lunes, 30 de enero de 2012

Häagen Dazs

Una de las heladeras tenía la puerta vidriada fuera de lugar, atascada entre dos carriles. Lagunas de aguas saborizadas y gaseosas ya sin gas se agitaban mientras se formaban pequeños islotes de tierra entre los edificios de cristales rotos. En otros estantes, yogurts echaban olor, su contenido descompuesto y su cubierta destruida. La energía había abandonado la estación hacía tiempo, y resultaba imposible decir si se trataba de días o semanas. Las botellas plásticas parecían indiferentes al frío que les helaba la sangre a través de sus numerosas capas de ropa; estaban tan tibias que bien podían servir de té.
—¿Te parece que el helado esté pasable? —preguntó Carmelo.
La llamada había finalizado hacía poco más de cinco minutos y el cuartucho estaba perdido en su soledad; sin adolescentes asustados ni ratas polvorientas. En una cruel burla del destino, cuando el clic del colgado resonó en la oscuridad, el polvo comenzó a medirse para entrar. En el salón principal de la estación, a través de los ventanales, ya se podía ver a la distancia; las hojas bailaban su allegro con sencillez, resueltas pero calmas. El vals enojado que se había danzado en la carretera se había dado por finalizado cuando la situación se hubo calmado. Los campos se extendían más allá de donde sus ojos llegaban a ver, incluso cubiertos por nubes de tierra que daban, ajenas al mundo, un glorioso encore. Gino casi se sintió culpable por haber accedido a la invitación, pero acabó por convencerse de que era mejor dejar a su tía con sus problemas. Si bien era típico de aquella vivaz mujer el dejarse llevar por los problemas, siempre podía atisbarse la seguridad de que lo controlaría. Era una dama fuerte y decidida, de esas que “se arremangan y sientan el culo a trabajar”, como solía definirse a sí misma. Por su tono de voz, y cómo había colgado, estaba claro que habría hecho de una remera de mangas largas una musculosa. Pocas veces la había visto ponerse como una cabra, pero recordaba cada oportunidad a la perfección. Resoplaba ante cada contrariedad, por ínfima que fuera, y era muy propensa a agredir físicamente—algunas noches, lo atormentaban las pesadillas de una estridente cachetada que le había sido propinada a los cinco años. Mujer brava y sin tapujos, no dudaba en su accionar; pobre del que tuviera entre cejas. Por elección y por providencia para el desafortunado, seguía soltera desde hacía antes de que su sobrino tuviera consciencia. Todo aquello concluía que lo más sano sería mantenerse alejado hasta que su cólera se calmara. Una plegaria silenciosa y fugaz como un pensamiento de paso, pidió que fuese rápido.
—Lo dudo mucho —respondió Gino distraídamente. Mientras sus ojos inspeccionaban el lugar, curiosos por una pista de lo que había sucedido, había encontró un toma corriente y comprobado que la electricidad había abandonado el lugar—, la luz se cortó, o la cortaron, hace rato. Y yo que esperaba poder cargar el celu.
—¡Tu celular! Mirá todos esos helados, seguro derretidos en ese congelador de morondanga. Quería probar uno de esos jaguen… —a continuación hizo un ruido gutural tan extraño que su amigo no pudo más que voltearse a verlo gesticular.
—Häagen Dagz, querrás decir. ¿En serio estabas pensando en robártelos?
Carmelo arqueó las cejas, no en burla sino en protesta, y levantó la mirada de los botes perfectamente apilados dentro de un congelador repleto de colores y escarcha derretida. Se cruzó de brazos en una pose ridícula y replicó:
—Puedo ver perfectamente los paquetes de papas fritas que tenés en tu mochila. El lugar está abandonado, bien podemos aprovecharnos. Vos te llevás tu comida chatarra salada, yo quiero helado. ¿Tan mal está?
—No sé, eso depende de la fecha de vencimiento y la refrigeración. Llevate unas galletitas y no jodas.
Hizo caso omiso de la advertencia, y en cambio optó por abrir el congelador. Acompañado de un chirrido, un suspiro de tufo subió hacia él y lo mareó hasta casi descomponerlo. Como una nube de peste, no tardó en hacer irrespirable toda la zona de los refrigerados. Su nariz se volvió loca y lo hizo tambalearse. Las piernas le fallaron un momento y lo que sintió en un principio como un castañeteo, se hizo un derrumbe en un instante terrible. Alcanzó a sujetarse del borde del congelador, pero no pudo evitar desplomarse en sus rodillas. Con un último esfuerzo (medesmayo medesmayo), lo cerró de un golpe y dejó pasar unos segundos para respirar. Tosió ante el regusto y finalmente se dejó caer al suelo.
—Te lo dije —comentó su amigo mientras le extendía una mano para ayudarlo a incorporarse, la otra tapando su nariz. —Las galletitas son más segu…
Se detuvo en seco. Carmelo tironeó de su mano para que lo levantase, pero Gino ya no respondía. Lo soltó y se tapó la nariz al abrir el congelador. El hedor volvió, pero la curiosidad cruda lo anuló, como cualquier estado de concentración pura bloquea los sentidos que pudieren afectar el correcto accionar o evitar que se lleve a cabo la tarea. Su amigo no contaba con semejante suerte, mas poseía otra similar: la rabia; tal como una persona rabiosa suele perder el uso de la razón, puede perder sentidos. En cuestión, Carmelo no volvió a oler el tufo de semana y media de descomposición por más de un segundo, cuando sintió la irrefrenable necesidad de ahorcarlo.
—Esto estaba intacto —soltó Gino, más para sus adentros que para su amigo, mientras tomaba los baldes y los tiraba fuera del congelador. —¿Por qué no buscaron acá? —uno de los baldes que arrojó se abrió en el suelo, esparciendo un contenido lechoso que parecía una especie de masa de pasta pasada y gris. —O lo hicieron —Carmelo se quedó helado, observando cómo su amigo se movía maquinalmente—, y desconectaron la electricidad para que esto se echara a perder —el hedor comenzaba a ceder y los potes abiertos habían sido lanzados tan lejos, que el aire comenzaba a ser respirable—, y así nadie se atrevería a mirar lo que pudieron haber encontrado —ya había vaciado casi la totalidad del congelador, y no había necesidad de sujetarse la nariz; sin embargo, Gino continuaba con una mano cerrando con firmeza las fosas nasales, y la otra tomando los potes y arrojándolos fuera de su camino— y seguramente escondido —sus dedos tocaron el último balde, de mayores dimensiones que los anterior, y dejó su nariz para tomarlo con las dos manos; imperceptible para su mente ida, su amigo lo ayudó a depositarlo en el suelo— ¡Acá!
Pero no había nada allí, donde el fondo del congelador descansaba, desnudo. Era sólo una plancha de metal a punto de ser oxidado por el agua que los helados habían transpirado. La tapa plástica le devolvió el reflejo de su decepción, y no pudo evitar negar con la cabeza. ¿Por qué? ¿Por qué no estaban todos revueltos aquellos helados? ¿Por qué no había nada debajo? ¿Por qué la estación entera estaba patas arriba, toda excepto por aquel estúpido congelador?
—Pe-pero… —musitó, pero no pudo hacer más que resignarse antes de terminar la frase. Golpeó la tapa con toda la fuerza de sus puños al tiempo que vociferaba: —¡Mierda!
—Creo que deberías… —empezó Carmelo, pero cuando su amigo se giró para asesinarlo con la mirada, no pudo más que tragarse sus palabras. En cambio, le puso una mano en el hombro, y le dirigió una mueca de “¿qué se le va a hacer?” acompañada de un encogerse de hombros. —Igual todo esto fue obra de los piqueteros, que de paso porrazo se llevaban un poco de mercadería mientras reclamaban por lo que sea… —la frase se perdió en el aire. Si ni él mismo se creía lo que balbuceaba, muy dudosamente fuera a convencer a un muchacho que, como un loco, había revuelto helados para alcanzar una respuesta que no le incumbía.
—Seguramente —respondió amargamente Gino, dándose la vuelta para observar las góndolas caídas, los alimentos echados a perder, los peluches mugrientos, los termos rotos, los mates desencontrados de sus bombillas. —Piqueteros.
Entonces resonó una bocina. A través del polvo que había reanudado su marcha, alcanzaba a verse una camioneta de reparto entre los tanques de nafta. Carmelo sonrió ante el cartel que, sobre la cabina, rezaba “Fletes DR e Hijo”, y fue a buscar su mochila. Volvió al encuentro de su amigo con las de ambos, y se la entregó con una mueca amarga. La que Gino le devolvió fue de abatimiento, y tras tomar su mochila, emitió un chillido ininteligible y pateó el congelador. Se oyó un chirrido metálico y el ruido de un impacto. Los amigos se volvieron instantáneamente y se miraron. Gino dio una segunda patada, y ambos observaron la plancha del fondo elevarse un poco y caer estrepitosamente.
—Eso no debería pasar —exclamó Carmelo y, mientras otro bocinazo pedía que salieran, se metió dentro del congelador. —Ya decía yo que mejor me cortaba las uñas a la vuelta —comentó al sujetar la plancha por un extremo y levantarla. Por un momento, sus dedos temblaron en sorpresa, y estuvo a punto de soltarla.
A través de la tapa de plástico translúcido, y con bocinas aullando—cada vez más fuertes y más lejanas—, Gino pudo ver una especie de hongo plateado, un brillante champiñón deforme y enorme—no podía ser más pequeño que su pulgar—, extenderse hasta dominar la totalidad del verdadero fondo del congelador.

lunes, 23 de enero de 2012

The Amazing Journey, Pt. 2

El aire helado se colaba por entre los agujeros en los cristales que hacían las veces de paredes, y sin embargo funcionaban más bien como ventanales rotos. Fuera, el viento aún rugía, y las posibilidades de que amainara se veían tan lejanas como la granja de su tía. Dentro, parecía que algo tanto más fuerte que aquel vástago bastardo de huracán que chillaba entre los campos hubiese saqueado y violado el lugar; sólo las mesas, atornilladas con firmeza al suelo, no habían sido volcadas—todo el resto estaba desparramado, en partes. Parecía como si un pequeño hubiese estado revolviendo en su caja de juguetes, intentando fútilmente hallar su cachivache preferido. Se preguntó si los piqueteros habían pasado por allí y, más aún, si eran la razón de semejante desastre. Muy dudoso, se dijo, firme su auto-réplica, pues aquello no se le hacía una obra humana.
De una estantería derribada al otro lado de aquel salón principal en el que se encontraban, le había llegado un paquete de papas fritas. Lo guardó en la mochila, y otros tres más que encontró desperdigados en las cercanías. Se detuvo cuando llegó al mostrador. Había monedas y billetes mezclándose con variedades de caramelos y barras de cereales y chocolates. Su mirada lo llevó, hipnotizado, hasta la caja, abierta de par en par, con su contenido revuelto (¿Por qué no se llevaron la plata?). Definitivamente, alguien—o algo—, había estado buscando allí. Se preguntó, pasando por alto el qué y porqué, si efectivamente lo había encontrado. Se temió que sí, y entonces encontró un rastro. Sus ojos, obnubilados hasta la retina, lo siguieron sin parpadear, casi temiendo que algo ocurriese en el instante de oscuridad hasta que volviera a ver. Casi, porque una vez más se había sumido en la inconsciencia, y muy difícilmente pudiera sentirlo de verdad. Se dijo—se susurró, más bien— que aquellas marcas no podían ser de pies, y tal vez ni siquiera de patas. No había un patrón definido, eran como las manchas subjetivas que enseñan los psicoanalistas a sus pacientes. Sintió  resbalarse emociones; sentimientos oscuros se manifestaron a flote en aquellas huellas misteriosas: miedo, dolor, odio, orgullo y algo más que no se atrevió a profundizar.
Sus párpados cedieron cuando su mirada chocó con una puerta. Como el chasquido de los dedos ante las llamas, lo hizo despertar.  Un cartel grabado en metal advertía que  “Sólo Personal Autorizado” podía ir más allá. Consideró sensato dar noticia de su descubrimiento.
—¡Eh,…! ¡Che! —empezó, sólo para caer en la cuenta de que desconocía el nombre de su acompañante en percance. Se sintió avergonzado por un momento, mas al siguiente optó por tragar saliva y su orgullo y preguntar: —¿Cómo te llamás?
—¿Hum? —fue la respuesta automática que oyó, típica de las personas cuyas mentes no se encuentran junto a sus cuerpos. En efecto, Carmelo estaba parado frente al ventanal que hacía las veces de puerta; su mochila a sus pies; su vista perdida en el vendaval que se revolcaba entre los tanques cargadores de nafta. El polvo y las hojas bailaban al son de las penas del viento, y aunque algunos se colaban entre los cristales rotos, uniéndose a la fiesta de intentar congelarlos, él sólo se quedaba allí, tieso, perdido e invisible. Se preguntaba si en algún momento la tormenta amainaría. ¿Y si no lo hacía? ¿Haría finalmente aquello en que había pensado un kilómetro antes, y que había dudado nomás presentarse en su cabeza? Sin embargo, no veía otra opción. Los remolinos de mugre—hermanos del que había hecho que su amigo (ya se habían decidido así tácitamente)  casi se perdiese en la niebla de tierra para rodar hasta su perdición— no parecían muy convencidos de dejar de rugir. Dio una última mirada a los tanques y a los postes que los fijaban en su sitio, extendiéndose hasta un tejado que muy dudosamente resguardaría a alguien en caso de lluvia. —Carmelo —se presentó, finalmente libre de su trance. —¿Y vos?
—Gino Teri. Mucho gusto —se dieron la mano, y luego señaló la puerta. —descubrí unas… pisadas, calculo, que llevaban hasta ahí, por eso llamé. Creo que puede tener que ver con el estado de este lugar.
Carmelo le dirigió una mirada severa.
—¿Te pusiste a jugar al detective? —replicó fríamente.
—Sí, mientras vos admirabas el paisaje —el tono era ácido, y olía (apestaba) a ofendido. Ya no le importó el orgullo ni quién sería el líder en aquella partida de dos personas. —Por más que mires fijo a esa tierra, no va a dejar de moverse, creeme —estaba perdiendo el control, y se sentía estupendamente—. Yo elegí hacer algo útil. Por si no te fijaste —sin darse cuenta, había empezado a acercarse a Carmelo, y sus manos a cerrarse en puños, cuyo último uso o alcanzaba a recordar. Estaba irritado—, acá pasó algo.
—¿Y pretendés ir atrás de un algo que dio vuelta una estación de servicio entera? Te daría un premio por tus luces, pero lo dejé en casa.
—No hay teléfonos —replicó, optando por ignorar el comentario y recobrar la compostura—, y probablemente haya uno allá.
—¡Buen trabajo, Sherlock! —fue la respuesta de Carmelo, acompañada de una risotada y aquel gesto burlón tan molesto.
Un puñetazo en la boca del estómago fue la respuesta de Gino, y se suponía iría acompañada de una patada que acabaría por descargar toda su tensión. Pero no fue así. Sin aire, con lágrimas en los ojos y el dolor punzando, reverberando incluso en su oído, Carmelo sujetó la pierna de su agresor con firmeza, y lo empujó hacia atrás. Gino se golpeó el hombro derecho con el borde del mostrado y su cuerpo amortiguó la caída de unas barras de chocolate que habían perdido el equilibrio. Estaba a punto de levantarse y volver a la carga—una rabia ciega creciendo en él, casi dominándolo por completo—, pero su amigo ya estaba sobre él, sus manos cerniéndose sobre su cuello como las fauces abiertas de un perro furioso.  Las tomó antes de que fuese demasiado tarde, e intentó doblegarlas.
Fuera, los remolinos contemplaban la escena de dos adolescentes forcejeando para zafarse el uno del otro, retorciéndose, soltando patadas a diestra y siniestra, dándose puñetazos que no acababan de llegar a su destino para dirigirse a otro, y finalmente rodar, de un lugar a otro. Hasta que desaparecieron detrás del semicírculo de encimeras que formaban el mostrador.
La cabeza de Carmelo impactó con la puerta, que se abrió de par en par—y por un segundo temió que a su cráneo fuese a ocurrirle lo mismo. En aquel pequeño cuarto, una débil luz brillaba cansada. La lucha se detuvo por un instante en que ambos entornaron los ojos para espiar dentro—algo se había movido. Gino los abrió como platos cuando lo vio; su amigo no pudo reaccionar hasta que lo tuvo justo frente a él. El polvo, que se había colado en el cuartucho a través de una claraboya rota, se levantaba, y un repicar suave—tap, tap, tap— crecía en intensidad y cercanía. TAP TAP TA…
Carmelo sólo pudo proferir un grito de terror crudo cuando un ratón saltó de la oscuridad a su rostro para continuar su huida entre los campos de trigo. Alejó a Gino de un empujón espasmódico y comenzó a abofetearse la cara, demasiado desesperado como para limpiarse debidamente la cara.
—Maricón —sentenció  su amigo con una sonrisa, negando con la cabeza. —Allez, hop! —murmuró al incorporarse de un salto, y le extendió una mano para ayudarlo a ponerse en pie. —Nos hacía falta una buena bronca, ¿no?
—Así parece —masculló Carmelo, aceptando la ayuda con amargura. —¿Investigamos?
—¿Quién juega al detective ahora? —replicó, adelantándose—. Esto se siente como una película. Hasta tenemos el efecto dramático de que mi celular esté muerto.
—Callate —ordenó Carmelo, entrando también en la habitación y haciendo vicera con su mano para que no le entrara polvo en los ojos—, y buscá el teléfono.
—Espero que ese ratón no haya mordisqueado los cables. En ese caso, estaríamos…
Rata.
—No es exactamente lo que tenía en mente —comentó Gino entre risas mientras movía a tientas sus manos en la pared. —Bueno, personalmente, nunca estuve rata.
—Esa… cosa que salió de acá, no era un ratón sino una rata —explicó con una severidad a través de la cual se le entrevía algo de divertido. —Una rata es más…
¡Presto! —exclamó con júbilo Gino. —Encontré el teléfono. Ahora recemos porque funcione. Tiene tono —advirtió al descolgarlo. Los dedos le temblaban tanto que tuvo que marcar tres veces hasta poner bien el número. Cruzó los dedos para que no diera ocupado.
—¿Hola? —respondió una mujer al otro lado de la línea. La voz sonaba ronca e irritada, pero vivaz. —¿Hay alguien ahí?
—Sí, soy yo, Gino —le gritó al tubo. La voz le llegaba lejana y la recepción era muy débil. —¿Me escuchás, tía? Estoy atrapado en una tormenta, en una estación de servicio cerca del —se detuvo un segundo para pensar dónde estaba, y taparse el otro oído para escuchar mejor— kilómetro doscientos sesenta y ocho, aproximadamente. ¿Tía?
No hubo respuesta, pero tampoco habían colgado.
—Mire —sonó difusa la voz de su tía Emma—, tengo mucho qué hacer: trabajo y gente que atender, ¿vio? O habla más fuerte o le corto, que no estoy para perder el tiempo. Mi sobrino va a llegar en cualquier momento, y voy a tener que ocuparme de él también. Ya tengo suficiente sin tener que contarlo a usted. Así que haga el favor, a mí, al mundo y a usted mismo, quienquiera que sea, y púdrase. Muchas gracias.
Le cortó, dejándole atragantado su “Soy tu sobrino”. De todas maneras, se dijo, no lo habría escuchado aunque se hubiera callado, y él hubiera gritado hasta que su garganta llorara. Tragó saliva y notó que estaba transpirando de los nervios. ¿Qué hacer? La desesperación se le evidenciaba en la mirada, y Carmelo la vio, junto con el nudo en la garganta que se torcía y se enredaba más. Por un instante, todo el terror, el miedo y la desesperanza hicieron un agujero en sus ojos; a través de ese agujero, se podía ver su alma. La puerta se cerró con un gesto del viento y el contacto visual se cortó con la creciente oscuridad.
—¿Te molestaría quedarte en mi casa hasta que pase la tormenta? —escuchó de la voz de su amigo en las tinieblas, firme y segura, como las que se oyen reconfortar a alguien que pena. —Estoy seguro de que mi viejo puede traer la camioneta hasta acá y llevarnos al pueblo.
—¿El pueblo? —respondió Gino, tragando con firmeza, intentando deshacer su nudo.
—Sí, está a unos kilómetros de acá. A unos cinco de la granja de tu tía, calculo. O podemos dejarte ahí directamente, no creo que haya problemas.
—No, gracias. No quiero molestar a mi tía más de lo necesario.
El hilo de voz se iba perdiendo, y Carmelo no alcanzó a oír el final de la frase. Gino se hizo a un lado y su amigo, con una mueca de compasión y gravedad oculta en la penumbra, comenzó a marcar.

domingo, 15 de enero de 2012

De cómo un ratón huye despavorido hacia los campos de trigo

No podían ser más de las 9 y veinte, se repetía Carmelo, pero se sentía como si hubiesen estado caminando por horas y horas. El paisaje se repetía indefinidamente, como en los dibujos animados que veía en casa de sus amigos—no tuvo uno propio hasta que le llegó aquella edad en que su orgullo, y el hecho de no tener cable, no le permitían ver más que el informativo y Los Simpsons—; empezando, terminando, volviendo a empezar, un lienzo perfecto, que giraba y giraba entre rodillos, pasando a su lado una y otra, y otra vez. Sólo campos, hectáreas y hectáreas de “lo que sea que fuere aquel cultivo” que se extendían más allá del horizonte, más allá de donde la vista se perdía entre pastos especiales y plantas que oscilaban en las brisas, saludando gentilmente al aire y al sol, suplicando por algo de calor y buenos augurios.
—Tengo hambre —comentó, medio a aquellos crueles sol y aire, medio para sí. Se acarició la rodilla izquierda con una mueca de dolor. Se había clavado una piedrita al desternillarse de risa, diez minutos antes, y todavía le dolía un poco. —Vendría bien una milanesa de soja —añadió, con un tono de resentimiento hacia los campos que se extendían hasta el infinito de su mundo.
—Difícil —replicó amargamente Gino, sus únicas palabras desde que habían retomado la marcha. En un acto reflejo a aquella actitud burlona, divertida de Carmelo, había mantenido una posición defensiva que ya rozaba la agresividad. Ni él mismo entendía el porqué, pero sentía algo extraño en aquel sujeto—, considerando que no vas a encontrar más que trigo a tu alrededor. Pero no te preocupés, tenés tantas posibilidades de conseguir pan como una milanesa.
—¿Qué? —inquirió Carmelo, perplejo.
—La soja se cosecha mucho antes de julio —explicó Gino, en un tono que, si bien sonaba condescendiente, no dejaba de ser más que el que toma cualquiera cuando está feliz de explicar algo de lo cual tiene, al menos, un poco de conocimiento—. No hay posibilidades de que nada en todo este mar de hojas sea soja. Es la época del trigo —sentenció con una mueca de disgusto.
Y como en respuesta, los trigales se sacudieron. Primero, lenta e imperceptiblemente, como un fiera agazapada se desliza hacia su presa. Sin notarlo, avanzaron por la banquina rodeando a un mar embravecido en tormenta. El cabello de Gino, pegado a su frente por el sudor, ni se inmutó; su chaleco de inverno le escudaba el pecho de cualquier ráfaga; la remera de algodón era casi impermeable al frío; su piel, cubierta bajo, al menos, cuatro gruesas prendas, se había vuelto insensible. Si bien la ropa de Carmelo ejercía un efecto similar —cubriéndolo y protegiéndolo de todo excepto del sudor frío que le pegaba la remera a la espalda—, sus cabellos vagaban libres, peleándose y enredándose. Cuando empezaron a sacudirse más de lo que la brisa y el paso deberían, lo notó; fue demasiado tarde.
Un vendaval azotó la ruta y, por un breve instante, la mente de Carmelo se apagó. Volvió a las llamas, y se preguntó si también estarían tambaleándose; si estarían cayendo, como titanes derrotados; dónde caerían y los estragos que causarían; lenguas de fuego revolviéndose, convulsas. Y con un sacudir de su cabeza, volvió a su realidad; volvió al vendaval.
El cielo repentinamente se oscurecía a su alrededor, amenazando tormenta; nubes grises ennegreciéndose, dando paso a espesas mortajas—que no pudo evitar se le hicieran mortuorias— que daban la impresión de ceñirse sobre ellos. El día era noche, y se le escapó un pensamiento perdido de la cortina en el colectivo.
Carmelo no gritó: sabía que era inútil; el sonido se perdería incluso antes de salir de su boca. Le golpeó el hombro correspondiente al brazo dolido y, mientras señalaba a una edificación lejana—casi más allá de un distante, oscuro horizonte—, moduló un “¡Corré!”. Casi no fue necesario: entre hojas caídas y tierra de la banquina, ambos parecían casi volar en aquel viento salvaje. La brisa indómita los impulsaba a tal velocidad que a duras penas podían mantenerse de pie. Se descubrieron trotando con ligereza y, al segundo siguiente, picando casi sin pisar el suelo.
La naturaleza bramaba a su alrededor y Gino oyó un rumor entre los campos de trigo; Carmelo lo sintió casi como una risa gutural. Sentían al horizonte acercarse y alejarse, como si estuviese burlándose de ellos. En alguna indescriptible fracción de tiempo, alcanzaron a ver con mayor claridad el edificio señalado, pero no lo suficiente para distinguir de qué se trataba su pronto a ser refugio; el aire se revolvía a su alrededor y nublaba la vista. Escudándose los ojos del polvo, avanzaron a gran velocidad. El paisaje era tan llano, tan plano y monótono, que su destino podría, muy fácilmente, haberse encontrado a más de medio kilómetro de distancia; sus piernas agotadas los llevaron en menos de tres minutos que se sintieron como cinco segundos atravesados de repetidos amagues de caídas—hasta que finalmente Gino se tropezó, a metros del misterioso edificio. Rodó libre y ligero como una pluma, y fue el turno de Carmelo de devolver el favor: de alguna manera se había hecho de un poste, al cual se abrazaba con un brazo, y con el otro evitaba que su ¿amigo, compañero de asiento? se deslizase más lejos.
Con un doloroso entornar de los ojos, se le reveló que aquel poste pertenecía a un tanque de carga de nafta. En un mismo pensamiento desarticulado, se dijo a sí mismo que ¡estamos en una estación de servicio! y se preguntó ¿dónde carajos está la puerta?, ignorando por el momento el desvencijado aspecto del lugar. Una vez localizada una entrada al edificio—los restos de un portal doble de cristal—, y tras una sufrida flexión del brazo que anclaba a Gino, se guarecieron dentro. Entonces Carmelo gritó, y un ratón huyó despavorido—a través de uno de los numerosos agujeros en los vidrios—hacia los campos de trigo.

lunes, 9 de enero de 2012

The Amazing Journey, Pt. 1

Nothing to say and nothing to hear
And nothing to hear.
Each sensation makes a note
In my simphony.

La temperatura aún estaba baja. De hecho, lo había estado desde la mañana ya lejana en que Gino se había subido al colectivo y pagado los $2.50—¡un boleto!—, pero eso estaba por cambiar. Los bolsos se intercambiaban entre hombros y manos invariablemente; el sol, antes atrapado en la frescura de la mañana, se abría paso entre los vientos fríos y hacia su piel como pequeñas puñaladas de calor; los pies ardían en sus cárceles de cuero, y las piernas se quejaban en dolores y espasmos musculares que se intensificaban con sutil violencia a cada kilómetro; los pechos comenzaban a arder tras las camperas de polar y los suéteres de lana, pegándose con una fina capa de sudor helado a remeras que lastimaban, y sin embargo, las gélidas brisas de aquella mañana de invierno cortaban su piel con singular fiereza; el cansancio se iba apoderando lentamente de ellos, trepando por su cuerpo como un cáncer: extendiéndose silenciosamente en su marcha autómata.
—¿Pensás hablar? Decir algo, o algo, digo —suspiró Carmelo tras los primeros veinte minutos, un kilómetro de sumo, imperturbable silencio.
Las llamas que les habían quitado el habla, la respiración y parte de la razón se encontraban ya muy atrás, y sin embargo ninguno de los dos podía sacárselas de la cabeza; en parte porque el abrigo que tenían era un chiste frente al aire helado de las nueve de la mañana; en parte porque aún había un rezago de temor en sus mentes—uno que no podían acabar de identificar, de dilucidar con seguridad (como un gusano resbaladizo y escurridizo).  Claro que entonces las llamas estaban muy lejos de ser la razón del silencio de Gino.
—No —replicó secamente, apurando el paso mientras se pasaba el bolso del brazo izquierdo al derecho con una mueca de dolor. El frío lo había entumecido un poco, pero aún ardía en punzadas de dolor crudo. Era casi manejable, pero aún tenía que luchar por mantener firme su voz.
—¿Y eso por qué? —estaba levantando la ceja, Gino lo sabía perfectamente, aunque su vista estuviese fija más allá del horizonte: en la tan lejana granja de su tía Emma.
—Porque mi día iba simplemente perfecto hasta que un idiota me despertó a codazos, me puso su mochila en la cara, y me corrió la cortina cuando yo sólo quería dormir plácidamente. ¿Te suena a alguien conocido?
El tono era tan ácido que, en el dudoso caso de que Carmelo fuese el tipo de persona sensible a las críticas e insultos, podría haberse sentido ofendido. Su respuesta fue una risa tan burlona que pudo haber pasado por histérica. Duró cosa de un minuto, hasta que, por su propio bien—las mejillas y el vientre le iban a explotar de tanto reír—, se calmó, o al menos lo intentó.
—Sí, al tipo que te despertó de tu estado comatoso enfrente de un piquete —consiguió articular entre accesos de risa.
—¿Es pariente del que casi me saca un brazo?
Estalló en carcajadas, sujetándose la inexistente barriga y soltando las más fuertes risotadas que Gino había oído jamás. Estaba desternillándose de risa, literalmente. Su boca se abría y cerraba, convulsa. Sus fuerzas cediendo, calló de rodillas, impactando en los fragmentos de grava que nutren las banquinas a los lados de la ruta. Ni él mismo pudo contenerse. Apretó los labios con firmeza, pero no hacían más que temblar, luchando por liberarse en carcajadas. Acabó por ceder, y las risas resonaron, quebrando el silencio que parecía nacer de entre los campos de trigo, por cosa de tres minutos consecutivos.
Cuando la conmoción finalmente cesó, Gino ayudó a Carmelo a levantarse y se miraron por un instante antes de retomar el paso—el gesto burlón había desaparecido, y su expresión era simplemente desafiante, como la suya.
—Dudo mucho que vayamos a llegar ni cerca del kilómetro 264 antes del mediodía —dijo Gino en voz alta, aunque para sí, mientras con el brazo libre intentaba inútilmente encender el móvil. No había manera. —La tía Emma se va a enojar… con lo cual mis viejos se van a enojar.
—No necesariamente —había cierta duda, no en su tono sino en su rostro, como si se estuviese debatiendo una decisión comprometida, en aquella afirmación. La expresión desapareció en un instante. —Podemos hacer una parada en una estación de servicio, y le avisas a tu tía que no vas a llegar a horario.
No es mala idea, pensó Gino para sus adentros, y entonces se percató de que no tenía la más mínima idea de a dónde se dirigía aquel sujeto que caminaba con calma, sin apuro, como si su situación fuese la más normal de todas. Se preguntó de dónde venía aquel aire resuelto, como si nada pudiese sorprenderlo—como si nada se escapase a su certero conocimiento; se preguntó con quién venía andando hacía ya un kilómetro.
Si bien no hubo una charla muy fluida durante el resto del trayecto, todo fue bien—al menos por otro kilómetro.
Hasta que uno de los dos gritó.

domingo, 1 de enero de 2012

Science-Fiction Double Feature Literary Show

La cabeza le daba vueltas como una calesita descarriada y a toda velocidad, y sentía como si su brazo le hubiese sido arrancado de cuajo —sólo que no habían conseguido hacerse con él, éste aún colgando de un débil tendón. Se había dado la frente de lleno con el respaldo del asiento delantero y su consciencia luchaba por salir del abismo de desorientación que le nublaba la vista. Pero no el oído. Un llanto —¿de una niña, quizá?—, una canción susurrada y distante —uno de los auriculares rozaba su oreja, aún indeciso sobre acompañar o no a su hermano en el suelo—, quejidos cercanos —la voz le resultaba vagamente familiar— e insultos lejanos —¿En su mente, quizá su consciencia luchando por retomar el control, o ya fuera del colectivo?
En cosa de medio minuto, sus percepciones ganaron nitidez. Ya se escuchaban sólo sollozos ahogados en un pañuelo y una respiración entrecortada; vislumbró a su compañero de fila intentando levantarse del suelo; la música tocaba en silencio para sus pies; y el chofer no estaba. Apoyándose en su brazo izquierdo —estaba seguro de que gritaría si intentaba mover el otro—, hizo un esfuerzo sobrehumano por levantarse. Se sentía entumecido hasta la médula, pero necesitaba saber el porqué de tan brusca frenada. No aliviaría su dolor —¿Se lo había dislocado?—, pero al menos saciaría su curiosidad. El trance comenzó. Se tambaleó hasta la puerta, ignorando un agradecimiento ahogado en un susurro:
—Si no me hubieras…
No se quedó a escuchar el final. Su vista fija en lo que sucedía más allá del enorme parabrisas. Esquivó con una precisión que sólo podía resultar de la más profunda de las hipnosis los bolsos y las personas en su camino; sus ojos fijos en el objetivo. Todo su ser estaba alienado: sus sentidos más agudizados que nunca, y sin embargo pedidos en un vahído semi-consciente.
—¡Eh, che! Te estoy hablando —gritó Carmelo, pero ya no había nadie allí para replicar.
Con una mueca de dolor (maldito apoyabrazos estúpido apoyabrazos apoyabrazos de…) acabó de ponerse en pie y se encaminó hasta la puerta abierta en el frente, avanzando a trompicones. Se preparaba para soltar su diccionario de insultos, pero tuvo que ahogar una queja cuando escapó la cabeza fuera del vehículo. Cuando lo vio.
—Madre de Dios.
Le pareció, en un primer momento, una enorme lengua de fuego. Luego, un gigantesco demonio salido de los más profundos confines del infierno (del noveno círculo de Dante, ¿o era lisa y llanamente Lucifer?), naciendo de un abismo negro, deformándose y tomando una forma dolorosa, terroríficamente real. Era una masa, una fogata profunda —en calor y odio. Le ardía en los ojos; no sólo hervía el aire a su alrededor: consumía todo a su paso. Y se abalanzaba sobre él (y el colectivo y todo lo demás), menándose, contoneándose en una forma que sólo podía ser perversa —como si aquella flama supiese que, al menos mientras ardiera, estaría en control—, echando chispas que explotaban en advertencias atrevidas y burlonas. Una columna de humo se extendía y expandía como una nube negra, cubriendo el cielo con una rapidez asombrosa —¿O era que estaba atrapado en una burbuja congelada en el tiempo, mientras el mundo simplemente giraba a su alrededor? No podía ser más que un mero espectador, incapaz de actuar, de moverse siquiera. Una chispa perdida salpicó su campera y se esfumó con un chasquido, liberando el pasmo de su mente. Sólo entonces, una vez que asimiló aquello que estaba viendo, lo comprendió. Las ruedas. Las llamas. Los gritos. Pudo oírlos: insultos, quejas; súplicas bañadas en agresión, fraguadas por el odio y la indiferencia. Lejos de ser el caucho quemado, era el miedo lo que se olía (reinaba) allí. Como una peste, un hedor que lo invadía todo. No sólo fluía de los piqueteros, no, emanaba de los policías que intentaban contener aquella barricada encendida, y del chofer que intentaba entablar una conversación con el oficial de mayor rango. Sin embargo, de un muchacho menudo, de una estatura no mucho menor a la suya, sólo podía leerse estupefacción, tan pura como la suya propia hasta segundos antes, su mente abstraída en el infierno cociéndose a su alrededor. Con sus agradecimientos olvidados en algún lugar de aquella fogata, se le acercó y le chasqueó los dedos frente a sus ojos cubiertos por cabellos lacios y lánguidos; fláccidos y revueltos, naciendo de su cabeza como fideos pasados y pegoteados, sin vida; envueltos en el sudor provocado por la humareda y las llamas alzadas en protesta.

Parpadeó por medio minuto hasta recobrar el total control de sí mismo. Estaba en mitad de una protesta (un piquete, un piquete de verdad), y no recordaba haber sudado tanto desde el día en que la temperatura había subido a 43° hacía tres veranos, casi provocándole un desmayo. Las chispas volaban a su alrededor y casi no podía recordar cómo (¿en qué momento?) había llegado hasta allí. Y alguien le estaba poniendo las manos (manazas) en los hombros —iba a sacudirlo. Reaccionó un momento antes de que empezara a zarandearlo, y entonces lo reconoció como el quisquilloso que quería la cortina descorrida.
—E-estoy bien —alcanzó a articular Gino, apartándose lentamente, en dirección al chofer a unos pocos metros de allí. Ya recobrada la consciencia en forma completa, y con las esperanzas de que sus sentidos no volvieran a abandonarlo, pudo sentir el calor de las llamas algo más tibias, como después de unos momentos de zambullido en el agua. Sus pasos ya eran firmes y seguros, pero el brazo aún ardía en punzadas. Tuvo tiempo de preguntarse si se lo había dislocado una sola vez antes de llegar al encuentro con el conductor del vehículo detenido—. Disculpe, ¿qué pasó?
El hombre, un cuarentón con la amargura y la resignación pintadas en el rostro y enmarcadas por cada arruga brillante a la luz de la lumbre, primero lo miró con incredulidad, como si fuera incapaz de comprender la estupidez de la pregunta. En sus facciones se advirtió una rápida reflexión (es una pregunta retórica, el muchacho sabe qué pasa y sólo está preguntando la razón de la manifestación), y finalmente una mueca de asco.
—Estos infelices de siempre —soltó con un resoplido de desgano, de una decepción que sólo podía achacarle a la incorregible humanidad, de la cual muy probablemente aquel hombre se excusaba—, que no tienen nada más inteligente que hacer cuando les falta un palito para rascarse mejor, que ir a prender fuego unas llantas para molestar a los que sí nos rompemos el —se detuvo un segundo, quizá pensando que aquel chico tenía la edad de su hijo más pequeño, murmuró por lo bajo, y prosiguió:—alma para traer el pan a la mesa. Dicen que no se van hasta que el gobernador en persona no venga con chapas abajo de los brazos. Bien podrían ir sentándose y callando un poco la boca, que para cuando alguien de la política movilice el culo ya van a estar afónicos —a esas alturas, el chofer daba sala a una audiencia de dos adolescentes inquietos y preocupados—. Vamos a tener que dar media vuelta y revuelta para…
No —afirmó Gino con un ímpetu que al chofer sólo había oído de un superior—, no puedo volver, tengo que llegar en una hora a…
—No depende de mí, pibe —replicó el conductor en el tono más afable que pudo encontrar (tiene su edad, tiene su edad y no le voy a gritar como ya no le estoy gritando a él)—. No puedo seguir por acá, ese fuego va a hacer desastres en el bondi. Y a menos que sepas de otra vía mágica que yo no pueda ver, no hay otra: nos volvemos.
Gino abrió la boca para responder pero no encontró palabras. No hubo más remedio que cerrarla. Sin embargo, aquello no resolvía el problema. Estaba aún a media hora en ruedas de su parada, y a otra media hora a pie de la granja. No llegaría hasta la hora de la cena, eso era seguro. Los pasos del chofer de vuelta al colectivo le otorgaron un cierto tono de irrealidad  a aquello mientras reverberaban en su cabeza.
Miró en la dirección del delgado espacio que dividía las llamas de los campos de soja que dominaban el paisaje a los lados de la ruta. Había un pequeño cartel blanco clavado en el suelo allí. Imponía presencia con sus números pintados en negro: kilómetro 246.
Repentinamente se dio cuenta de que no podía recordar el último fin de semana que había pasado en su casa, y el hecho de que no tenía con quien pasarlo de vuelta en el pueblo (vamos a tomar una para las penas de fin semana, ¿dale?). Y cuando el chofer empezó a  comunicarles al resto de los pasajeros lo que sucedía y que tenían que volver hasta la terminal, recordó el mensaje. La tía Marta estaba allí esperándolo en el portal de casa, con esos brazos de piel y músculo fláccidos; esos labios que más que inflados estaban inflamados; siempre con una cita a medio recordar y enteramente fuera de lugar para recitar en esa voz chillona que lo molestaba desde los tres años cuando, tras haberse colado en el club de lectura de su madre, se había autodenominado mejoramiga —lo decía tan rápido que se hacía una única palabra—, y por tanto, tía de los pequeños Ginito y Laurita.
—No vas a volver, ¿Me equivoco? —le preguntó Carmelo, arqueando una ceja, en ese gesto desafiante que Gino intuyó era característico en él. No era una pregunta, era una proposición. No le hacía gracia la idea de pasar los restantes veinte kilómetros con el primer idiota que le había impedido terminar su viaje en paz, pero se dijo que tampoco hubiese tenido el valor para emprender un camino a pie él solo.
—Recojamos los bolsos, antes de que me arrepienta —replicó con un suspiro y un arqueo de cejas en disgusto. Claro que no iba a arrepentirse, pero aquel chico tenía que hacerse a la idea de quién estaba a cargo.
Volvieron al colectivo, ambos echando una penúltima mirada a la llamarada humeante, ya no aterradora sino simplemente molesta (de maldad diabólica a estúpida malicia en menos de un minuto), secándose el sudor de frentes plagadas de incipiente acné por primera vez en aquel —pronto a ser— largo día de invierno.