martes, 6 de noviembre de 2012

Happy Hunting, Pt. 2


Gerónimo Menichelli era de la clase de persona que sólo puede ser definida como tonta —no llegaba a la categoría de estúpido y bobo no alcanzaba a cuadrarle. Era considerablemente inteligente, sí, pero irremediablemente torpe en ocasiones sociales, ya fueran en el salón de clase o a la mesa familiar. Su lamentable comportamiento sólo era capaz de ocasionar dos resultados en sus pares: hastío o compasión. Tal era su situación que llegaba a exasperar incluso a sus padres, buena gente de la buena sociedad de Franco Víctor. Inimaginable fue la sorpresa de la señora de Menichelli cuando le llegó el chisme de que su hijo había sido visto con otros chicos. Dicen que aquella mujer tuvo que sujetarse de un estante de la góndola de los lácteos para no desplomarse sobre una torre de latas de conserva cuando supo de qué otros chicos  se trataba. El rufián de Carmelo Della Robbia se había compadecido de su criatura y había llevado a toda su banda para hacerle compañía.
Por supuesto, los Gimnastas asistían a su encuentro en contra de su voluntad, arrastrados por su (¡oh, poderoso!) líder. Las chicas se habían contagiado de la lástima que acechaba a Carmelo —“Dios sabrá porqué”, comentó Paula en una ocasión—, pero a Finoli seguía sin infundarle nada más que asco. Para una persona de hábitos reprochablemente repugnantes como él, asco se traducía en pateticidad, antítesis de toda decencia adolescente. De lo que rondara por la mente de Chomsky, por otro lado, nadie tenía noticia.
Mucho se hablaba sobre Gerónimo, puesto que los comentarios sobre las personas desgraciadas atraen más —y por tanto fluyen a mayor velocidad— que aquellos que versan sobre el aumento del precio de la carne, tal es el morbo colectivo. No obstante, poco se conocía de lo que efectivamente ocurría en la cabeza del adolescente. Sus hobbies, los niños del jardín afirmaban que incluían matar y mutilar mascotas extraviadas y reír maléficamente mientras quemaba hormigas con una lupa; los de la primaria respaldaban y propagaban tales aseveraciones hasta el límite de mitificarlas. Los estudiantes de la Escuela Secundaria N°24.602 (en vacaciones, muchas gracias), por su parte, comentaba que su tiempo libre se lo reservaba para el baño y revistas que aún no estaba en derecho de poseer.
La diferencia crucial ente el hijo de los Menichelli y el Gordo  —además del comportamiento psicópata— era que del segundo sus amigos tenían, al menos, una cierta aproximación de lo que pasaba por su mente; en cambio, nadie sabía que era lo que Gerónimo Menichelli pensaba en realidad.
Lo único que Gino alcanzaba a interpretar era que estaba hambriento —y aquello era decir poco. Se había comido la mitad de la pizza que habían pedido en lo que a él le había tomado una única porción. Se preguntó si no habría comido en su casa, dado que había llegado pocos minutos después de él —justo después de haber saludado a su amigo y al resto de los Gimnastas y encontrado (finalmente) el bar. Decidió no hacer comentarios. El otro comensal era parco en palabras y él tampoco estaba interesado en una conversación. El silencio entre ambos era incluso más sabroso que la especial entre sus manos —y tenía que admitir que era la mejor que había probado jamás. Tras su escape de las sombras, aquel ambiente cálido le sentaba espectacular. Con el aroma a aceite abusado, comida caliente y caldos baratos, lentamente recuperó el aliento, la calma y el control. La visión de Gero atiborrándose de comida, tragando casi sin respirar (como un perro hambriento) no era exactamente agradable, pero aquello no importaba demasiado.
Carmelo se sacudía despreocupadamente más allá del frente vidriado del bar, olvidando todos sus problemas en lo que duraba cada frenética pieza de baile, concentrándose sólo en no verlos durante el momentáneo intervalo de estática entre canción y canción. El resto de sus conocidos parecía estar disfrutando de un rato igualmente bueno y distendido, aunque quizás Paula y Serafino más que los demás. Desde donde se encontraba, si Chomsky tenía alguna expresión, Gino no alcanzaba a verla. La sonrisa de María, por otro lado, resaltaba y brillaba como (llamas) una supernova. No supo decir si por lo inusitado de la mueca en su rostro usualmente vacío e (apagado) inexpresivo, o por la alegría que irradiaba con cada movimiento de su cabeza y el consiguiente despliegue de su cabellera negra como la noche, chispeante y viva como carbón encendido. Se sorprendió más anonadado que extrañado de aquella nueva actitud.
—Se parte sola, ¿no? —le llegó el comentario de Gero, sobresaltándole.
—¿Qué? —replicó Gino, volviéndose en sí y hacia su interlocutor.
—María, ¿no te parece que está buena?
—S-sí, supongo —balbuceó, devolviendo a sus ojos el placer de observarla. —Nunca la había visto sonreír.
Gero se encogió de hombros y, al no encontrar réplica posible a aquel comentario, regresó a la comida, tomando la penúltima porción. Cuando la hubo engullido en su totalidad, al cabo de cuatro bocados, Gino le preguntó:
—¿Vamos con los chicos?

*

La verdad era que Gino jamás había bailado en su vida. En el ápice de la juventud —a la gloriosa edad de dieciséis—, se suponía que el adolescente tipo ya había salido a boliches y se había emborrachado hasta el punto de devolver la cena en la puerta de una casa desconocida tantas veces que prefería no recordarlo —aunque en realidad lo creyese alguna clase de orgullo secreto. El máximo de decibeles que soportaba ser lanzados directamente a sus tímpanos era el nivel 8 de su Walkman.
Tras el violento encontronazo que había tenido a la quizá no tan temprana edad de diez durante su viaje de estudios a Carlos Paz, hacia el final de su educación primaria, había decidido nunca más volver a poner un pie en aquellos antros de locura. Ya había sido torturado lo suficiente para pagar por una vida de música sana —y a un volumen sano. No obstante, lo peor era cómo las gigantescas concentraciones de gente se chupaban todo el aire con su sudor, volviendo irrespirable una atmósfera de por sí horrible. En Franco Víctor la población adolescente apenas si alcanzaría para llenar un boliche importante, pero bastaba para hacer de la pista del Club Atlético un horno de hormonas.

**

El ruido (no es música, eso no puede ser música) impactaba en sus oídos como si tuviese los parlantes a su lado. Nada más lejos de la realidad —Gino estaba prácticamente en el centro de la cancha improvisada en pista, apretujándose en un círculo de baile que luchaba por su espacio con otros vecinos. Sus movimientos torpes hacían un espejo ridículamente deformado de los pasos seguros y desenfadados (casi ausente y a la vez omnipresente) de Carmelo. El grupo se abría y se cerraba cada tanto, señalando la entrada y salida de los hermanos Halperín Donghi al encontrar parejas de baile particulares. Chomsky se agitaba con incomodidad, en una rutina de baile que se repetía cíclicamente, sin intuición alguna del ritmo. Gerónimo parecía casi borracho: se movía con violencia, retorciéndose más que moviéndose, contoneándose ante chica que se le cruzara por delante y dando nada sutiles golpes con sus cuartos traseros a las que osaran pasar por detrás; Gino no pudo evitar preguntarse qué había tomado antes de que él hubiese llegado, agotado por la carrera de su vida al verse asaltado por una oscuridad que le brotaba del alma y de la naturaleza viva que lo rodeaba. Y ante aquellas tinieblas, María refulgía cual estrella, con un brillo que tenía menos que ver con su vestido corto y más con la gracia de sus gestos. Su (seducción) elegancia. No seguía al ritmo, lo cambiaba —jugaba con él, lo retorcía. En sus pies y sus brazos el tempo era maleable. Se movía como la bailarina que era, contra una música que era indecente incluso a diez kilómetros de una sala de ópera. Y siempre con la sonrisa que hasta entonces le había negado al mundo. Aquella muchacha seria, de aspecto lúgubre y decaído, que arrastraba su cuerpo por la vida, había muerto. De sus cenizas, un fénix surgía y se contoneaba ante Gino en un espectáculo del cual era imposible despegar la mirada. Su rostro se iluminaba a un espejo del de María, sendos rostros irradiados por una alegría que difícilmente hubiese podido definir ninguno de los dos.
Hasta que sucedió. Hasta que la chica perdió el equilibrio —tanto de sus piernas como de su mente. Lo primero que María sintió fue algo en su cadera, golpeándola con brutal (descarado) descuido. Luego, una risotada de mujer (de idiota que se hace la tonta para causar buena impresión) seguida por un chiste verde proferido por un hombre. Su mente procesó la procedencia de la segunda voz antes de que su consciencia le permitiese pensar con claridad nada. Se dio la vuelta y su sonrisa desapareció, dejando nuevamente en su semblante aquel rezago de expresión que lucía habitualmente. Sera(Finoli)fino. Con una chica agarrada por tanto más debajo de la cintura. Si alguien la empujaba, seguramente el escote le revelaría aquello que ferozmente sugería.
—Idiota —masculló, negando con la cabeza y a un volumen que no supo reconocer. ¿Lo había gritado? ¿Lo había susurrado? ¿Lo había dicho siquiera? ¿O no había sido más que un gemido mental, tanto para sí como para él, un reproche sin destinatario más que su psiquis atrofiada?
Dejó de pensar un momento y, en ese instante decisivo, se lanzó como bala de cañón, embistiendo a la pareja por el medio: separando a los futuros amantes de un golpe seco. Siguió el impulso, lentamente recobrando la consciencia de sus movimientos —ya era demasiado tarde para detenerse ni mucho menos volver la mirada. Al atravesar al quinto grupo de baile notó algo frío que le bajaba por los hombros y, sumado a la transpiración que comenzaba a sentir, el costado mojado. Se miró sin dejar de avanzar, como un auto sin frenos. ¿Se había llevado a alguien más por delante? ¿Alguno de los dos tenía una bebida en mano? Daba igual, tenía entonces un propósito: ir al baño. Lavarse. Y si estaba vacío (quién sabe), ¿por qué no echar una lagrimita o dos?
Ya se habían derramado en el camino.

***

Ninguno de los Gimnastas se percató de la escena que se acababa de montar. Carmelo estaba total y completamente enajenado: vuelto a su propia realidad. Chomsky estaba, o muy concentrado en repetir los cuatro pasos que conocía, o (es un asesino serial en potencia, lo sé) pensando en cómo asesinarlos a todos. Gerónimo se había ido a perseguir un grupo de chicas vestidas particularmente provocadoras. Paula estaba disfrutando del postre contra una columna. Finoli no había visto quién había sido el idiota que lo había atropellado. Sólo Gino había visto el estallido y posterior huida de María y hacía más de media canción que se debatía seguirla o no. Echó una mirada en derredor. Nadie parecía muy pronto a extrañar su presencia. La música era la peor que había oído desde que su hermana había obtenido el poder del estéreo del auto en un viaje a Córdoba. Ya no sabía qué más inventar para intentar bailar. El balance le cerraba negativo. ¿Cuánto más podía empeorarse la noche si seguía a la chica que le gustaba? ¿Acababa de decir-pensar que...?
Sí. Si había alcanzado a oírse pensar correctamente, acababa de aceptar algo que había sentido casi al primer contacto. Se dijo que aunque hubiese estado nadando en un mar de gaseosa entre islas de chocolate y pájaros hechos con billetes de cien, la situación le hubiese resultado igualmente desagradable (si no estaba ella) que en la que actualmente se encontraba. Así que allí estaba, golpeando personas mientras murmuraba series de “disculpame” que, más bien, significaban “movete”. El objetivo actual era escapar de la turba de gente que se amuchaba en círculos de baile donde algún idiota hacía una exhibición de sus pobres aptitudes de baile para deleite y risas de sus amigos —se veía tan humillante como ridículo. Claro que cualquier imagen perdía lustre comparada con (NO). Se sacudió aquella tonta necesidad de expresarse a sí mismo lo que le estaba dando el envión para salir de la cancha. No le gustaban esas emociones.
Se encontró en la explanada desde donde se podía subir al edificio del gimnasio, al sector de los asadores, y a las canchas de rugby. No lo dudó. Siguiendo alguna clase de instinto, se dirigió a la mole de concreto que albergaba al gimnasio y los vestuarios. No echó una mirada a la cancha ni a los bancos del quincho. Una imagen mental había parpadeado en él. María, llorando en un rincón alejado de los baños. Quiso alejar la imagen, romper la burbuja en que veía proyectada a la idea de la chica con ¿el corazón roto? No cabía otra explicación. Era la única justificación para la escena que había presenciado. Celos. Ni siquiera acababa de entrar al juego y ya iba en desventaja. Ella y Serafino debían de tener toda una historia. La actitud agria que había dejado ver durante la tarde y lo que iba de la noche evidenciaban que no habían habido un final feliz, pero ¿habían disfrutado de un nudo agradable? Un martillo había roto el cristal de (su) la chica en lágrimas. En su lugar, encontraba a la antigua pareja sonriente, disfrutando del fresco en la plaza del pueblo. Imagen amarga, terrible, imposible, destructiva e indestructible, desesperanzadora y casi mortificante. No. ¡Mortificante era su actitud idiota! Rindiéndose antes de comenzar. Su respiración se agitó y perdió presión al subir las escaleras del edificio corriendo (saltando) como un loco —en cambio, su determinación creció.
Llegó al segundo piso: los vestuarios. Se sintió un pervertido al asomarse y mirar dentro. Suspiró medio aliviado de que no hubiese nadie allí, pero aquello significaba que María tampoco se encontraba dentro. Se dejó caer al suelo y pensó un momento. Estaba (completamente) seguro de que la chica estaba en el edificio. Lo presentía.
Se levantó de un salto con la respuesta brillando como luces de neón. El gimnasio estaba cerrado, pero aún quedaba un lugar donde alguien podía vagar allí. Volvió a las escaleras, ya no a la carrera —sus nervios ahora no se lo permitían—, sino a un paso lento, casi calmo. No podía esperar y aún así estaba aterrado por lo que se iba a encontrar. Iban a estar solos. Ya no podría escudarse de una conversación frontal siendo el tercero en discordia. No. Tendría que sacar un tema de conversación y él en la socialización era un queso vencido hacía diez años. La palabra “hongo” se le deslizó por la mente pero, así como entró, salió sin más reparos, sin ser Gino plenamente consciente de su presencia allí. Había mayores preocupaciones.
No había una puerta, las paredes que bordeaban la escalera simplemente desaparecían con el último escalón. Un tejado, nada más ni nada menos. Una que otra ventila, unas rejas que no impedirían que un descuidado o un decidido se arrojasen al vacío de tres pisos y, claro, María. Avanzó torpemente, a punto de tropezar más de una vez, hasta ella. A unos pasos de distancia, la chica se dio la vuelta con una actitud a medio camino de su aspereza habitual y la gracia de la noche. Sus ojos estaban rojos y brillantes. Había estado llorando.
Gino tragó saliva y, armándose de un valor hueco, dio un último paso. Con una sonrisa dubitativa, musitó:
—Hola.

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