lunes, 6 de febrero de 2012

El Monólogo del Fletero

El carburador gritaba y podía asegurar que algunos engranajes también chillaban. Sin embargo, el motor se había reducido a un traqueteo simplón pero presente; sus oídos, por otro lado, no acababan de ser torturados por una canción, para que se sintonizara otra en una estación diferente. Una de las ventanillas estaba atascada y el frío les llegaba como una risa sórdida y cruel. Gino optó por no preguntar hacía cuánto que la calefacción no funcionaba—su mente estaba atascada en otro suave traqueteo; se preguntó qué estaría haciendo en aquel momento si el del colectivo hubiera continuado, si las llamas no hubiesen aparecido. Estaría en la granja, a salvo—al menos, tanto como podría estarlo con su tía en estado de locura.
(Sin más en que no pensar.)
Los trastos temblaban tanto como él en la parte trasera de la camioneta, tambaleándose y amenazando con caer. Vanamente, pues si se permitían mover lo suficiente como para sacudirse, era porque el fletero no había podido meter más cosas en la plataforma de carga. En efecto, a primera vista a Gino le había parecido que detrás de la cabina se erigía una pequeña torre. Sujetas con una lona verde, los paquetes se apilaban unos sobre otros hasta una altura de cuatro pisos—o aquello había creído ver.
Al resonar una cuarta bocina, ambos tenían su bolso al hombro y se hacían visera con la mano para que no entrara en sus ojos más polvo del necesario. La tierra aún convulsionaba a su alrededor y una fina capa marrón grisáceo (desvaneciéndose) hacía borroso el letrero que coronaba aquel extraño monumento. Sus piernas temblaban, dudosas, como si reconsideraran volver sobre sus pasos y espiar un poco más. Sus mentes chillaban, pataleaban, imploraban de rodillas ponerse de acuerdo. La curiosidad picaba como una urticaria insufrible. Sin embargo, saciarla podría significar que las ronchas sangraran (desangrar.)
Cuando la tercera bocina resonó en la estación abandonada, también lo hizo en sus entrañas. Una reverberación que los sacudió con una dosis concentrada de realidad (¿Por qué guardaría alguien eso ahí?), arrojando lejos los interrogantes, las ansias de saber, para que fueran a pudrirse y llenarse de ácaros con el resto del contenido revuelto y desparramado por todo el lugar.
(Todo, todo menos eso. Todo patas arriba. ¡Por un hongo!)
A través de la ventanilla a la cual la manija no traicionaba, el vendaval cedía y dejaba entrever arboledas a la distancia—islotes es un mar de trigo aún inmaduro, el ámbar intentando abrirse paso por el verde (a trompicones); como los hongos emergiendo brillantes de la planicie mate del fondo del congelador. No pudo empujar la idea, echar la duda y el pensamiento. Gino llegó a sacudir la cabeza en un gesto semiconsciente que no dejó de ser inútil. A su lado, su amigo lo miraba nervioso, con una pregunta atragantada y los labios firmemente cerrados (aterrorizados.) Ocasionalmente intercambiaba palabra con su padre, en una conversación que se hacía más un monólogo asistido.
—Mirá que tener que venir hasta acá. Gastar nafta en un día que no se recupera. Es ese… —el señor Della Robbia, en lo que fue una brevísima pausa, miró de reojo al muchacho escueto que poblaba el asiento al otro extremo de la cabina y negó con la cabeza— puto piquete. Yo no entiendo a esa gente que se pone a parar el mundo porque se le rompió una uña y no les viene el jefe de mayordomía con una curita. Es por chapas, te lo aseguro. Siempre es por chapas, ni te digo que te apuesto. Es plata fácil, y eso es casi tan sucio como un piquete. Algunos sí nos ganamos el pan: lo llevamos orgullosamente a la mesa, sazonado con el sudor del trabajo. El lomo roto de un trabajador agradece el lomo para cenar que se cuece en el horno. Siempre lo digo, lo gratis tiene otro gusto. Sí, los que comen sin calentarse por cómo llegó ahí ni se dan cuenta, pero los que tienen que ponerse los pantalones saben si está bien o no que les queden flojos. El plato sin cargo entra más fácil. Te engorda, te achancha. No se llega a disfrutar, no se saborea. Es gratis, y nosotros somos todos argentinos. Lo devoramos. La comida paga es parte de la dieta, aunque sea una hamburguesa grasienta con Savora y mayonesa. Se baja, física y espiritualmente. A mí me parecen medio mariconeadas esas cosas de la espiritualidad, lo yen, yan y yuín, yo cué sué, las boludeces que lee tu madre. Dios nos salve y nos guarde, sí, pero eso de las piedritas y el Zén es para gente estúpida, leída o que no tiene nada más interesante que hacer de su vida que ir a piquetear para que le den gratis.
—Así es.
El padre hizo caso omiso del asentimiento y acuerdo de su hijo, un suspiro de resignación que se había moldeado en una frase que ya salía automáticamente, a intervalos regulares, en las disertaciones parentales. Era más bien un intervalo para respirar y refrescar el libreto.
—¡Y encima esta polvareda! —retomó, alzando la voz para reforzar su punto. —Como si no tuviera suficiente. ¿Sabés como se terminan arruinando algunas mercaderías, pibe? Y después al boludo lo agarran, nomás. “Y sí, total él puede esforzarse un poquito más, ¿no?”, “Siempre hay una manera, Pablo, lo que pasa es que vos no pensás afuera de la caja”. ¿Saben dónde se pueden meter esa caja? ¿Quieren que les muestre? ¡Damelá y te la fleteo en el medio del…!
—Papá.
Era otro suspiro, una súplica resignada. No le bajaría los humos, pero evitaría que empezara con palabras mayores. En cosa de un segundo, su padre habría vuelto a las andadas, esta vez tomando al gobierno como punto de partida. Para cuando llegaran al pueblo, el soliloquio—pues su hijo ya no lo interrumpiría— abarcaría el tema puntual del jefe comunal. Carmelo ya no haría caso—después de todo, ¿cuántas veces lo había oído ya?—, se concentraría en algo más.
Cerca de las últimas líneas de la discusión unipersonal sobre la caja, había visto de refilón una sonrisa. En efecto, a todo recién llegado a su primera función, el Monólogo del Fletero era todo un espectáculo. Para su familia y los vecinos allegados que cenaban ocasionalmente con ellos, no. Pero a sus amigos aquello siempre le sonsacaba una carcajada—aunque ahogada por respeto a tan eminente señor. Sin embargo, aquella expresión se había desvanecido al instante (Había vuelto al congelador.) Y él también. La mirada que se habían echado, y cómo había dejado caer la plancha del falso fondo; tirar dentro los helados que no se habían abierto cuando Gino los había quitado maquinalmente. Antes de salir, ninguno de los dos se había atrevido a mirar detrás. No necesitaban—no querían— saber más. Era una sala amplia, sucia, revuelta y retorcida como un estómago enfermo. Y posiblemente un nido de ratas.
(Naaaada más.)
Sólo que había algo más en los ojos que admiraban a los campos desfilar a través de la ventanilla. Y también en los suyos, por más que no quisiera verlo. Algo que quizá pasaba por lo extraño, lo imposible, lo simplemente insólito de lo que acababan de descubrir.
(Todo, todo menos eso. Todo patas arriba. ¿Por un hongo?)
Su amigo se volteó, y se miraron por un momento, leyendo la incertidumbre y el estupor en el otro. Carmelo esbozó una pregunta con los labios; Gino la acalló con un gesto de la mano. Si lo discutían—si le daban palabras—, todo adquiriría un cierto tono real; en algo tan ilógico y loco, muy posiblemente los haría perder la razón. Muy a su pesar, tendrían que hablarlo, pero
—Después, más adelante —dijo Gino.
El susurro no llegó a oídos de Pablo Della Robbia. Lo único que aquel hombre alcanzaba a oír era el sonido de su voz, y quizás algún verso perdido de la canción que sonaba en la radio—o lo que acababa de sonar. Una vez más, aquella manaza había girado la perilla del sintonizador y la música se había interrumpido. Otra canción a medio empezar hacía vibrar su estribillo en los parlantes a su alrededor con jovialidad. Era otra canción que antes de terminar no sería más que un recuerdo.

El volante giró, y el vehículo se desvió sin suavidad de la ruta. Gino lo notó cuando se despertó golpeándose la cara con la ventanilla. Su amigo rió por lo bajo, y sufrió un golpe en las costillas. La tierra, que había dejado de molestar hacía tres monólogos, volvió a las andadas cuando la camioneta tomó un camino de tierra que Gino no recordaba haber visto jamás—claro que él solía dormir la mayor parte del trecho, y se sentaba en el lado opuesto al que acababan de doblar. Los campos se abrían como mares divididos; resguardados tras cercas, sus púas amenazaban ideas de traspasar propiedad privada.
—Y llegamos —farfulló Pablo Della Robbia al pasar un arco de metal negro que hacía las veces de entrada al pueblo.
Le daban la bienvenida unas letras grises que se fundían con el resto del arco y el cielo, rezando, sobrias: “Franco Víctor.”
De repente, la radio se le hizo ruidosa, casi escandalosa; el rumor del motor era perceptible, incluso a través del espeso discurso del señor Della Robbia. Hasta parecía que el trigo murmuraba algo por lo bajo. Sintió su propia respiración, y tal vez la de su amigo. A través de la ventanilla trabada, se colaba una paz que se le hacía casi antinatural. No se atrevió a toser—le pareció fuera de lugar. Carmelo, sin embargo, seguía con su habitual actitud burlona y desafiante. Estaba muy cerca de la granja de su tía—más de lo que había estado en todo el día—, y sin embargo se sentía a una galaxia de distancia. Espió por última vez la ruta, cada vez más lejana, y se preguntó en dónde (mierda) se estaba metiendo.

2 comentarios:

  1. Se ve que no te deja de funcionar la cabeza incluso cuando tenés mucho sueño xp Me encantó .)

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  2. Magnífico como siempre, Testi. Concuerdo con Maca: el sueño definitivamente no afecta tu cerebro de escritor.

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