viernes, 29 de marzo de 2013

Rien de Rien (Encore)


Nada de nada,
Nunca nada me pasa a mí.
¿Por qué habrá de ser así?
Nada, nada, nada.
Nunca pasa nada aquí.

                Había vuelto sobre sus pasos antes de llegar a la cerca que cerraba el patio delantero de la casa de la Tía Emma. No se sentía con el valor necesario para atravesar el camino por sí solo, con lo cual había resuelto poner un disco de Edith Piaf en el Walkman que había resguardado en su riñonera. La cantante francesa jamás había sido (exactamente) de su preferencia, pero en aquel momento se le hacía lo único apremiante en toda la casa. La Merm no tenía ninguna tonada que ofrecerle para darle suficiente valor —sólo Rien de Rien parecía darle la seguridad necesaria para no darse la vuelta y salir corriendo.
                Al atravesar la puertita roja del óxido de años de descuido, dejando atrás el conglomerado de galpones y la seguridad de la granja, Gino sintió una presión detrás de las orejas y dejó pasar una idea (el miedo presionándome el cerebro) sin una mueca. Entró en aquel pasillo entre segmento y segmento de cultivo y, eventualmente, la sensación pasó. Lentamente, su concentración fue absorbida por las ramas que se empecinaban en arañarle la cara y las raíces que amenazaban con hacerlo tropezar tacleándole los pies. El frío se colaba por el jogging agujereado que no había tenido la sensatez de cambiarse y le quemaba las manos que aquella flora hostil no le permitía resguardar en su campera. El único pensamiento que se formó en palabras concretas en todo el trayecto fue cómo había podido cruzar aquel trecho con tanta facilidad el día anterior.
Finalmente, hacia las nueve y media, llegó a la valla blanca. La saltó en un movimiento más torpe que acrobático y se recordó:
                —“Nay más que subir una pared, saltar por una ventana, y se tiene todo lo que se quiere.”
                Ni bien lo dijo, miró en derredor con los ojos desorbitados, nerviosos. No podía evitar esperar una respuesta de la quietud circundante. A partir de allí seguía la bifurcación y (posiblemente) aquella cosa quemada, remendada y de ojos saltones. Podía volver a incursionarse por la derecha o intentar la izquierda. Consultó el reloj. Eran las diez menos cuarto pasadas. Tendría tiempo de consultar sólo uno de los dos caminos. En ese momento Piaf susurró “droite” y Gino enfiló hacia el sitio donde, estaba seguro, una pieza clave de todo aquel misterio se escondía entre la maleza.

***

                Sus pasos eran lentos y cautelosos, su vista intentaba abarcarlo todo; se sobresaltaba con el roce de cada arbusto bajo y miraba dos veces cualquier sombra. El corazón le latía tan fuerte que, de haber estado atento, habría temido un ataque al corazón. Por lo pronto, su mente tenía un solo objetivo: sobrevivir. Pasada la bifurcación algo en él había hecho clic y había perdido toda intención de hallar aquella cosa que lo había perseguido el día anterior. Sin embargo, no podía detener a sus pies. Su cabeza le aullaba que escapara de allí, que se diera la vuelta y corriera sin mirar atrás, pero no. Edith Piaf ya no le calmaba los oídos. Nada de nada. El silencio era absoluto. En aquel trecho el viento no agitaba la maleza, sólo le congelaba el cuerpo, confundiendo el temblor por el frío con los verdaderos escalofríos. Estaba asustado como nunca antes. Perderse en la negrura absoluta de Franco Víctor la noche anterior no le llegaba ni a los talones a aquella tortura auto infligida a plena luz del día. Entre pensamientos entrecortados y palabras inconexas, se dijo que lo peor era que no estaba seguro de qué esperar. Sólo había visto ojos grandes como platos y una cara marcada de una manera tan extraña que no podía precisar sus formas o causas. ¿Volvería al lugar donde la había encontrado la primera vez? ¿Cuánto faltaba para llegar allí? ¿Dónde estaba, exactamente? Deseó poder volver sobre sus pasos.
                Se arrepentía terriblemente de haber entrado y deseó tener a Valentina a su lado —sentía la brutal necesidad de tomarle la mano. Sabía que así recuperaría algo de su compostura y, con ella detrás, podría avanzar con algo más de seguridad. Ella podría recordarle dónde se habían detenido y, con unas palabras de aliento contenidas en una cita que sólo ellos entenderían, lo haría investigar. Pero no estaba allí, estaba solo y, en cierta forma, era mejor así. No pretendía cargar sobre sus hombros el peso de todo lo malo que iba de su fin de semana —y, posiblemente, también sus vacaciones de invierno— él solo, pero quería tomar precauciones. Un paso seguía al otro sin vacilar, pero con cuidado. Sus ojos hacían lo posible por cubrir todo el terreno, pero era imposible para una sola persona. Valentina hubiese querido venir si le hubiese comentado su idea. Sabía que en el fondo no lo disuadiría, estaba tan deseosa de saber qué había allí tanto (o más) como él.
                Oyó el chasquido de unas ramas al partirse y de repente todo su ser explotó. El alma le cayó a los pies y al vacío en el estómago lo acompañó una sensación de electricidad recorriéndole el cuerpo al tiempo que volvía la presión detrás de las orejas con más fuerza que nunca. No se movió —no podía. A pesar de no estar seguro de dónde le había llegado el sonido, clavó la vista al frente. Apenas si respiró. Los ojos se le humedecieron, pero no se formó ningún nudo en la garganta. No quería llorar, se dijo, pero una lágrima ya le recorría la mejilla izquierda antes de que pudiera acabar de articular el pensamiento. Lo que fuere que debiera pasar, ocurriría en aquel instante decisivo.
                Un segundo chasquido lo confirmó. Loqueseaquefuera estaba cerca, y al frente. Inspiró con toda la violencia y la torpeza que su respiración ya entrecortada le pudo dar. Quiso cerrar los ojos, presionar los párpados uno contra el otro y abandonarse, pero todo su cuerpo se había detenido.
                Un arbusto a su derecha se movió y Gino gritó en su cabeza que eso innominado saltaría y le rebanaría la garganta. Una cosa negra e indecible se deslizó entre la maleza y el chico dejó escapar un grito de terror. Se le acercó y Gino, retrocediendo, cayó al suelo. Finalmente cerró los ojos y, con la adrenalina recorriéndole cada fibra de su ser, el juicio se le desnubló de repente con una sensación similar al de una nariz destapándose. Antes de que pudiera echar a correr, sus ojos se enfocaron y pudo ver qué era la cosa a sus pies, pero no llegó a comprenderlo en aquel instante. Un pensamiento irrisorio (es el tío cosa) se cruzó por su cabeza, pero no pudo hacer una mueca. La información no parecía acabar de procesarse y la criatura seguía avanzando. Entonces, a una respiración de su nariz respingona y dos de sus ojos desorbitadas, la cosa ladró rabiosa.
                Gino parpadeó, como para comprobar que lo que estaba viendo era efectivamente real y no pudo evitar dejar escapar una risotada nerviosa. La cosa gruñó y ladró aún más fuerte, pero el chico ya se incorporaba y, con el cuerpo entumecido, no se creía capaz de volver a tener miedo. Se deshacía en risas y el abdomen le dolía. Era la cucaracha. El pekinés gruñía, ofendido, a sus pies. Su pelaje seguía tan lustroso como si el polvo y las hojas secas del camino no pudieran tocarlo. Gino se agachó e intentó acariciarlo, pero el perro rehuyó la mano y dio un último ladrido antes de volverse y echar a correr. Se quedó perplejo por unos momentos, intentando recalcular, pensar qué hacía el pekinés allí. ¿De dónde había salido?  Lo había visto por última vez en el club. Y entonces un pensamiento lo atacó por la espalda, sobresaltándolo y haciéndolo echar a correr tras el animal. ¿Qué tan lejos estaba de Franco Víctor?
                Por fortuna, a partir de allí el camino se volvía más ancho y las ramas parecían retirarse de su paso. Corría sin mirar a sus pies y sus manos no hacían más que subir y bajar, alternándose en el frente. No hubiese podido reaccionar ante una raíz a sus pies ni apartar cosa alguna que se le abalanzara encima, pero tenía la seguridad que nada de eso ocurriría. Tenía la cabeza fresca, pero no demasiado despierta. Volvía a los estados de trance del sábado. Movía sus piernas tan maquinalmente como había movido sus brazos en la estación. Habían volado helados en esa ocasión, pero ahora en el aire no se levantaba más que polvo. ¿Hacia dónde huía el perro? ¿Estaba siguiendo su rastro o corría inútilmente por aquel sendero escondido? Escuchó el crujido de una rama seca y apuró el paso. No podía estar muy lejos. No se le cruzó por la cabeza que quizá no pudiese alcanzarlo, simplemente apretaba cada vez más el paso. El ruido de hojas revueltas se sumó a crujidos cada vez más cercanos y constantes hasta que finalmente se detuvo. Quietud. Gino desaceleró y, unos pasos después, tenía al perro frente a sí. El pekinés, fijo en su sitio, lo miraba a él y luego al piso, alternadamente. Gino entornó los ojos y creyó leer en la expresión del perro algo de lo que había visto en Muaka. Consciencia. El pensamiento sonó disparatado sólo hasta que se puso en palabras. La cucaracha sabe algo. Avanzó con lentitud, con la cautela con la que se acerca a un gato, pero el perro no se movió —siguió subiendo y bajando la mirada. Y entonces, bajo sus pies, algo dejó escapar un sonidito (estrangulado) ahogado. La cucaracha abrió aún más los ojos y, entre los mechones de pelo que le cubrían la cara, pareció más asustada que sorprendida. Gino tragó saliva. El perro retrocedió sin dejar de mirarlo a él y a lo que acaba de pisar. Levantó el pie y estuvo a punto de perder su precario equilibrio cuando vio lo que había pisado. Escondido entre la hierba y el polvo, algo brillaba en el suelo. No le costó demasiado figurarse qué forma tenía antes de que su zapatilla lo hubiese destrozado. Se arrodilló y, por primera vez, admiró al hongo de cerca. Roto. Lo había roto, pero se dijo que no lo sorprendería que comenzara a retorcerse hasta volver a su forma original. Miró al pekinés, que le devolvió una mirada de terror.
                Gino bajó la vista al rezago de aquella pesadilla plateada y no pudo reprimir el movimiento de su mano. Un instante antes de que sus dedos tocaran lo que alguna vez había sido el sombrero de aquel champiñón superdesarrollado, los ojos de la cucaracha se abrieron aún más, intentando escapar de algo más allá del chico que le había dado caza. El animal sólo atinó a chillar y huir despavorido.
                —No lo toques —siseó una voz a la espalda de Gino.
                La violencia del movimiento que hizo su cuello para ver a sus espaldas debió haberle dislocado algo o hacer gritar a algún músculo, pero su cuerpo entero volvió a quedar mudo. El alma le cayó a los pies con un peso desmesurado que lo hizo perder el equilibrio y casi caer sobre el hongo. Una figura avanzó, descubriéndose de las sombras, y en ese momento Gino comprendió que no había palabras para describir a loqueseaquefuera que habitaba ese lugar. Su rostro era un óvalo de parches rojos (como las llamas) y marrones; desde las profundidades de sus cuencas, unas bolas blancas y enormes lo miraban con irises de negrura absoluta; los labios, carnosos y presionados por los pómulos salidos, se curvaban en una mueca que estaba entre una sonrisa y una advertencia; el pelo le caía sobre el cuello desnudo en tubos mugrientos de algo parecido a rastas; su cuerpo estaba oculto tras una túnica que se le hizo una sábana sucia. La sensación que despertaba en él era sencillamente inexplicable. No tenía tampoco forma de reaccionar ante ello, con lo cual su cuerpo se limitaba a guardar silencio. Hasta que esa figura avanzó y clavó sus ojos en los suyos. El contacto con el abismo de su mirada duró menos de un instante y aún así supo que aquella cosa había visto dentro de su alma. Sintió cómo sus pensamientos eran violados por los de la figura e intentó escapar. Tropezó y cayó a centímetros del hongo, sin poder darse la vuelta. La cara de aquella cosa se convulsionó y dejó escapar una frase que no pudo oír —ya se había dado la vuelta y echaba a correr.

***

                A, al menos, un cuarto de kilómetro de distancia, se detuvo y dejó escapar un grito de terror antes de que se le doblaran las piernas y cayera al suelo, raspándose las rodillas a través del pantalón miserable. Le aulló al universo y pronto la tierra se humedeció bajo sus lágrimas. Todo a lo que no había podido responder en los no más de cinco minutos de irrealidad que habían pasado le explotaba en todo su ser.
                Una vez se incorporó, tras haber finalmente vuelto a sus cabales, se sorprendió de no haberse hecho pis encima. Sentía en el cuerpo un agotamiento casi igual (o peor) al de su mente. El dolor del brazo del que Carmelo había tirado el sábado había vuelto y se le dificultaba respirar. En la niebla de sus pensamientos se preguntó si aquello no sería un colapso nervioso expandido a todo su existencia y luego se afirmó que no podía rendirse allí. Se incorporó con lentitud y dolor y echó una mirada en derredor. El camino se había ensanchado desmesuradamente. Algo le dijo que el final del sendero, si era que había uno, no podía estar mucho más lejos. Consultó el reloj. Eran las diez y media pasadas. No tenía idea de cómo volver a tiempo, pero ya se las ingeniaría para buscar la forma. Suspiró, logrando despegar un mechón de su frente empapada en sudor.
                Volvió a encender el Walkman y Edith Piaf regresó a sus oídos. Y algún momento después de La Vie en Rose y antes de que volviera l'Accordéoniste, en un irónico encore de Rien de Rien, el camino terminó de repente. Unas ramas le cerraban el paso, formando una burda pared de hojas que, con los ojos rabiosos y sin poder evitar canturrear junto a la música que le llegaba a los auriculares, removió.
                La tierra dio paso al pavimento. No se lo esperaba, pero no llegó a sorprenderse al reconocer la fachada de la casa de Gerónimo Menichelli a su lado.

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