(Sin
más en que no pensar.)
Los trastos temblaban tanto como él en la
parte trasera de la camioneta, tambaleándose y amenazando con caer. Vanamente,
pues si se permitían mover lo suficiente como para sacudirse, era porque el
fletero no había podido meter más cosas en la plataforma de carga. En efecto, a
primera vista a Gino le había parecido que detrás de la cabina se erigía una
pequeña torre. Sujetas con una lona verde, los paquetes se apilaban unos sobre
otros hasta una altura de cuatro pisos—o aquello había creído ver.
Al resonar una cuarta bocina, ambos tenían su
bolso al hombro y se hacían visera con la mano para que no entrara en sus ojos más
polvo del necesario. La tierra aún convulsionaba a su alrededor y una fina capa
marrón grisáceo (desvaneciéndose) hacía
borroso el letrero que coronaba aquel extraño monumento. Sus piernas temblaban,
dudosas, como si reconsideraran volver sobre sus pasos y espiar un poco más.
Sus mentes chillaban, pataleaban, imploraban de rodillas ponerse de acuerdo. La
curiosidad picaba como una urticaria insufrible. Sin embargo, saciarla podría significar
que las ronchas sangraran (desangrar.)
Cuando la tercera bocina resonó en la
estación abandonada, también lo hizo en sus entrañas. Una reverberación que los
sacudió con una dosis concentrada de realidad (¿Por qué guardaría alguien eso
ahí?), arrojando lejos los interrogantes, las ansias de saber, para que fueran
a pudrirse y llenarse de ácaros con el resto del contenido revuelto y
desparramado por todo el lugar.
(Todo,
todo menos eso. Todo patas arriba. ¡Por un hongo!)
A través de la ventanilla a la cual la manija
no traicionaba, el vendaval cedía y dejaba entrever arboledas a la distancia—islotes
es un mar de trigo aún inmaduro, el ámbar intentando abrirse paso por el verde
(a trompicones); como los hongos
emergiendo brillantes de la planicie mate del fondo del congelador. No pudo
empujar la idea, echar la duda y el pensamiento. Gino llegó a sacudir la cabeza
en un gesto semiconsciente que no dejó de ser inútil. A su lado, su amigo lo
miraba nervioso, con una pregunta atragantada y los labios firmemente cerrados
(aterrorizados.) Ocasionalmente intercambiaba
palabra con su padre, en una conversación que se hacía más un monólogo
asistido.
—Mirá que tener que venir hasta acá. Gastar
nafta en un día que no se recupera. Es ese… —el señor Della Robbia, en lo que
fue una brevísima pausa, miró de reojo al muchacho escueto que poblaba el
asiento al otro extremo de la cabina y negó con la cabeza— puto piquete. Yo no entiendo a esa gente que se pone a parar el
mundo porque se le rompió una uña y no les viene el jefe de mayordomía con una
curita. Es por chapas, te lo aseguro. Siempre es por chapas, ni te digo que te
apuesto. Es plata fácil, y eso es casi tan sucio
como un piquete. Algunos sí nos ganamos
el pan: lo llevamos orgullosamente a la mesa, sazonado con el sudor del
trabajo. El lomo roto de un trabajador agradece el lomo para cenar que se cuece
en el horno. Siempre lo digo, lo gratis tiene otro gusto. Sí, los que comen sin
calentarse por cómo llegó ahí ni se dan cuenta, pero los que tienen que ponerse
los pantalones saben si está bien o no que les queden flojos. El plato sin
cargo entra más fácil. Te engorda, te achancha.
No se llega a disfrutar, no se saborea. Es gratis, y nosotros somos todos
argentinos. Lo devoramos. La comida paga es parte de la dieta, aunque sea una
hamburguesa grasienta con Savora y mayonesa. Se baja, física y espiritualmente.
A mí me parecen medio mariconeadas esas cosas de la espiritualidad, lo yen, yan
y yuín, yo cué sué, las boludeces que
lee tu madre. Dios nos salve y nos guarde, sí, pero eso de las piedritas y el
Zén es para gente estúpida, leída o
que no tiene nada más interesante que hacer de su vida que ir a piquetear para
que le den gratis.
—Así es.
El padre hizo caso omiso del asentimiento y
acuerdo de su hijo, un suspiro de resignación que se había moldeado en una
frase que ya salía automáticamente, a intervalos regulares, en las
disertaciones parentales. Era más bien un intervalo para respirar y refrescar
el libreto.
—¡Y encima esta polvareda! —retomó, alzando
la voz para reforzar su punto. —Como si no tuviera suficiente. ¿Sabés como se
terminan arruinando algunas mercaderías, pibe? Y después al boludo lo agarran,
nomás. “Y sí, total él puede esforzarse un poquito más, ¿no?”, “Siempre hay una
manera, Pablo, lo que pasa es que vos no pensás afuera de la caja”. ¿Saben dónde se pueden meter esa caja? ¿Quieren
que les muestre? ¡Damelá y te la fleteo en el medio del…!
—Papá.
Era otro suspiro, una súplica resignada. No le
bajaría los humos, pero evitaría que empezara con palabras mayores. En cosa de
un segundo, su padre habría vuelto a las andadas, esta vez tomando al gobierno
como punto de partida. Para cuando llegaran al pueblo, el soliloquio—pues su
hijo ya no lo interrumpiría— abarcaría el tema puntual del jefe comunal.
Carmelo ya no haría caso—después de todo, ¿cuántas veces lo había oído ya?—, se
concentraría en algo más.
Cerca de las últimas líneas de la discusión unipersonal
sobre la caja, había visto de refilón una sonrisa. En efecto, a todo recién llegado
a su primera función, el Monólogo del Fletero era todo un espectáculo. Para su
familia y los vecinos allegados que cenaban ocasionalmente con ellos, no. Pero a sus amigos aquello siempre le
sonsacaba una carcajada—aunque ahogada por respeto a tan eminente señor. Sin
embargo, aquella expresión se había desvanecido al instante (Había vuelto al congelador.) Y él
también. La mirada que se habían echado, y cómo había dejado caer la plancha
del falso fondo; tirar dentro los helados que no se habían abierto cuando Gino
los había quitado maquinalmente. Antes de salir, ninguno de los dos se había
atrevido a mirar detrás. No necesitaban—no querían— saber más. Era una sala amplia,
sucia, revuelta y retorcida como un estómago enfermo. Y posiblemente un nido de
ratas.
(Naaaada más.)
Sólo que había algo más en los ojos que
admiraban a los campos desfilar a través de la ventanilla. Y también en los
suyos, por más que no quisiera verlo. Algo que quizá pasaba por lo extraño, lo
imposible, lo simplemente insólito de lo que acababan de descubrir.
(Todo,
todo menos eso. Todo patas arriba. ¿Por un hongo?)
Su amigo se volteó, y se miraron por un
momento, leyendo la incertidumbre y el estupor en el otro. Carmelo esbozó una
pregunta con los labios; Gino la acalló con un gesto de la mano. Si lo
discutían—si le daban palabras—, todo adquiriría un cierto tono real; en algo tan
ilógico y loco, muy posiblemente los haría perder la razón. Muy a su pesar,
tendrían que hablarlo, pero
—Después, más adelante —dijo Gino.
El susurro no llegó a oídos de Pablo Della
Robbia. Lo único que aquel hombre alcanzaba a oír era el sonido de su voz, y
quizás algún verso perdido de la canción que sonaba en la radio—o lo que
acababa de sonar. Una vez más, aquella manaza había girado la perilla del sintonizador
y la música se había interrumpido. Otra canción a medio empezar hacía vibrar su
estribillo en los parlantes a su alrededor con jovialidad. Era otra canción que
antes de terminar no sería más que un recuerdo.
El volante giró, y el vehículo se desvió sin suavidad
de la ruta. Gino lo notó cuando se despertó golpeándose la cara con la ventanilla.
Su amigo rió por lo bajo, y sufrió un golpe en las costillas. La tierra, que
había dejado de molestar hacía tres monólogos, volvió a las andadas cuando la
camioneta tomó un camino de tierra que Gino no recordaba haber visto
jamás—claro que él solía dormir la mayor parte del trecho, y se sentaba en el
lado opuesto al que acababan de doblar. Los campos se abrían como mares
divididos; resguardados tras cercas, sus púas amenazaban ideas de traspasar
propiedad privada.
—Y llegamos —farfulló Pablo Della Robbia al
pasar un arco de metal negro que hacía las veces de entrada al pueblo.
Le daban la bienvenida unas letras grises que
se fundían con el resto del arco y el cielo, rezando, sobrias: “Franco Víctor.”
De repente, la radio se le hizo ruidosa, casi
escandalosa; el rumor del motor era perceptible, incluso a través del espeso discurso
del señor Della Robbia. Hasta parecía que el trigo murmuraba algo por lo bajo.
Sintió su propia respiración, y tal vez la de su amigo. A través de la
ventanilla trabada, se colaba una paz que se le hacía casi antinatural. No se
atrevió a toser—le pareció fuera de lugar. Carmelo, sin embargo, seguía con su habitual
actitud burlona y desafiante. Estaba muy cerca de la granja de su tía—más de lo
que había estado en todo el día—, y sin embargo se sentía a una galaxia de
distancia. Espió por última vez la ruta, cada vez más lejana, y se preguntó en
dónde (mierda) se estaba metiendo.
Se ve que no te deja de funcionar la cabeza incluso cuando tenés mucho sueño xp Me encantó .)
ResponderEliminarMagnífico como siempre, Testi. Concuerdo con Maca: el sueño definitivamente no afecta tu cerebro de escritor.
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