Cuando algo acontece en un pueblo, se vuelve
instantáneamente de conocimiento público y general – instantáneamente
únicamente porque resultaría difícil cuchichear en vivo. El día que Gino Teri
asistió al almuerzo en la casa de los Della Robbia, no hubo persona alguna que
no se hubiera enterado del asunto. Don Luis lo comentó con gravedad cuando un
transeúnte se cruzó en su ronda de mates al atardecer, emponchado hasta la
médula y sin apuro. En menos de dos vueltas, ya tenía toda la información que
diseminaría en su hogar cuando se quejase de aquel viejo tan desagradable. La
señora Della Robbia lo insertaría como bocadillo en su conversación de fila de
supermercado, el segundo lugar más concurrido en Franco Víctor, porque Doña
Graciela ya chusmeaba en el Almacén de Pipo acerca de cómo sus vecinos habían
arrimado dos sillas de más: para un forastero paliducho, bien parecido – mas de
aspecto rufianesco –, y al chico de los Menichelli, quien al parecer estaba
empezando a juntarse con la banda de Carmelo Della Robbia, sus Gimnastas. El
Señor Della Robbia, por su parte, no haría mención de tal ocasión cuando se
juntase con sus compañeros fleteros en una charla de café hecha con cervezas
heladas en el bar del pueblo, “Ruffelle,
La Linda” – sencillamente La Linda,
para los habitués.
Fue sólo cuestión de que la tarde diese paso a la
noche para que, en la expectativa de la precaria noche de Franco Víctor,
llegase al oído del puñado de jóvenes recluido en el sector más alejado de las
mesas de La Linda. Entre gaseosas de bajas calorías, las muchachitas más
seductoras hicieron mesa redonda al respecto de la comida de los tres
adolescentes. Los chicos no hicieron caso del asunto en boca de todos, y en cambio
se entregaron a la bebida que, si bien no estaban autorizados a tomar, nadie se
las negaría. Sólo un grupo reunido en dos mesas unidas con un asiento vacante
lo tomó con la seriedad y el chiste que la situación realmente ameritaba. Esta
reunión de comensales era los que las doñas
denominaban Los Gimnastas – nomenclatura errada, pues sólo dos de ellos
realizaban, efectivamente, gimnasia alguna. El grupo estaba formado por los
hermanos Halperín Donghi, Serafino y Paula, el hijo segundo de los Chomsky, y
la hermana mayor de la familia Porarrolo, la adorable María. La quinta silla –
y el miembro más apreciado por todos –, era la autoridad jefe de la pequeña
pandilla: el hijo único de los Della Robbia. Enfrentado a su asiento vacío, con
el sudor y sangre que implica ganarse el derecho de piso, aparecería el de
Gerónimo Menichelli. Afortunadamente para los Gimnastas, aquella era una
posibilidad aún remota.
Serafino “Finoli” Halperín Donghi
era el miembro más grotesco de todos ellos, con su pelo grasiento y revuelto y
sus hábitos poco higiénicos a la hora de hacer las extrañas cosas que se le
ocurrían periódicamente en su enrevesada cabeza. El muchacho, un año mayor que
su hermana, era un ferviente fanático del deporte – quizá el único gimnasta
verdadero del grupo, si no fuera porque no se acercaba a las pistas del Club. Su
campo era el fútbol, y era poseedor de lo que sus amigos llamaban vicio enciclopédico: la capacidad de
soltar, en cada ocasión que así le pareciese que le permitía, trivia a diestra
y siniestra. Si bien a su compinche Carmelo lo divertía, a todo el resto –
particularmente a Chomsky – le parecía una molestia constante, en especial
porque solía repetir el mismo dato una y otra y otra y otra vez. Se mantenía en
buena forma, casi tanto como su líder, y le encantaba enseñar sus piernas
musculosas. Chomsky se reía de esta afición, y lo llamaba “Tinoli Turner”.
Paula era la típica chica que
pertenecería a la mesa redonda referida con anterioridad, si no hubiese sido
por una irreconciliable pelea a los ocho años con la mitad de sus integrantes.
Una mujer no olvida, y ella no era la excepción. Claro que a esas alturas del
partido, no lograba recordar qué chico o qué otra situación las había
distanciado; sólo una fina y perfectamente delimitada línea de odio le decía
que no osase jamás acercárseles con fines pacíficos, una que no contradeciría. Por
lo pronto, no se diferenciaba mucho de ellas; tenía una tez tostada a la cama
solar que contrastaba con violencia con la palidez de su hermano, y un cabello
tan lacio y perfecto que lo hacía más. Era sólo un poco más leída que sus
enemigas – puesto que ella sí leía las lecturas obligatorias de la Escuela
Secundaria Provincial N° 19.550. Sin embargo, era tan perspicaz e inteligente
como sólo una verdadera arpía puede serlo, y no se molestaba en ocultarlo bajo
una fachada de buenaza. Todos los Gimnastas eran plenamente conscientes del mal
que la Pequeña Pau era capaz de hacer.
El Gordo Chomsky había perdido su nombre de pila a los seis, cuando
hubo ingresado con sobrepeso a la escuela primaria. Víctima de ofensas y
burlas, se había retraído tanto en sí mismo que jamás había hecho demasiado
para remediar su situación, a pesar de los reiterados intentos de su madre de
convencerlo para que hiciera deportes. Claro que asistía al Club, como todos
ellos, pero como simple observador de sus actividades. Se había hecho amigo de
ellos en la colonia de veraneo, el origen de la concepción del grupo como
fugitivos y rufianes. Ninguno había participado de actividad alguna más allá de
la natación. Ni bien llegaban, los cuatro – por entonces Paula aún odiaba a los
amigos de su hermano – se escabullían a su lugar de reunión secreto, donde
María procuraba la merienda, Carmelo los juegos, Finoli los chistes y el ya
rebautizado Chomsky las historias; era su propio club privado con todo lo que
ellos podían querer y necesitar.
María Porarrolo fue, hasta aquel
invierno, la última alma inocente de los Gimnastas, y la más aplicada a su
afición de todos ellos: la danza. Mientras Paula dedicaba sus tardes a tomar
sol, la chica se desvivía en dolor y sudor entre movimiento y movimiento. A
raíz de ello, lucía un bello cuerpo que acompasaba con un cabello sedoso y
rubio y ojos verde esmeralda, penetrantes y profundos. Era decididamente
inteligente, aunque terriblemente inculta fuera de su ballet y su música
clásica. Se decía de ella que era la imagen de la mujer: frágil, hermosa,
excelente bailarina e impecable cocinera. Su fuerte era la repostería, pero no
era el único. Su fragilidad era sólo ilusoria; se trataba de una dama tan brava
que sólo podría comparársele – con la debida justicia – a la Tía Emma. Sólo que
su temperamento raras veces se dejaba entrever con facilidad pues era,
efectivamente, una dama.
Era precisamente esta banda, que
tras haber deliberado la noche anterior sobre la relación entre la desaparición
durante el día, tarde y noche de su amigo y su almuerzo con un desconocido y el Menichelli ese, avanzaba en dirección
a la heladería donde Gino permanecía aún solo. Carmelo salió de dentro del
local en el momento exacto en que Finoli se disponía a preguntar quién era
aquel extraño y su hermana procesaba que tal vez sería el forastero.
—¿Vos sos de acá, pi…? —Serafino
se quedó con su pregunta atragantada al ver a su amigo. —¡Ya era hora de que te
decidieras a aparecer, Carmelo! ¿Qué anduviste haciendo que nos dejaste
plantados ayer? ¡Media hora nos tuviste esperandote en las escalinatas como
tarados!
Le dio un suave golpe en el
hombro a Carmelo, que se lo quedó viendo, pasmado y con la boca entreabierta.
Su cerebro funcionaba como las únicas computadoras en el pueblo: lento y
apurado. Sus nervios, aunque aceptados, estaban demasiado a flor de piel como
para maquinar rápidamente excusa alguna.
—Cosas —respondió secamente al
cabo de un momento, y le dirigió una mirada suplicante casi invisible a Gino,
quien simplemente se encogió de hombros. No supo si debía sentarse nuevamente o
no, de manera que optó por mantenerse de pie mientras Chomsky pasaba de
escrutarlo a él al desconocido.
—¿Qué te puede tomar tanto?
—terció Serafino— Ni que te tomara tanto clavarte una…
—¡Serafino! —protestó Paula,
enfatizando su punto con un golpe sordo en la espalda de su hermano. En
respuesta, Serafino rió e hizo ademán de devolverle el gesto, cosa que la expresión
de Paula evitó.
—Estaba cansado, seguramente
—concedió Paula con una sonrisa.
—¿Cansado de qué? —retrucó su
hermano, ganándose otra reprimenda.
—A mi vieja le agarró otro de sus
ataques de orden —replicó finalmente Carmelo al tiempo que se sentaba nuevamente,
a lo que María respondió cruzándose de brazos y adoptando la primera posición
de baile. Aquella era su forma de expresar desacuerdo y rencor.
—¡No nos esperaste para probarlo!
—comentó la muchacha con su irónica voz de tonta, señalando con la cabeza las
gotas de Crema del cielo a medio derretir y las servilletas usadas. —Ayer no
nos pasamos por acá para no dejarte afuera de la degustación oficial. —Había un
“como vos bien pudiste haber hecho también” implícito y ácido, pero hecho con la
sutileza de una puñalada en la oscuridad.
Gino contemplaba la escena desde
fuera, como si estuviese viendo una comedia de situación de las que su tía
odiaba. Se sentía casi fuera de la realidad, y sin embargo, a gusto. Al menos,
hasta que se percató de que el Gordo lo estaba mirando. Algo que nadie se
atrevía a comentarle a aquel muchacho era que tenía toda la pinta de un
psicótico que maquina un asesinato cuando ve a alguien a los ojos. Gino
comprendió al instante porqué y se prometió jamás llegar a mencionarlo. Se
quedó, entonces, con el comentario en la garganta, pero imposibilitado para
girar la cabeza o los ojos. No es que la mirada de Chomsky fuese
particularmente atrayente o atrapante, sino que, a través de sus gruesos lentes
culo-de-botella, su visión cansada daba – pasada la impresión de asesino serial
– cierta lástima; era diferente a la que obliga moralmente a desviar la mirada
de algún discapacitado para que no se sienta insultado o discriminado – aunque
esta conducta sea, en cuestión, más discriminatoria –, se trataba de una que
permitía, por unos momentos, compadecerse de una forma un tanto extraña.
—Vos sos el que almorzó ayer de
Carmelo —sentenció en un tono que, si bien podía parecerse al de una pregunta,
era de una afirmación concreta. Los Gimnastas lo miraron y Serafino y María
desdibujaron las sonrisas que hasta entonces lucían. Paula tragó saliva y miró
inexpresivamente a Carmelo.
—Sí —dijo Gino, encogiéndose de
hombros y pasando la mirada entre uno y otro de los amigos. Su único aliado
allí, enfrentado en la mesa, se pasó la mano por los rulos, alborotándose e
inflándose el pelo. Paula se cruzó de brazos y se acercó a su hermano. —Me
llamo Gino.
Les extendió una mano y una
sonrisa al tiempo que se incorporaba torpemente. Finoli fue el primero en
avanzar, a la vista de los ojos calculadores y nerviosos de Carmelo.
—¡Mirá si le voy a dar la mano,
vaya uno a saber por dónde habrá estado, y si se habrá lavado después!
El forastero no pudo contener una
expresión de terror, y se hizo un silencio sepulcral por un instante. Los ojos
de su amigo se salieron de sus órbitas y nadie respiró.
María intercambió una sutil
mirada con Paula y ambas empezaron a reírse. Carmelo suspiró y sonrió aliviado,
pasándose otra mano por la cara. Serafino soltó una risotada y se acercó a Gino
para darle un abrazo de bienvenida. Sólo entonces, cuando tuvo al muchacho casi
sobre él, se percató de su tamaño. El chico parecía tener una estatura normal,
pero aquello era una simple asociación de tamaños con su hermana, quien hasta
entonces había estado a su lado. Paula era alta, pero su contextura la hacía
verse un poco gordita y baja. Al desternillarse de la risa con María, pudo
notar que aquello tampoco era cierto. Tenía una figura que deseó que su hermano
no cubriera. María, quien fue la siguiente en saludarlo mientras Paula le daba
el golpe debido a Serafino, dejaba verse con abrigos ceñidos al cuerpo. Se
movía en una forma muy diferente a cualquier otra chica que había visto jamás.
Se le hizo que ejecutaba cada movimiento de su cuerpo con una delicadeza
maestra y seductora. La muchacha le dirigió una mirada particular tras
saludarlo con un beso en la mejilla, y dejó lugar a la última para presentarse.
me dedicaré a leer esto
ResponderEliminarsos un genio
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