siquiera me acuerdo la última vez que fuimos a la Expo-Campo!
Soltó una serie de risitas mientras se comía un borde que había dejado para más adelante, y su tía arqueó una ceja.
—Cuánto crédito que me das, pibe —rió amargamente su tía—, pero para serte sincera, ni yo me lo creía cuando me contactaron. Habrá sido hace… —se detuvo un momento, y observó el calendario junto a la heladera, mientras el gato se subía a su regazo— dos semanas —concluyó mientras acariciaba a Muaka distraídamente.
—¿Y por qué no me lo comentaste hace dos semanas? —la ofensa y la intriga se mezclaban en su tono de voz.
—Honestamente, no sé —respondió encogiéndose de hombros—. Medio me parecía que estaba siendo vilmente engañada. Vos bien lo dijiste, ¿qué tengo de interesante yo o mi humilde campo? En la semana siguiente a la primera llamada, volvieron a comunicarse. La cosa se iba poniendo seria, pero ya me conocés: desconfiada hasta de las estatuas. El miércoles la cosa se hizo sólida y ayer los preparativos estaban casi listos. Una pequeña parte de un gran documental, me dijeron: “La agricultura en Sudamérica”. Me dijeron que me habían seleccionado como representante del pequeño productor en Argentina. Ya te imaginás porqué no te lo conté hasta que… bueno, hasta que lo viste vos mismo, con tus propios ojos. Es un tanto difícil de creer que alguien se fijaría en este…. cacho de tierra… mugroso y olvidado.
Imperceptible para los sentidos de los comensales, el felino comenzaba a hacer uso de su ubicación estratégica e, incorporándose en el regazo de la Tía, comenzaba a observar el tenedor con el mayor de los detenimientos.
Gino se preguntó si era sensato indagar sobre sus  hallazgo,s pero al instante decidió que era una estupidez. Si iba a averiguar algo, lo iba a hacer en secreto: aquella mujer ya tenía demasiada presión encima. Lo que sea que estuviera cociéndose en su invernadero era asunto de ambos, pero descubrirlo sólo suyo.  Tragó saliva y la mitad de su vaso de soda, y pasó a servirse un poco del vino que había a un lado de las dos porciones de pizza restantes.
—Oh, nos estamos poniendo alcohólicos —comentó la Tía, divertida. —¿Qué pasó con el “eso es asqueroso jamás lo voy a tomar”?
Su sobrino rió nerviosamente en respuesta y sacudió la cabeza.
—Tía, ¿Te gusta tu vida?
—Eso creo, sí —respondió la mujer, perpleja. —¿El vino con soda te pone filosófico, Gino?
—Te estoy hablando en serio. ¿Te parece que te faltara algo, que seas infeliz?
La Tía lo miró por unos momentos. Hasta entonces había arqueado su ceja, ahora estaba baja. La pregunta la había tomado por sorpresa y no sabía qué responderle—sólo que debía hacerlo. Desde que lo había acusado de ser un monumental pato criollo aquella tarde, había leído en el pálido rostro de su sobrino algo extraño. Algo que entonces había vislumbrado, pudo ver con claridad en la improvisada merienda que le había preparado. Le estaba ocultando cosas; y de las peligrosas. El muchacho siempre había sido un libro abierto para ella y ahora temía, porque desconocía el lenguaje y las letras se le hacían difusas. Era un joven despreocupado el que habría cenado con ella la noche anterior, un muchachito vivaz que esperaba impaciente a las diez para decir groserías, pero tenía frente a sí a un perro mojado que se había pasado las diez y media sin darse cuenta. Sintió que una respuesta era lo que necesitaba para que, antes de dejar la cocina para dormir, escuchara al menos la palabra “tarada”. Todo aquello pasó por la cabeza de la mujer hasta que finalmente respondió.
—“Los días pueden ser soleados, sin siquiera un suspirar. / No necesito lo que el dinero me pueda comprar”
Gino sonrió y algo de su palidez se opacó. Ambos continuaron a dueto, hablando hasta que, sin darse cuenta, se descubrieron cantando. Muaka marcaba el tempo de su conversación con las oscilaciones de su cola.
—“Los pájaros en los árboles cantan lo que dura el día/ ¿Por qué no acompañarlos en su melodía?”
La Tía, sonriendo, se incorporó, arrojando al gato al suelo. Con su típico vibrato, dejando escapar la totalidad de su dura, modulada y moldeada voz, prosiguió:
—“Alegre a toda hora, contenta con mi propiedad. / ¿Cómo se consigue aquello? Mirá mi capital”
Su sobrino la acompañó, colocándose a su lado.  Con un exagerado paso de baile, hizo girar a su tía, y ambos quedaron enfrentados al ventanal. Se miraron por unos momentos, y continuaron juntos su farsa musical:
—“Tengo ritmo, tengo canto”
Acto seguido, iniciaron lo que el muchacho solía llamar “el pim-pam-pum”: verso, respuesta, verso, respuesta. La Tía comenzó:
—“A un chico de encanto"
—“¿Se necesita algo más?”
—“Tengo mi trigo sano en mi cultivo, y también a mi chico”
—“¿Se necesita nada más?”
—“De los problemas, no me comentés acerca. / No los encontrás de este lado de la cerca”
En el trayecto de su diálogo, se habían separado unos pasos, sólo para encontrarse en el clímax de su improvisado número. Con una sonrisa, y la felicidad que otorga el canto y la actuación a quien en abstracción disfruta y saborea el momento, se unieron:
—“Tengo ritmo, tengo canto. / ¿Se necesita algo más?/ ¿Se necesita algo má…?”
Sendas manos se levantaron, siguiendo la elevación de la nota; los dedos se agitaron mientras ambos se forzaban para mantenerla; el público nocturno de árboles e insectos los observaban boquiabiertos. No más empezar, el tiempo se había detenido y ninguno de los dos sabía hacía cuanto que estaban cantando la vocal en “más”. Ambos se encontraban en un escenario improvisado en sus mentes y no volverían a sentir los pies hasta que el telón bajase en su fantasía—o eso creyeron. Con un fuerte chasquido y un CLANG sobre el mármol, el ventanal se alzó ante ellos y las gloriosas tablas volvieron a ser un simple linóleo. Se dieron la vuelta para ver a Muaka huir de la cocina con el tenedor en mano y Gino profirió un alarido:
—¡Gato de mierda!

lunes, 5 de marzo de 2012

El Horario de Protección al Menor

Hacia las siete de la tarde ya había oscurecido y las sombras se confundían con la noche agazapada. Las cámaras ya no cubrían el pastizal encerrado entre el conglomerado, el trigal y la casa de la Tía; más seguramente, habían sido guardadas y reposaban en las camionetas y furgones de Animal World a la entrada del terreno, seguramente obstruyendo la pequeña carretera interna de tierra. Emma había contenido un chorro de insultos y se había tragado unos cuantos gritos a su llegada, poco antes de las diez. Había sido un avance atroz para los ojos de un jardinero: a campo de flores través. Unos canteros delanteros habían sido aniquilados distraídamente, y una sección de pasto terapéutico había sido arruinada cuando uno de los vehículos de mayor tamaño había dado una compleja maniobra para estacionar. Cuando una “manga de camorristas roñosos”, como más tarde le describiría a su sobrino, se abalanzó en su vestíbulo, reclamando (reclamando a gritos), ella le estaba preparando un poco de comida. Tenía una sartén en mano: una sartén que tembló un poco cuando a su temperamento se le ocurrió agredir a aquel equipo de televisión con algo de teflón.
Cuando descubrió a la hija de los Pérez embutida en un holgado suéter color blanco mugriento con el logo “Animal World” bordado en dorado, una sonrisa tímida y su cuerpo temblando como el de una chucho asustado, dejó escapar un suspiro de alivio y apagó la hornalla. Alguien iba a ayudarla en esa mañana de locos que no había hecho sino comenzar.
Pedían agua a gritos en castellano chapurreado; sus pies, llenos de tierra que habían convertido en barro, parecían dirigirse en todas direcciones, lejos de todo control; aquí y allá chillidos: “¡Acuua!”, “¡Agúa!” o simplemente “Water!”. No se creía muy ducha en el inglés, pero juraría que jamás oyó, en momento alguno de la mañana o la tarde, un mísero “Please”, y que muchas groserías habían sido usadas en su lugar.
Hacia las diez, cuando intentaba hacerse entender con el que parecía ser el jefe, con Valentina de pseudo-intérprete—pues ni siquiera la muchacha tenía los conocimientos necesarios como para que ambas partes conciliaran—, el teléfono sonó, el ruido insoportable a los oídos de una persona sobreexasperada. Para la Tía, aquello fue la frutilla del postre: uno pasado, quemado y asqueroso. Insultó en tres idiomas y corrió dentro de la casa tironeándose de la cabellera gris. Durante la llamada a la que se remitió con anterioridad, no fue mala señal o el efecto de la tormenta lo que dificultó la comunicación: fue la rabia.; rabia cruda que sólo podría ser traducida como bronca. Explotó al teléfono cuando por un momento algo se desguazó dentro suyo y se le nubló la vista, el oído, e incluso sus dedos se entumecieron hasta tal punto de no sentir el inalámbrico en su mano. Casi se le resbalaron, mas la ceguera completa, el vacío (reinicio) que la recorrió, duró sólo un instante. Dio una respuesta brusca, y colgó. Cuando se dio cuenta, estaba en su habitación, ajustándose a su pequeña cabeza el sombrero campirano para completar su vestuario ridículo; ocultó sus rizos encanecidos dentro y desconectó el teléfono. Valentina tragó saliva cuando la vio. Emma salió alrededor de veinte minutos de haber entrado la Tía; tras dirigir su sonrisa más cordial al director del proyecto, y sus más sinceros insultos para sus adentros, procedió a ayudar en la organización.
La filmación comenzó alrededor de las once y media: primeros planos a las vacas y al tambo, el señor Pérez dando cátedra sobre los tractores y las diferentes herramientas para el arado y la cosecha, tomas de la vida cotidiana del gato mascota para evocar ternura y un ligero paneo de la propiedad en su totalidad. Hubo un receso a la una, y algunos camorristas tuvieron el descaro de pedirle almuerzo. Con un aire de resignación, repitiéndose que, por primera vez, no podía dejarse llevar por la sangre hirviendo en sus venas, se dispuso a hacer sándwiches que entregó —casi lanzó— envueltos en servilletas de papel. Valentina fue la única en ser invitada a comer a la mesa de la cocina, bajo el requisito de quitarse aquel horrible suéter. Entre risas y chismes, la Tía reapareció con sus comentarios picarescos. Sin embargo, nadie pronunció de manera directa una sola palabrota o sustantivo no perteneciente al vocabulario técnico médico. Había reglas estrictas al respecto: el horario de protección al menor. Hasta las diez de la noche, ninguna grosería podía ser pronunciada en la casa ni por ninguna persona con quien la Tía intercambiase palabras —aunque por supuesto ella misma podía excusarse en casos de extrema necesidad, como al que se acaba de referir. En más de una ocasión sus huéspedes, fueren familiares o totales desconocidos, habían aprendido a seguir su regla a fuerza de bofetadas. Valentina, por su parte, había pasado tanto tiempo dentro de la casona que dominaba El Aragón, que había llegado a respetarla sin darse cuenta—claro que no siempre había sido a fuerza de costumbre.
La Tía también tenía otras tradiciones y ritos que inculcaba. No era una asidua lectora, pero era apasionada con todo cuanto leía —aunque fuera poco. Su biblioteca estaba compuesta en su mayor parte por manuales de cómo usar tal o cual herramienta, libros de cocina o de texto, y primeras ediciones antiquísimas que jamás leía ni recordaba haber leído. En su mayoría, no se distinguía la antigüedad de ningún volumen por su lomo, excepto por los de una angosta estantería: la más importante de toda la biblioteca. En una repisa apartada descansaban cinco tomos gastados y de apariencia antigua. Los Miserables, de Víctor Hugo, una segunda edición de una traducción fechada en enero de 1925. Cubiertas de papel rezaban al autor, el título de su obra y el de la parte correspondiente. El más gastado, aunque en perfectas condiciones dada su edad, era el cuarto tomo. La colección la había comprado su madre al establecerse en María Elisa, y había sido el primer libro que le había sido leído a una joven Emma. La Tía lo leía especialmente a los niños que pasaban la tarde desplomados en los pastizales, ya agotados por el juego que se desarrollaba a la hora de la siesta. Era la única obra en prosa en toda la casa, y los huéspedes se habían resignado a oírla, leerla e incluso disfrutarla. Emma jamás había prestado demasiada atención a la moral, pero la Tía sentía que tenía algo de la humanidad de Jean Valjean en lo profundo de su alma cruda e impulsiva. Impartía, con lentes en mano pero nunca delante de sus ojos, lecciones de moralidad que raras veces aplicaba: para todo el que quisiera escucharla, y para el que no, también.
Gino y Valentina habían escuchado la novela en su totalidad sólo unas dos o tres veces, pero llegaron a escuchar y leer ciertos pasajes más de una docena de veces, tanto por el maquinal rito de media tarde como por fascinación personal. Tras su segundo sándwich, y en respuesta a una pregunta de la Tía, la segunda recitó de memoria unas líneas:
—“Ella abrió los dedos, dejó caer la moneda al suelo y, mirándolo con aire sombrío, dijo: ‘No quiero su dinero.’”
La filmación se reanudó a las dos, y Emma explicó cómo dirigía su circo hasta la llegada de su sobrino. Con uno que otro inconveniente, a las seis se había dado por finalizada la jornada de trabajo. A las seis y media podía volver a ver el prado frente a su casa. Sin embargo, no pudo sentarse, con paz y tranquilidad volviendo a formarse como una neblina tranquilizadora a su alrededor, hasta las siete menos cuarto. Se dio cuenta que volvía a ser ella misma cuando simplemente se dejó caer, despatarrada, sobre el sofá con un suspiro que quería decir más de lo que su regla sobre las palabras y su hora de empleo querían evitar. Su sobrino se apareció en la sala casi al instante, llevando una bandeja con café, tostadas, mermelada y manteca. La dejó en la mesita de café y volvió a la cocina para buscarse una taza de chocolatada helada y un volumen olvidado de la Cuarta Parte: El idilio en la calle Plumet y la epopeya en la calle Saint-Denis. Se sentó en el sillón más pequeño, enfrentado a la mujer y la observó por unos momentos mientras sorbía sonoramente. Con un segundo suspiro, la Tía se desperezó y enderezó en su asiento; bebió un poco de su café y dirigió sus profundos ojos negros a los de Gino.
—Quiero saber dónde estuviste esta mañana
No hubo una respuesta automática, pues el muchacho tuvo una pequeña y dolorosa recapitulación en su mente antes de resolver que había detalles que debían ser omitidos.
—En el colectivo —contestó su sobrino finalmente, tras unos momentos de vacilación que no se le escaparon a su tía—, hasta que un piquete hizo que parara —no esperaba acotaciones de parte de la mujer, ni tampoco que asintiera: simplemente que su mirada penetrante le dijera “Ajá, seguí”. —Y… —entonces se detuvo. Una fracción de segundo en que su cerebro gritaba “recalculando” mientras trabajaba a toda máquina para inventar algo. No podía contarle de la estación. ¿Pero qué decir? ¿Cómo explicar su breve estancia en Franco Víctor? Bien sabía la mujer que tenía delante que sólo hubiese llegado a las tres de la tarde si hubiese ido a pie desde su casa. —hubo una tormenta. Un vendaval bastante feo, no sé si lo habrás sentido acá. Nos atrincheramos en una estación de servicio hasta que pasara y… —su tía arqueó una ceja, preguntando por el “nos” que se la había escapado. —Me vine con otro chico que era de un pueblo por acá cerca. Él tampoco pensaba volverse cuando el colectivo dio media vuelta para…
Apartó la mirada, y acabó en el reverso del volumen que reposaba a un lado del frasco abierto de la mermelada. Y entonces ya no pudo continuar. Hacia el borde del libro, nunca antes visto, estaba impreso: Franco Víctor, 1925. Su mente aulló, explotó y se revolcó. Todo se entramaba cada vez más. Se preguntó qué tenía que ver su tía en todo aquello, pero ése no era el momento para hacerlo. Disimuló un poco y, omitiendo detalles y algunos acontecimientos, le relató la epopeya de aquella mañana.