María no profirió respuesta, simplemente le indicó que se acercara al
tiempo que se daba la vuelta. Gino obedeció e, imitándola, se apoyó sobre la
baranda de la terraza del edificio del gimnasio. Incluso a la relativamente
corta altura de tres pisos, las mesas de los quinchos se veían ridículamente pequeñas.
Sintió vértigo e instantáneamente comprendió por(elpunto)qué. Parpadeó ante una sombra de pensamiento, algo tan
oscuro que sólo pudo vislumbrar antes de que regresase a las profundidades de
su mente. Una mano invisible tanteó en la oscuridad, pero ya no había nada
allí. Fuere lo que hubiese sido, no debía
ser importante. Lo importante estaba a tres respiraciones de distancia,
cubierta por un vestido rosa salmón sobrelavado que estaba a medio camino de la
chica alegre que se había aparecido en la pista de baile y el fantasma en vida
que había conocido esa misma tarde. María no brillaba ya sino en su imaginario,
pero aquello aún alcanzaba para encandilarlo. Desvió la mirada a la pista de
baile, donde palitos de colores se agitaban al ritmo de una música que, en la
seguridad de aquella terraza, no los alcanzaba.
—Me gusta... —empezó Gino con torpeza, como si sus palabras trastabillasen
al intentar salir de su boca—, me gusta cómo bailás.
María se giró para verlo, extrañada. En medio de la noche, aquel rincón
casi secreto era descubierto por la luna, quién los proveía de una iluminación
tenue, pero efectiva. Escrutó los ojos de Gino en la oscuridad, en un gesto que
él sintió como una caricia en el rostro. La expresión de la chica era una de
duda curiosa, ingenua hasta el punto de parecer infantil. Se sonreía a sí y a
su casi desconocido interlocutor. No recordaba el nombre del chico que tenía
delante.
—Se nota que disfrutás mucho la música.
Rió ante el comentario. Claro que le gustaba la música, ¿a quién no? Pero
eso no era lo que le había dicho. No. El chico había hablado de disfrutar. Eso era algo diferente. En
sus gestos, distraída, dejó traslucir un cierto aire de (desestabilización) preocupación. Era un concepto totalmente diferente. Claro que ella, más bien, sentía la música, pero ¿la disfrutaba?
¿O la padecía? ¿Qué sentía al ejecutar cada movimiento? ¿Sentía acaso en ese
instante invisible que se prolongaba sin que tuviese consciencia de ello?
—Supongo que sí. Bueno, no —hizo una pausa, deteniéndose a ordenar sus
ideas. En su mente no había pies ni cabezas, le resultaba imposible diferenciar
el derecho del revés de sus ideas. Se alegró de no haber aceptado la cerveza
que elidiota le había ofrecido. Estaría
(¿se podía?) mucho peor—. El ritmo,
más bien. Me gusta... disfruto bailar
—escupió finalmente, con dificultad. —¿Vos?
Fue el turno de Gino para reír. Odiaba bailar, detestaba cualquier cosa
que involucrara coordinar tempo —excepto, claro, su voz. Pero a aquella chica
parecía serle tan natural como respirar. Se movía como si tuviese el mundo en
sus pies, como si ella misma fuese la encargada de hacerlo girar. Se preguntó
cómo sería verla bailar otra cosa. ¿Cómo se movería al ritmo de los discos que
sólo él conocía? Y eso lo llevó a una pregunta que pareció salirle de la nada.
¿Cantaba María?
—Soy torpe —replicó, cortando el contacto visual y volviendo a la
seguridad del paisaje empequeñecido, con el vértigo presionándole el estómago
más de lo que ya lo hacía el barandal. —Terriblemente
torpe —recalcó—, no se me da bailar.
—¿Pero te gusta bailar? —insistió María, contrariada.
—Supongo que sí, pero no esta música.
—Esto no es música —apuntaló la chica con una risita, devolviendo la
mirada al horizonte, intentando perderla para no centrarla en un punto que,
amargamente, ya había (y ese no es un
hombre) encontrado. —¿Qué tipo de música escuchás?
La conversación había adquirido un matiz trivial, como si estuviesen en
una charla de café y no en la terraza de un club en mitad de una fiesta salvaje
(para los cánones de un pueblito
escondido en mitad de la nada durante casi dieciséis años) en honor al
inicio de las vacaciones de invierno. No obstante, para Gino aquella era una
situación de guerra —un paso en falso significaba la detonación de una mina que
llevaría a loquefuesequestuvieseocurriendoallí
a volar en pedazos. Y pretendía vivir para, al menos, descubrir un misterio o
dos. Se descubrió pensando en ella como (el
punto) uno, y buscó ayuda entre los palitos que, agitándose en colores y
gritos, empezaba a diferenciar.
—Musicales —replicó al fin, casi con vergüenza.
—¿Musicales? —repitió María, perpleja, volviendo la vista al chico. En un
instante clave, el nombre de su acompañante regresó como un relámpago y reprimió
su (¡Gino!) exclamación. Se dio la
vuelta y, apoyando la espalda en el barandal, repitió una vez más, en el tono
en que su repentino recuerdo habría salido: —¡Musicales! ¿Qué es un musical?
El semblante de su acompañante enseñó la más profunda de las turbaciones
que la muchacha hubiese visto jamás, como la de un profesor novato intentando
explicar una lección complicada, la expresión de un orador que no ha preparado
su clase adecuadamente y se ve enfrentado a una muchedumbre a la cual convencer
con pocas y no parcas palabras.
—Es algo así como una obra de teatro con canciones —profirió Gino
finalmente, casi dudando de sus propias palabras.
—¿Una ópera entonces? —se burló María, soltándose de la baranda en un
gesto divertido.
Gino atinó a ver que la chica alegre de la pista estaba volviendo a
imponerse por sobre el ser pálido que hasta entonces había tenido frente a sí.
Lo estaba probando.
—No exactamente —replicó, respondiendo con un temblor en la voz a la
actitud de la muchacha. —Hay diálogos, y generalmente los tonos son algo
menos... vibrantes.
—¿O sea que es una especie de ópera barata? —inquirió María, distraída en
algo que Gino no alcanzaba a ver.
—Yo no la llamaría así. Normalmente hay unos cuantos milloncitos
involucrados.
—Era una forma de decir —se excusó la chica con torpeza mientras volvía a
inclinarse sobre el barandal. —Son algo menos... serios.
Gino no supo qué responder y optó por permanecer en silencio. Sus ojos se
encontraron con los de la muchacha y sintió que permanecerían sellados hasta tanto
no pudiera salir de la profundidad de su mirada, de aquel torrente gris
brillante que tenía algo de secreto y prohibido que no alcanzaba a comprender.
—Para serte sincera, sé perfectamente lo que es un musical —comentó
María. —Aunque no sé si podría decir lo mismo si contase sólo con tu
explicación —se rió mientras, nuevamente, volvía a desprenderse del barandal.
—Hace mucho hubo una canción muy popular acá: todos tenían una copia. “Eadie
era una ‘lady’”, así le decían. En casa creo que todavía hay un simple viejo.
No me acuerdo cómo se llamaba la obra, pero creo que la cantante era algo
con... —se detuvo por un momento, luchando con innominados demonios internos que
nublaban las palabras, hasta que, de un momento a otro, un chasquido acompañó
la aparición de un nombre sustituto, dejando escapar una risotada— Se me viene
a la mente “mermelada”, pero no creo que sea eso —explicó, sin poder contener
una sonrisa.
—No estás tan lejos —repuso Gino con una mueca aún más amplia. —Ethel
Merman la cantaba una obra que se llamaba “Arriesgate”.
De los mismos parajes oscuros en su interior, una voz (gritó) susurró a Gino: ¿Te arriesgarías?, al tiempo que algo (el alma a los pies) caía, como una idea
que acababa de tomar forma en su estómago, un agujero negro que —lo tenía por
seguro— le nublaría el juicio en los momentos seguideros.
—La cantaba de chica. Es divertidoirónicocurioso,
¿sabés? Sabés de lo que habla, claro, pero acá, en Franco Víctor, tiene un
significado particular —se abrazó a sí, invadida por el frío cortante de un
recuerdo que no quería volver a ver. —Se dice que los jueves por la noche
aparece una señora a la que nadie le ve la cara. A nadie se la deja ver. Creo
que es porque debe estar deformada o quemada o algo así.
Gino tragó saliva y aquel bolo que estaba formándose en sustancia casi
palpable hico implosión dentro de su mente. Un torrente de imágenes
incontenibles se sucedieron como si alguien le estuviese golpeando en la cara
con un álbum de fotos abierto. Las llamas, el hongo, el jardín secreto, el
camino y...
—El punto es que esa mujer es, básicamente, una prostituta. Uno creería
que en un pueblo todos sabrían quién es ella o quiénes sus clientes, pero nada
se sabe más allá de su existencia. Te sorprendería lo pesado del sueño de la
chusma. Y esa mujer es popular entre los hombres de Franco Víctor desde los
años treinta. Le empezaron a decir Eadie por la canción y a crear una suerte de
misticismo sobre su figura. Algunos dicen que es un fantasma en vida o una puta
inmortal.
María se detuvo, clavando la mirada en un vacío más allá de la pared a la
que sus ojos se dirigían. Estaba afrontando una verdad que había quedado a
medio articular entre sus palabras. Algo sobre su esencia y (¿por qué no?) la esencia de su baile.
¿Era su danza un ritual que la ponía en comunión con esa realidad que se
negaba? ¿No era ella misma una Eadie cualquiera, un fantasma en vida atrapado
en el cuerpo de una quinceañera?
—¿Qué tiene eso de divertidoirónicocurioso?
—dijo Gino, quebrando un silencio que se había vuelto incómodo y resistiendo la
tentación de tomarla con suavidad de los hombros y darle la vuelta (y verla a sus ojos ojos ojos).
—Que para la niña que fui era un chiste que no acababa de comprender y
ahora es la realidad de la que no puedo escapar.
—¿De qué estás hablando? —reprimió el impulso de sacudirle las ideas
hasta ponérselas en su lugar.
—Yo soy Eadie, Gino. Soy una puta, una cualquiera que hace... hizo
cualquiera.
—¿Serafino? —inquirió, sufriendo al impedirle a una imagen el paso a su
consciencia.
—Sí —musitó María, limitándose a cerrar los ojos y desear tener un chal
con qué cubrirse los hombros y los pecados cometidos.
Había en sus gestos algo de resignación, de sometimiento y casi abandono
a lo cual Gino ya no pudo más que responder. Se lanzó sobre ella y la abrazó.
La chica sintió el contacto de la piel desnuda con su camisa algo tibio, casi
repulsivo —algo que la inducía a recordar. Pero no se movió. No tensionó de más
ni menos un solo músculo. Simplemente se quedó allí. Como siempre. No cayeron
lágrimas. ¿Para qué? No eran necesarias.
—Eres la mujer más hermosa que haya conocido nunca —quiso decir Gino,
pero algo se cruzó entre medio de sus pensamientos, reformando las palabras,
trastabillando con sus segundas intenciones y una tercera en discordia dando
vueltas en los rincones más oscuros (y
retroiluminados) de su mente. —No sos una puta ni mucho menos. Es una de
mis canciones favoritas —dijo en su lugar, completando la frase en su cabeza—,
pero en este momento pienso en otra. Pienso en otra que capaz que te guste.
—¿Cuál? —inquirió María, con un ligero temblor de su voz mientras se
sujetaba a sí misma más fuerte, más segura dentro del abrazo de Gino.
—“Una noche mágica”.
El cuerpo de Gino tembló una continuación del parlamento que su garganta
le negaba: “¿Querés que te la cante?”. María lo notó, asintiendo a su vez con
algo que no pudo discernir qué fue.
La voz de Gino —un vibrato que parecía resonar en la otra punta del
registro con el que había despotricado en el vestíbulo de la casa de su tía— quebró
la quietud de la terraza; el lugar mismo pareció desaparecer.
— Una noche mágica verás a alguien. / Una desconocida en una multitud.
Escondidos sus ojos en el pecho del cantante, el mundo de María sólo era
visible a través de los matices que el chico pintaba con la voz.
— Y de algún modo sabrás, sin siquiera dudar, / Que la volverás a ver una
y otra vez.
Casi podría decirse que la melodía que Gino oía en su cabeza era a su vez
audible para la muchacha, sonriente y escondida en la camisa. Dejó escapar una
risita nerviosa mientras el chico lentamente se despegaba de ella.
— Una noche mágica —prosiguió Gino con una expresión de indecible
felicidad decorando las facciones que se retorcían acompañando el canto— oirás
una risa. / Oirás su risa en una multitud.
En un solo movimiento, mecánico y casi brutal, colocó a la chica a su
lado.
—Y en la noche a ti, cual fijación, / El sonido de su risa volverá al
soñar.
Sólo entonces se percató de la diferencia de altura entre ellos. María
era media cabeza más baja que él, quedando su boca casi enterrada en los
cabellos castaños de la muchacha que, ya liberada, se permitía temblar.
—¿Quién lo explicaría? ¿Quién dirá por qué? / Un tonto intentaría, un
sabio jamás lo hará.
Una mano firme como pocas había sentido le sujetaba el brazo, una voz
firme y melodiosa como ninguna otra le cantaba de emociones de las que jamás
había oído. María, con los ojos cerrados, se entregaba a una sensación que,
hasta entonces, se había negado a sí misma. Una frase sin formular se formó
como una nube semivisible en su mente: Se
nota que disfrutás mucho la música. Y se dijo que sí, que entonces sí que
la disfrutaba, que se sentía dentro
de un caleidoscopio de colores ilusorios, viajando en su mente a través de la
voz de su... ¿interlocutor? Ya no. ¿amigo?
—¿había llegado a serlo alguna vez?
— Cuando la encuentres —prosiguió Gino, su voz temblando cada vez más,
absorbido entre la letra, la música en su cabeza y la que tenía frente a sí— no
la dejes ir.
María se giró y vio a Gino a los ojos, un mar gris conectando con un
océano ámbar. Una especie envión, un impulso que él nunca había visto sino en
una obra musical y ella jamás había sabido experimentar hizo que sus posiciones
se torcieran en el instante de silencio antes de que el muchacho finalizase su
serenata:
—Cuando la encuentres —musitó, a una respiración de distancia de María— no
la dejes ir.
Gino cerró los ojos y sintió que los nervios que había transformado en
canción darían pie a un ancla emocional algo más terrenal. Se inclinó en
dirección a (elpunto) la chica,
extendiendo una mano que buscaría su rostro, asegurándose de que aquello que
iba a suceder, lo haría de verdad, que la fantasía en vida que en su cabeza
había sido en música, en aquella terraza sería en beso.
Un instante, eso fue lo que separó sus labios. Un instante fatídico, clave, que les fue negado. Sus labios no
alcanzaron siquiera a rozarse antes de que un grito casi aullado irrumpiera en
la tranquilidad de la terraza, sacudiéndolos de regreso a la realidad con un
sobresalto que fue en la dirección contraria a la cual se deseaba.
—¡Ya va a empezar el karaoke! —chilló Gerónimo desde la base del
edificio, echándose a reír como un loco a continuación.
Intentaron mirarse nuevamente, pero ninguno de los dos pudo soportar el
peso de la mirada sobre el otro. Gino fue el primero en marchar hacia la pista,
bajando las escaleras con un aire sólo clasificable como solemne y, quizá, algo
triste. María, por su parte, se quedó allí un momento, otra vez en la soledad
de la terraza y, con la vista alternando entre el palito que se sacudía con
ligereza y objetivos bien claros en la pista y la figura que se perdía más allá
del décimo escalón, tanto más gloriosa y virginal.
—Cuando lo encuentres —murmuró— no lo dejes ir.