lunes, 26 de noviembre de 2012

Some Enchanted Evening


María no profirió respuesta, simplemente le indicó que se acercara al tiempo que se daba la vuelta. Gino obedeció e, imitándola, se apoyó sobre la baranda de la terraza del edificio del gimnasio. Incluso a la relativamente corta altura de tres pisos, las mesas de los quinchos se veían ridículamente pequeñas. Sintió vértigo e instantáneamente comprendió por(elpunto)qué. Parpadeó ante una sombra de pensamiento, algo tan oscuro que sólo pudo vislumbrar antes de que regresase a las profundidades de su mente. Una mano invisible tanteó en la oscuridad, pero ya no había nada allí. Fuere lo que hubiese sido, no debía ser importante. Lo importante estaba a tres respiraciones de distancia, cubierta por un vestido rosa salmón sobrelavado que estaba a medio camino de la chica alegre que se había aparecido en la pista de baile y el fantasma en vida que había conocido esa misma tarde. María no brillaba ya sino en su imaginario, pero aquello aún alcanzaba para encandilarlo. Desvió la mirada a la pista de baile, donde palitos de colores se agitaban al ritmo de una música que, en la seguridad de aquella terraza, no los alcanzaba.
—Me gusta... —empezó Gino con torpeza, como si sus palabras trastabillasen al intentar salir de su boca—, me gusta cómo bailás.
María se giró para verlo, extrañada. En medio de la noche, aquel rincón casi secreto era descubierto por la luna, quién los proveía de una iluminación tenue, pero efectiva. Escrutó los ojos de Gino en la oscuridad, en un gesto que él sintió como una caricia en el rostro. La expresión de la chica era una de duda curiosa, ingenua hasta el punto de parecer infantil. Se sonreía a sí y a su casi desconocido interlocutor. No recordaba el nombre del chico que tenía delante.
—Se nota que disfrutás mucho la música.
Rió ante el comentario. Claro que le gustaba la música, ¿a quién no? Pero eso no era lo que le había dicho. No. El chico había hablado de disfrutar. Eso era algo diferente. En sus gestos, distraída, dejó traslucir un cierto aire de (desestabilización) preocupación. Era un concepto totalmente diferente. Claro que ella, más bien, sentía la música, pero ¿la disfrutaba? ¿O la padecía? ¿Qué sentía al ejecutar cada movimiento? ¿Sentía acaso en ese instante invisible que se prolongaba sin que tuviese consciencia de ello?
—Supongo que sí. Bueno, no —hizo una pausa, deteniéndose a ordenar sus ideas. En su mente no había pies ni cabezas, le resultaba imposible diferenciar el derecho del revés de sus ideas. Se alegró de no haber aceptado la cerveza que elidiota le había ofrecido. Estaría (¿se podía?) mucho peor—. El ritmo, más bien. Me gusta... disfruto bailar —escupió finalmente, con dificultad. —¿Vos?
Fue el turno de Gino para reír. Odiaba bailar, detestaba cualquier cosa que involucrara coordinar tempo —excepto, claro, su voz. Pero a aquella chica parecía serle tan natural como respirar. Se movía como si tuviese el mundo en sus pies, como si ella misma fuese la encargada de hacerlo girar. Se preguntó cómo sería verla bailar otra cosa. ¿Cómo se movería al ritmo de los discos que sólo él conocía? Y eso lo llevó a una pregunta que pareció salirle de la nada. ¿Cantaba María?
—Soy torpe —replicó, cortando el contacto visual y volviendo a la seguridad del paisaje empequeñecido, con el vértigo presionándole el estómago más de lo que ya lo hacía el barandal. —Terriblemente torpe —recalcó—, no se me da bailar.
—¿Pero te gusta bailar? —insistió María, contrariada.
—Supongo que sí, pero no esta música.
—Esto no es música —apuntaló la chica con una risita, devolviendo la mirada al horizonte, intentando perderla para no centrarla en un punto que, amargamente, ya había (y ese no es un hombre) encontrado. —¿Qué tipo de música escuchás?
La conversación había adquirido un matiz trivial, como si estuviesen en una charla de café y no en la terraza de un club en mitad de una fiesta salvaje (para los cánones de un pueblito escondido en mitad de la nada durante casi dieciséis años) en honor al inicio de las vacaciones de invierno. No obstante, para Gino aquella era una situación de guerra —un paso en falso significaba la detonación de una mina que llevaría a loquefuesequestuvieseocurriendoallí a volar en pedazos. Y pretendía vivir para, al menos, descubrir un misterio o dos. Se descubrió pensando en ella como (el punto) uno, y buscó ayuda entre los palitos que, agitándose en colores y gritos, empezaba a diferenciar.
—Musicales —replicó al fin, casi con vergüenza.
—¿Musicales? —repitió María, perpleja, volviendo la vista al chico. En un instante clave, el nombre de su acompañante regresó como un relámpago y reprimió su (¡Gino!) exclamación. Se dio la vuelta y, apoyando la espalda en el barandal, repitió una vez más, en el tono en que su repentino recuerdo habría salido: —¡Musicales! ¿Qué es un musical?
El semblante de su acompañante enseñó la más profunda de las turbaciones que la muchacha hubiese visto jamás, como la de un profesor novato intentando explicar una lección complicada, la expresión de un orador que no ha preparado su clase adecuadamente y se ve enfrentado a una muchedumbre a la cual convencer con pocas y no parcas palabras.
—Es algo así como una obra de teatro con canciones —profirió Gino finalmente, casi dudando de sus propias palabras.
—¿Una ópera entonces? —se burló María, soltándose de la baranda en un gesto divertido.
Gino atinó a ver que la chica alegre de la pista estaba volviendo a imponerse por sobre el ser pálido que hasta entonces había tenido frente a sí. Lo estaba probando.
—No exactamente —replicó, respondiendo con un temblor en la voz a la actitud de la muchacha. —Hay diálogos, y generalmente los tonos son algo menos... vibrantes.
—¿O sea que es una especie de ópera barata? —inquirió María, distraída en algo que Gino no alcanzaba a ver.
—Yo no la llamaría así. Normalmente hay unos cuantos milloncitos involucrados.
—Era una forma de decir —se excusó la chica con torpeza mientras volvía a inclinarse sobre el barandal. —Son algo menos... serios.
Gino no supo qué responder y optó por permanecer en silencio. Sus ojos se encontraron con los de la muchacha y sintió que permanecerían sellados hasta tanto no pudiera salir de la profundidad de su mirada, de aquel torrente gris brillante que tenía algo de secreto y prohibido que no alcanzaba a comprender.
—Para serte sincera, sé perfectamente lo que es un musical —comentó María. —Aunque no sé si podría decir lo mismo si contase sólo con tu explicación —se rió mientras, nuevamente, volvía a desprenderse del barandal. —Hace mucho hubo una canción muy popular acá: todos tenían una copia. “Eadie era una ‘lady’”, así le decían. En casa creo que todavía hay un simple viejo. No me acuerdo cómo se llamaba la obra, pero creo que la cantante era algo con... —se detuvo por un momento, luchando con innominados demonios internos que nublaban las palabras, hasta que, de un momento a otro, un chasquido acompañó la aparición de un nombre sustituto, dejando escapar una risotada— Se me viene a la mente “mermelada”, pero no creo que sea eso —explicó, sin poder contener una sonrisa.
—No estás tan lejos —repuso Gino con una mueca aún más amplia. —Ethel Merman la cantaba una obra que se llamaba “Arriesgate”.
De los mismos parajes oscuros en su interior, una voz (gritó) susurró a Gino: ¿Te arriesgarías?, al tiempo que algo (el alma a los pies) caía, como una idea que acababa de tomar forma en su estómago, un agujero negro que —lo tenía por seguro— le nublaría el juicio en los momentos seguideros.
—La cantaba de chica. Es divertidoirónicocurioso, ¿sabés? Sabés de lo que habla, claro, pero acá, en Franco Víctor, tiene un significado particular —se abrazó a sí, invadida por el frío cortante de un recuerdo que no quería volver a ver. —Se dice que los jueves por la noche aparece una señora a la que nadie le ve la cara. A nadie se la deja ver. Creo que es porque debe estar deformada o quemada o algo así.
Gino tragó saliva y aquel bolo que estaba formándose en sustancia casi palpable hico implosión dentro de su mente. Un torrente de imágenes incontenibles se sucedieron como si alguien le estuviese golpeando en la cara con un álbum de fotos abierto. Las llamas, el hongo, el jardín secreto, el camino y...
—El punto es que esa mujer es, básicamente, una prostituta. Uno creería que en un pueblo todos sabrían quién es ella o quiénes sus clientes, pero nada se sabe más allá de su existencia. Te sorprendería lo pesado del sueño de la chusma. Y esa mujer es popular entre los hombres de Franco Víctor desde los años treinta. Le empezaron a decir Eadie por la canción y a crear una suerte de misticismo sobre su figura. Algunos dicen que es un fantasma en vida o una puta inmortal.
María se detuvo, clavando la mirada en un vacío más allá de la pared a la que sus ojos se dirigían. Estaba afrontando una verdad que había quedado a medio articular entre sus palabras. Algo sobre su esencia y (¿por qué no?) la esencia de su baile. ¿Era su danza un ritual que la ponía en comunión con esa realidad que se negaba? ¿No era ella misma una Eadie cualquiera, un fantasma en vida atrapado en el cuerpo de una quinceañera?
—¿Qué tiene eso de divertidoirónicocurioso? —dijo Gino, quebrando un silencio que se había vuelto incómodo y resistiendo la tentación de tomarla con suavidad de los hombros y darle la vuelta (y verla a sus ojos ojos ojos).
—Que para la niña que fui era un chiste que no acababa de comprender y ahora es la realidad de la que no puedo escapar.
—¿De qué estás hablando? —reprimió el impulso de sacudirle las ideas hasta ponérselas en su lugar.
—Yo soy Eadie, Gino. Soy una puta, una cualquiera que hace... hizo cualquiera.
—¿Serafino? —inquirió, sufriendo al impedirle a una imagen el paso a su consciencia.
—Sí —musitó María, limitándose a cerrar los ojos y desear tener un chal con qué cubrirse los hombros y los pecados cometidos.
Había en sus gestos algo de resignación, de sometimiento y casi abandono a lo cual Gino ya no pudo más que responder. Se lanzó sobre ella y la abrazó. La chica sintió el contacto de la piel desnuda con su camisa algo tibio, casi repulsivo —algo que la inducía a recordar. Pero no se movió. No tensionó de más ni menos un solo músculo. Simplemente se quedó allí. Como siempre. No cayeron lágrimas. ¿Para qué? No eran necesarias.
—Eres la mujer más hermosa que haya conocido nunca —quiso decir Gino, pero algo se cruzó entre medio de sus pensamientos, reformando las palabras, trastabillando con sus segundas intenciones y una tercera en discordia dando vueltas en los rincones más oscuros (y retroiluminados) de su mente. —No sos una puta ni mucho menos. Es una de mis canciones favoritas —dijo en su lugar, completando la frase en su cabeza—, pero en este momento pienso en otra. Pienso en otra que capaz que te guste.
—¿Cuál? —inquirió María, con un ligero temblor de su voz mientras se sujetaba a sí misma más fuerte, más segura dentro del abrazo de Gino.
—“Una noche mágica”.
El cuerpo de Gino tembló una continuación del parlamento que su garganta le negaba: “¿Querés que te la cante?”. María lo notó, asintiendo a su vez con algo que no pudo discernir qué fue.
La voz de Gino —un vibrato que parecía resonar en la otra punta del registro con el que había despotricado en el vestíbulo de la casa de su tía— quebró la quietud de la terraza; el lugar mismo pareció desaparecer.
— Una noche mágica verás a alguien. / Una desconocida en una multitud.
Escondidos sus ojos en el pecho del cantante, el mundo de María sólo era visible a través de los matices que el chico pintaba con la voz.
— Y de algún modo sabrás, sin siquiera dudar, / Que la volverás a ver una y otra vez.
Casi podría decirse que la melodía que Gino oía en su cabeza era a su vez audible para la muchacha, sonriente y escondida en la camisa. Dejó escapar una risita nerviosa mientras el chico lentamente se despegaba de ella.
— Una noche mágica —prosiguió Gino con una expresión de indecible felicidad decorando las facciones que se retorcían acompañando el canto— oirás una risa. / Oirás su risa en una multitud.
En un solo movimiento, mecánico y casi brutal, colocó a la chica a su lado.
—Y en la noche a ti, cual fijación, / El sonido de su risa volverá al soñar.
Sólo entonces se percató de la diferencia de altura entre ellos. María era media cabeza más baja que él, quedando su boca casi enterrada en los cabellos castaños de la muchacha que, ya liberada, se permitía temblar.
—¿Quién lo explicaría? ¿Quién dirá por qué? / Un tonto intentaría, un sabio jamás lo hará.
Una mano firme como pocas había sentido le sujetaba el brazo, una voz firme y melodiosa como ninguna otra le cantaba de emociones de las que jamás había oído. María, con los ojos cerrados, se entregaba a una sensación que, hasta entonces, se había negado a sí misma. Una frase sin formular se formó como una nube semivisible en su mente: Se nota que disfrutás mucho la música. Y se dijo que sí, que entonces sí que la disfrutaba, que se sentía dentro de un caleidoscopio de colores ilusorios, viajando en su mente a través de la voz de su... ¿interlocutor? Ya no. ¿amigo? —¿había llegado a serlo alguna vez?
— Cuando la encuentres —prosiguió Gino, su voz temblando cada vez más, absorbido entre la letra, la música en su cabeza y la que tenía frente a sí— no la dejes ir.
María se giró y vio a Gino a los ojos, un mar gris conectando con un océano ámbar. Una especie envión, un impulso que él nunca había visto sino en una obra musical y ella jamás había sabido experimentar hizo que sus posiciones se torcieran en el instante de silencio antes de que el muchacho finalizase su serenata:
—Cuando la encuentres —musitó, a una respiración de distancia de María— no la dejes ir.
Gino cerró los ojos y sintió que los nervios que había transformado en canción darían pie a un ancla emocional algo más terrenal. Se inclinó en dirección a (elpunto) la chica, extendiendo una mano que buscaría su rostro, asegurándose de que aquello que iba a suceder, lo haría de verdad, que la fantasía en vida que en su cabeza había sido en música, en aquella terraza sería en beso.
Un instante, eso fue lo que separó sus labios. Un instante fatídico, clave, que les fue negado. Sus labios no alcanzaron siquiera a rozarse antes de que un grito casi aullado irrumpiera en la tranquilidad de la terraza, sacudiéndolos de regreso a la realidad con un sobresalto que fue en la dirección contraria a la cual se deseaba.
—¡Ya va a empezar el karaoke! —chilló Gerónimo desde la base del edificio, echándose a reír como un loco a continuación.
Intentaron mirarse nuevamente, pero ninguno de los dos pudo soportar el peso de la mirada sobre el otro. Gino fue el primero en marchar hacia la pista, bajando las escaleras con un aire sólo clasificable como solemne y, quizá, algo triste. María, por su parte, se quedó allí un momento, otra vez en la soledad de la terraza y, con la vista alternando entre el palito que se sacudía con ligereza y objetivos bien claros en la pista y la figura que se perdía más allá del décimo escalón, tanto más gloriosa y virginal.
—Cuando lo encuentres —murmuró— no lo dejes ir.

martes, 6 de noviembre de 2012

Happy Hunting, Pt. 2


Gerónimo Menichelli era de la clase de persona que sólo puede ser definida como tonta —no llegaba a la categoría de estúpido y bobo no alcanzaba a cuadrarle. Era considerablemente inteligente, sí, pero irremediablemente torpe en ocasiones sociales, ya fueran en el salón de clase o a la mesa familiar. Su lamentable comportamiento sólo era capaz de ocasionar dos resultados en sus pares: hastío o compasión. Tal era su situación que llegaba a exasperar incluso a sus padres, buena gente de la buena sociedad de Franco Víctor. Inimaginable fue la sorpresa de la señora de Menichelli cuando le llegó el chisme de que su hijo había sido visto con otros chicos. Dicen que aquella mujer tuvo que sujetarse de un estante de la góndola de los lácteos para no desplomarse sobre una torre de latas de conserva cuando supo de qué otros chicos  se trataba. El rufián de Carmelo Della Robbia se había compadecido de su criatura y había llevado a toda su banda para hacerle compañía.
Por supuesto, los Gimnastas asistían a su encuentro en contra de su voluntad, arrastrados por su (¡oh, poderoso!) líder. Las chicas se habían contagiado de la lástima que acechaba a Carmelo —“Dios sabrá porqué”, comentó Paula en una ocasión—, pero a Finoli seguía sin infundarle nada más que asco. Para una persona de hábitos reprochablemente repugnantes como él, asco se traducía en pateticidad, antítesis de toda decencia adolescente. De lo que rondara por la mente de Chomsky, por otro lado, nadie tenía noticia.
Mucho se hablaba sobre Gerónimo, puesto que los comentarios sobre las personas desgraciadas atraen más —y por tanto fluyen a mayor velocidad— que aquellos que versan sobre el aumento del precio de la carne, tal es el morbo colectivo. No obstante, poco se conocía de lo que efectivamente ocurría en la cabeza del adolescente. Sus hobbies, los niños del jardín afirmaban que incluían matar y mutilar mascotas extraviadas y reír maléficamente mientras quemaba hormigas con una lupa; los de la primaria respaldaban y propagaban tales aseveraciones hasta el límite de mitificarlas. Los estudiantes de la Escuela Secundaria N°24.602 (en vacaciones, muchas gracias), por su parte, comentaba que su tiempo libre se lo reservaba para el baño y revistas que aún no estaba en derecho de poseer.
La diferencia crucial ente el hijo de los Menichelli y el Gordo  —además del comportamiento psicópata— era que del segundo sus amigos tenían, al menos, una cierta aproximación de lo que pasaba por su mente; en cambio, nadie sabía que era lo que Gerónimo Menichelli pensaba en realidad.
Lo único que Gino alcanzaba a interpretar era que estaba hambriento —y aquello era decir poco. Se había comido la mitad de la pizza que habían pedido en lo que a él le había tomado una única porción. Se preguntó si no habría comido en su casa, dado que había llegado pocos minutos después de él —justo después de haber saludado a su amigo y al resto de los Gimnastas y encontrado (finalmente) el bar. Decidió no hacer comentarios. El otro comensal era parco en palabras y él tampoco estaba interesado en una conversación. El silencio entre ambos era incluso más sabroso que la especial entre sus manos —y tenía que admitir que era la mejor que había probado jamás. Tras su escape de las sombras, aquel ambiente cálido le sentaba espectacular. Con el aroma a aceite abusado, comida caliente y caldos baratos, lentamente recuperó el aliento, la calma y el control. La visión de Gero atiborrándose de comida, tragando casi sin respirar (como un perro hambriento) no era exactamente agradable, pero aquello no importaba demasiado.
Carmelo se sacudía despreocupadamente más allá del frente vidriado del bar, olvidando todos sus problemas en lo que duraba cada frenética pieza de baile, concentrándose sólo en no verlos durante el momentáneo intervalo de estática entre canción y canción. El resto de sus conocidos parecía estar disfrutando de un rato igualmente bueno y distendido, aunque quizás Paula y Serafino más que los demás. Desde donde se encontraba, si Chomsky tenía alguna expresión, Gino no alcanzaba a verla. La sonrisa de María, por otro lado, resaltaba y brillaba como (llamas) una supernova. No supo decir si por lo inusitado de la mueca en su rostro usualmente vacío e (apagado) inexpresivo, o por la alegría que irradiaba con cada movimiento de su cabeza y el consiguiente despliegue de su cabellera negra como la noche, chispeante y viva como carbón encendido. Se sorprendió más anonadado que extrañado de aquella nueva actitud.
—Se parte sola, ¿no? —le llegó el comentario de Gero, sobresaltándole.
—¿Qué? —replicó Gino, volviéndose en sí y hacia su interlocutor.
—María, ¿no te parece que está buena?
—S-sí, supongo —balbuceó, devolviendo a sus ojos el placer de observarla. —Nunca la había visto sonreír.
Gero se encogió de hombros y, al no encontrar réplica posible a aquel comentario, regresó a la comida, tomando la penúltima porción. Cuando la hubo engullido en su totalidad, al cabo de cuatro bocados, Gino le preguntó:
—¿Vamos con los chicos?

*

La verdad era que Gino jamás había bailado en su vida. En el ápice de la juventud —a la gloriosa edad de dieciséis—, se suponía que el adolescente tipo ya había salido a boliches y se había emborrachado hasta el punto de devolver la cena en la puerta de una casa desconocida tantas veces que prefería no recordarlo —aunque en realidad lo creyese alguna clase de orgullo secreto. El máximo de decibeles que soportaba ser lanzados directamente a sus tímpanos era el nivel 8 de su Walkman.
Tras el violento encontronazo que había tenido a la quizá no tan temprana edad de diez durante su viaje de estudios a Carlos Paz, hacia el final de su educación primaria, había decidido nunca más volver a poner un pie en aquellos antros de locura. Ya había sido torturado lo suficiente para pagar por una vida de música sana —y a un volumen sano. No obstante, lo peor era cómo las gigantescas concentraciones de gente se chupaban todo el aire con su sudor, volviendo irrespirable una atmósfera de por sí horrible. En Franco Víctor la población adolescente apenas si alcanzaría para llenar un boliche importante, pero bastaba para hacer de la pista del Club Atlético un horno de hormonas.

**

El ruido (no es música, eso no puede ser música) impactaba en sus oídos como si tuviese los parlantes a su lado. Nada más lejos de la realidad —Gino estaba prácticamente en el centro de la cancha improvisada en pista, apretujándose en un círculo de baile que luchaba por su espacio con otros vecinos. Sus movimientos torpes hacían un espejo ridículamente deformado de los pasos seguros y desenfadados (casi ausente y a la vez omnipresente) de Carmelo. El grupo se abría y se cerraba cada tanto, señalando la entrada y salida de los hermanos Halperín Donghi al encontrar parejas de baile particulares. Chomsky se agitaba con incomodidad, en una rutina de baile que se repetía cíclicamente, sin intuición alguna del ritmo. Gerónimo parecía casi borracho: se movía con violencia, retorciéndose más que moviéndose, contoneándose ante chica que se le cruzara por delante y dando nada sutiles golpes con sus cuartos traseros a las que osaran pasar por detrás; Gino no pudo evitar preguntarse qué había tomado antes de que él hubiese llegado, agotado por la carrera de su vida al verse asaltado por una oscuridad que le brotaba del alma y de la naturaleza viva que lo rodeaba. Y ante aquellas tinieblas, María refulgía cual estrella, con un brillo que tenía menos que ver con su vestido corto y más con la gracia de sus gestos. Su (seducción) elegancia. No seguía al ritmo, lo cambiaba —jugaba con él, lo retorcía. En sus pies y sus brazos el tempo era maleable. Se movía como la bailarina que era, contra una música que era indecente incluso a diez kilómetros de una sala de ópera. Y siempre con la sonrisa que hasta entonces le había negado al mundo. Aquella muchacha seria, de aspecto lúgubre y decaído, que arrastraba su cuerpo por la vida, había muerto. De sus cenizas, un fénix surgía y se contoneaba ante Gino en un espectáculo del cual era imposible despegar la mirada. Su rostro se iluminaba a un espejo del de María, sendos rostros irradiados por una alegría que difícilmente hubiese podido definir ninguno de los dos.
Hasta que sucedió. Hasta que la chica perdió el equilibrio —tanto de sus piernas como de su mente. Lo primero que María sintió fue algo en su cadera, golpeándola con brutal (descarado) descuido. Luego, una risotada de mujer (de idiota que se hace la tonta para causar buena impresión) seguida por un chiste verde proferido por un hombre. Su mente procesó la procedencia de la segunda voz antes de que su consciencia le permitiese pensar con claridad nada. Se dio la vuelta y su sonrisa desapareció, dejando nuevamente en su semblante aquel rezago de expresión que lucía habitualmente. Sera(Finoli)fino. Con una chica agarrada por tanto más debajo de la cintura. Si alguien la empujaba, seguramente el escote le revelaría aquello que ferozmente sugería.
—Idiota —masculló, negando con la cabeza y a un volumen que no supo reconocer. ¿Lo había gritado? ¿Lo había susurrado? ¿Lo había dicho siquiera? ¿O no había sido más que un gemido mental, tanto para sí como para él, un reproche sin destinatario más que su psiquis atrofiada?
Dejó de pensar un momento y, en ese instante decisivo, se lanzó como bala de cañón, embistiendo a la pareja por el medio: separando a los futuros amantes de un golpe seco. Siguió el impulso, lentamente recobrando la consciencia de sus movimientos —ya era demasiado tarde para detenerse ni mucho menos volver la mirada. Al atravesar al quinto grupo de baile notó algo frío que le bajaba por los hombros y, sumado a la transpiración que comenzaba a sentir, el costado mojado. Se miró sin dejar de avanzar, como un auto sin frenos. ¿Se había llevado a alguien más por delante? ¿Alguno de los dos tenía una bebida en mano? Daba igual, tenía entonces un propósito: ir al baño. Lavarse. Y si estaba vacío (quién sabe), ¿por qué no echar una lagrimita o dos?
Ya se habían derramado en el camino.

***

Ninguno de los Gimnastas se percató de la escena que se acababa de montar. Carmelo estaba total y completamente enajenado: vuelto a su propia realidad. Chomsky estaba, o muy concentrado en repetir los cuatro pasos que conocía, o (es un asesino serial en potencia, lo sé) pensando en cómo asesinarlos a todos. Gerónimo se había ido a perseguir un grupo de chicas vestidas particularmente provocadoras. Paula estaba disfrutando del postre contra una columna. Finoli no había visto quién había sido el idiota que lo había atropellado. Sólo Gino había visto el estallido y posterior huida de María y hacía más de media canción que se debatía seguirla o no. Echó una mirada en derredor. Nadie parecía muy pronto a extrañar su presencia. La música era la peor que había oído desde que su hermana había obtenido el poder del estéreo del auto en un viaje a Córdoba. Ya no sabía qué más inventar para intentar bailar. El balance le cerraba negativo. ¿Cuánto más podía empeorarse la noche si seguía a la chica que le gustaba? ¿Acababa de decir-pensar que...?
Sí. Si había alcanzado a oírse pensar correctamente, acababa de aceptar algo que había sentido casi al primer contacto. Se dijo que aunque hubiese estado nadando en un mar de gaseosa entre islas de chocolate y pájaros hechos con billetes de cien, la situación le hubiese resultado igualmente desagradable (si no estaba ella) que en la que actualmente se encontraba. Así que allí estaba, golpeando personas mientras murmuraba series de “disculpame” que, más bien, significaban “movete”. El objetivo actual era escapar de la turba de gente que se amuchaba en círculos de baile donde algún idiota hacía una exhibición de sus pobres aptitudes de baile para deleite y risas de sus amigos —se veía tan humillante como ridículo. Claro que cualquier imagen perdía lustre comparada con (NO). Se sacudió aquella tonta necesidad de expresarse a sí mismo lo que le estaba dando el envión para salir de la cancha. No le gustaban esas emociones.
Se encontró en la explanada desde donde se podía subir al edificio del gimnasio, al sector de los asadores, y a las canchas de rugby. No lo dudó. Siguiendo alguna clase de instinto, se dirigió a la mole de concreto que albergaba al gimnasio y los vestuarios. No echó una mirada a la cancha ni a los bancos del quincho. Una imagen mental había parpadeado en él. María, llorando en un rincón alejado de los baños. Quiso alejar la imagen, romper la burbuja en que veía proyectada a la idea de la chica con ¿el corazón roto? No cabía otra explicación. Era la única justificación para la escena que había presenciado. Celos. Ni siquiera acababa de entrar al juego y ya iba en desventaja. Ella y Serafino debían de tener toda una historia. La actitud agria que había dejado ver durante la tarde y lo que iba de la noche evidenciaban que no habían habido un final feliz, pero ¿habían disfrutado de un nudo agradable? Un martillo había roto el cristal de (su) la chica en lágrimas. En su lugar, encontraba a la antigua pareja sonriente, disfrutando del fresco en la plaza del pueblo. Imagen amarga, terrible, imposible, destructiva e indestructible, desesperanzadora y casi mortificante. No. ¡Mortificante era su actitud idiota! Rindiéndose antes de comenzar. Su respiración se agitó y perdió presión al subir las escaleras del edificio corriendo (saltando) como un loco —en cambio, su determinación creció.
Llegó al segundo piso: los vestuarios. Se sintió un pervertido al asomarse y mirar dentro. Suspiró medio aliviado de que no hubiese nadie allí, pero aquello significaba que María tampoco se encontraba dentro. Se dejó caer al suelo y pensó un momento. Estaba (completamente) seguro de que la chica estaba en el edificio. Lo presentía.
Se levantó de un salto con la respuesta brillando como luces de neón. El gimnasio estaba cerrado, pero aún quedaba un lugar donde alguien podía vagar allí. Volvió a las escaleras, ya no a la carrera —sus nervios ahora no se lo permitían—, sino a un paso lento, casi calmo. No podía esperar y aún así estaba aterrado por lo que se iba a encontrar. Iban a estar solos. Ya no podría escudarse de una conversación frontal siendo el tercero en discordia. No. Tendría que sacar un tema de conversación y él en la socialización era un queso vencido hacía diez años. La palabra “hongo” se le deslizó por la mente pero, así como entró, salió sin más reparos, sin ser Gino plenamente consciente de su presencia allí. Había mayores preocupaciones.
No había una puerta, las paredes que bordeaban la escalera simplemente desaparecían con el último escalón. Un tejado, nada más ni nada menos. Una que otra ventila, unas rejas que no impedirían que un descuidado o un decidido se arrojasen al vacío de tres pisos y, claro, María. Avanzó torpemente, a punto de tropezar más de una vez, hasta ella. A unos pasos de distancia, la chica se dio la vuelta con una actitud a medio camino de su aspereza habitual y la gracia de la noche. Sus ojos estaban rojos y brillantes. Había estado llorando.
Gino tragó saliva y, armándose de un valor hueco, dio un último paso. Con una sonrisa dubitativa, musitó:
—Hola.