Gerónimo Menichelli era de la clase de
persona que sólo puede ser definida como tonta
—no llegaba a la categoría de estúpido y bobo no alcanzaba a cuadrarle. Era
considerablemente inteligente, sí, pero irremediablemente torpe en ocasiones
sociales, ya fueran en el salón de clase o a la mesa familiar. Su lamentable
comportamiento sólo era capaz de ocasionar dos resultados en sus pares: hastío
o compasión. Tal era su situación que llegaba a exasperar incluso a sus padres,
buena gente de la buena sociedad de Franco Víctor. Inimaginable fue la sorpresa
de la señora de Menichelli cuando le llegó el chisme de que su hijo había sido
visto con otros chicos. Dicen que aquella mujer tuvo que sujetarse de un
estante de la góndola de los lácteos para no desplomarse sobre una torre de
latas de conserva cuando supo de qué otros
chicos se trataba. El rufián de
Carmelo Della Robbia se había compadecido de su criatura y había llevado a toda su banda para hacerle compañía.
Por supuesto, los Gimnastas
asistían a su encuentro en contra de su voluntad, arrastrados por su (¡oh, poderoso!) líder. Las chicas se
habían contagiado de la lástima que acechaba a Carmelo —“Dios sabrá porqué”,
comentó Paula en una ocasión—, pero a Finoli seguía sin infundarle nada más que
asco. Para una persona de hábitos reprochablemente repugnantes como él, asco se traducía en pateticidad, antítesis de toda decencia adolescente. De lo que
rondara por la mente de Chomsky, por otro lado, nadie tenía noticia.
Mucho se hablaba sobre Gerónimo,
puesto que los comentarios sobre las personas desgraciadas atraen más —y por
tanto fluyen a mayor velocidad— que aquellos que versan sobre el aumento del
precio de la carne, tal es el morbo colectivo. No obstante, poco se conocía de
lo que efectivamente ocurría en la cabeza del adolescente. Sus hobbies, los
niños del jardín afirmaban que incluían matar y mutilar mascotas extraviadas y
reír maléficamente mientras quemaba hormigas con una lupa; los de la primaria
respaldaban y propagaban tales aseveraciones hasta el límite de mitificarlas.
Los estudiantes de la Escuela Secundaria N°24.602 (en vacaciones, muchas gracias), por su parte, comentaba que su
tiempo libre se lo reservaba para el baño y revistas que aún no estaba en
derecho de poseer.
La diferencia crucial ente el
hijo de los Menichelli y el Gordo —además del comportamiento psicópata— era que
del segundo sus amigos tenían, al menos, una cierta aproximación de lo que
pasaba por su mente; en cambio, nadie sabía que era lo que Gerónimo Menichelli
pensaba en realidad.
Lo único que Gino alcanzaba a interpretar
era que estaba hambriento —y aquello
era decir poco. Se había comido la mitad de la pizza que habían pedido en lo
que a él le había tomado una única porción. Se preguntó si no habría comido en
su casa, dado que había llegado pocos minutos después de él —justo después de
haber saludado a su amigo y al resto de los Gimnastas y encontrado (finalmente) el bar. Decidió no hacer
comentarios. El otro comensal era parco en palabras y él tampoco estaba
interesado en una conversación. El silencio entre ambos era incluso más sabroso
que la especial entre sus manos —y tenía que admitir que era la mejor que había
probado jamás. Tras su escape de las sombras, aquel ambiente cálido le sentaba
espectacular. Con el aroma a aceite abusado, comida caliente y caldos baratos,
lentamente recuperó el aliento, la calma y el control. La visión de Gero atiborrándose de comida, tragando casi
sin respirar (como un perro hambriento)
no era exactamente agradable, pero aquello no importaba demasiado.
Carmelo se sacudía despreocupadamente
más allá del frente vidriado del bar, olvidando todos sus problemas en lo que
duraba cada frenética pieza de baile, concentrándose sólo en no verlos durante
el momentáneo intervalo de estática entre canción y canción. El resto de sus
conocidos parecía estar disfrutando de un rato igualmente bueno y distendido,
aunque quizás Paula y Serafino más que los demás. Desde donde se encontraba, si
Chomsky tenía alguna expresión, Gino no alcanzaba a verla. La sonrisa de María,
por otro lado, resaltaba y brillaba como (llamas)
una supernova. No supo decir si por lo inusitado de la mueca en su rostro
usualmente vacío e (apagado) inexpresivo, o por la alegría que irradiaba con
cada movimiento de su cabeza y el consiguiente despliegue de su cabellera negra
como la noche, chispeante y viva como carbón encendido. Se sorprendió más
anonadado que extrañado de aquella nueva actitud.
—Se parte sola, ¿no? —le llegó el
comentario de Gero, sobresaltándole.
—¿Qué? —replicó Gino, volviéndose
en sí y hacia su interlocutor.
—María, ¿no te parece que está
buena?
—S-sí, supongo —balbuceó,
devolviendo a sus ojos el placer de observarla. —Nunca la había visto sonreír.
Gero se encogió de hombros y, al
no encontrar réplica posible a aquel comentario, regresó a la comida, tomando
la penúltima porción. Cuando la hubo engullido en su totalidad, al cabo de
cuatro bocados, Gino le preguntó:
—¿Vamos con los chicos?
*
La verdad era que Gino jamás
había bailado en su vida. En el ápice de la juventud —a la gloriosa edad de
dieciséis—, se suponía que el adolescente tipo ya había salido a boliches y se
había emborrachado hasta el punto de devolver la cena en la puerta de una casa
desconocida tantas veces que prefería no recordarlo —aunque en realidad lo
creyese alguna clase de orgullo secreto. El máximo de decibeles que soportaba
ser lanzados directamente a sus tímpanos era el nivel 8 de su Walkman.
Tras el violento encontronazo que
había tenido a la quizá no tan temprana edad de diez durante su viaje de
estudios a Carlos Paz, hacia el final de su educación primaria, había decidido
nunca más volver a poner un pie en aquellos antros
de locura. Ya había sido torturado lo suficiente para pagar por una vida de
música sana —y a un volumen sano. No obstante, lo peor era cómo las gigantescas concentraciones de gente se chupaban
todo el aire con su sudor, volviendo irrespirable una atmósfera de por sí
horrible. En Franco Víctor la población adolescente apenas si alcanzaría para
llenar un boliche importante, pero bastaba para hacer de la pista del Club
Atlético un horno de hormonas.
**
El ruido (no es música, eso no puede ser música) impactaba en sus oídos como
si tuviese los parlantes a su lado. Nada más lejos de la realidad —Gino estaba
prácticamente en el centro de la cancha improvisada en pista, apretujándose en
un círculo de baile que luchaba por su espacio con otros vecinos. Sus
movimientos torpes hacían un espejo ridículamente deformado de los pasos
seguros y desenfadados (casi ausente y a
la vez omnipresente) de Carmelo. El grupo se abría y se cerraba cada tanto,
señalando la entrada y salida de los hermanos Halperín Donghi al encontrar
parejas de baile particulares. Chomsky se agitaba con incomodidad, en una
rutina de baile que se repetía cíclicamente, sin intuición alguna del ritmo.
Gerónimo parecía casi borracho: se movía con violencia, retorciéndose más que
moviéndose, contoneándose ante chica que se le cruzara por delante y dando nada
sutiles golpes con sus cuartos traseros a las que osaran pasar por detrás; Gino
no pudo evitar preguntarse qué había tomado antes de que él hubiese llegado,
agotado por la carrera de su vida al verse asaltado por una oscuridad que le
brotaba del alma y de la naturaleza viva que lo rodeaba. Y ante aquellas
tinieblas, María refulgía cual estrella, con un brillo que tenía menos que ver
con su vestido corto y más con la gracia de sus gestos. Su (seducción) elegancia. No seguía al
ritmo, lo cambiaba —jugaba con él, lo retorcía. En sus pies y sus brazos el
tempo era maleable. Se movía como la bailarina que era, contra una música que
era indecente incluso a diez kilómetros de una sala de ópera. Y siempre con la
sonrisa que hasta entonces le había negado al mundo. Aquella muchacha seria, de
aspecto lúgubre y decaído, que arrastraba su cuerpo por la vida, había muerto.
De sus cenizas, un fénix surgía y se contoneaba ante Gino en un espectáculo del
cual era imposible despegar la mirada. Su rostro se iluminaba a un espejo del
de María, sendos rostros irradiados por una alegría que difícilmente hubiese
podido definir ninguno de los dos.
Hasta que sucedió. Hasta que la
chica perdió el equilibrio —tanto de sus piernas como de su mente. Lo primero
que María sintió fue algo en su cadera, golpeándola con brutal (descarado) descuido. Luego, una risotada
de mujer (de idiota que se hace la tonta
para causar buena impresión) seguida por un chiste verde proferido por un
hombre. Su mente procesó la procedencia de la segunda voz antes de que su
consciencia le permitiese pensar con claridad nada. Se dio la vuelta y su
sonrisa desapareció, dejando nuevamente en su semblante aquel rezago de
expresión que lucía habitualmente. Sera(Finoli)fino.
Con una chica agarrada por tanto más debajo de la cintura. Si alguien la
empujaba, seguramente el escote le revelaría aquello que ferozmente sugería.
—Idiota —masculló, negando con la
cabeza y a un volumen que no supo reconocer. ¿Lo había gritado? ¿Lo había
susurrado? ¿Lo había dicho siquiera? ¿O no había sido más que un gemido mental,
tanto para sí como para él, un reproche sin destinatario más que su psiquis
atrofiada?
Dejó de pensar un momento y, en
ese instante decisivo, se lanzó como bala de cañón, embistiendo a la pareja por
el medio: separando a los futuros amantes de un golpe seco. Siguió el impulso,
lentamente recobrando la consciencia de sus movimientos —ya era demasiado tarde
para detenerse ni mucho menos volver la mirada. Al atravesar al quinto grupo de
baile notó algo frío que le bajaba por los hombros y, sumado a la transpiración
que comenzaba a sentir, el costado mojado. Se miró sin dejar de avanzar, como
un auto sin frenos. ¿Se había llevado a alguien más por delante? ¿Alguno de los
dos tenía una bebida en mano? Daba igual, tenía entonces un propósito: ir al
baño. Lavarse. Y si estaba vacío (quién
sabe), ¿por qué no echar una lagrimita o dos?
Ya se habían derramado en el
camino.
***
Ninguno de los Gimnastas se
percató de la escena que se acababa de montar. Carmelo estaba total y
completamente enajenado: vuelto a su propia realidad. Chomsky estaba, o muy concentrado
en repetir los cuatro pasos que conocía, o (es
un asesino serial en potencia, lo sé) pensando en cómo asesinarlos a todos.
Gerónimo se había ido a perseguir un grupo de chicas vestidas particularmente
provocadoras. Paula estaba disfrutando del postre contra una columna. Finoli no
había visto quién había sido el idiota que lo había atropellado. Sólo Gino
había visto el estallido y posterior huida de María y hacía más de media
canción que se debatía seguirla o no. Echó una mirada en derredor. Nadie
parecía muy pronto a extrañar su presencia. La música era la peor que había
oído desde que su hermana había obtenido el poder del estéreo del auto en un
viaje a Córdoba. Ya no sabía qué más inventar para intentar bailar. El balance
le cerraba negativo. ¿Cuánto más podía empeorarse la noche si seguía a la chica
que le gustaba? ¿Acababa de decir-pensar que...?
Sí. Si había alcanzado a oírse
pensar correctamente, acababa de aceptar algo que había sentido casi al primer
contacto. Se dijo que aunque hubiese estado nadando en un mar de gaseosa entre
islas de chocolate y pájaros hechos con billetes de cien, la situación le
hubiese resultado igualmente desagradable (si
no estaba ella) que en la que actualmente se encontraba. Así que allí
estaba, golpeando personas mientras murmuraba series de “disculpame” que, más
bien, significaban “movete”. El objetivo actual era escapar de la turba de
gente que se amuchaba en círculos de baile donde algún idiota hacía una
exhibición de sus pobres aptitudes de baile para deleite y risas de sus amigos
—se veía tan humillante como ridículo. Claro que cualquier imagen perdía lustre
comparada con (NO). Se sacudió
aquella tonta necesidad de expresarse a sí mismo lo que le estaba dando el
envión para salir de la cancha. No le gustaban esas emociones.
Se encontró en la explanada desde
donde se podía subir al edificio del gimnasio, al sector de los asadores, y a
las canchas de rugby. No lo dudó. Siguiendo alguna clase de instinto, se
dirigió a la mole de concreto que albergaba al gimnasio y los vestuarios. No
echó una mirada a la cancha ni a los bancos del quincho. Una imagen mental
había parpadeado en él. María, llorando en un rincón alejado de los baños.
Quiso alejar la imagen, romper la burbuja en que veía proyectada a la idea de
la chica con ¿el corazón roto? No cabía otra explicación. Era la única
justificación para la escena que había presenciado. Celos. Ni siquiera acababa
de entrar al juego y ya iba en desventaja. Ella y Serafino debían de tener toda
una historia. La actitud agria que había dejado ver durante la tarde y lo que
iba de la noche evidenciaban que no habían habido un final feliz, pero ¿habían
disfrutado de un nudo agradable? Un martillo había roto el cristal de (su) la chica en lágrimas. En su lugar,
encontraba a la antigua pareja sonriente, disfrutando del fresco en la plaza
del pueblo. Imagen amarga, terrible, imposible, destructiva e indestructible,
desesperanzadora y casi mortificante. No. ¡Mortificante era su actitud idiota!
Rindiéndose antes de comenzar. Su respiración se agitó y perdió presión al
subir las escaleras del edificio corriendo (saltando)
como un loco —en cambio, su determinación creció.
Llegó al segundo piso: los
vestuarios. Se sintió un pervertido al asomarse y mirar dentro. Suspiró medio
aliviado de que no hubiese nadie allí, pero aquello significaba que María
tampoco se encontraba dentro. Se dejó caer al suelo y pensó un momento. Estaba
(completamente) seguro de que la
chica estaba en el edificio. Lo presentía.
Se levantó de un salto con la
respuesta brillando como luces de neón. El gimnasio estaba cerrado, pero aún
quedaba un lugar donde alguien podía vagar allí. Volvió a las escaleras, ya no
a la carrera —sus nervios ahora no se lo permitían—, sino a un paso lento, casi
calmo. No podía esperar y aún así estaba aterrado por lo que se iba a
encontrar. Iban a estar solos. Ya no podría escudarse de una conversación
frontal siendo el tercero en discordia. No. Tendría que sacar un tema de
conversación y él en la socialización era un queso vencido hacía diez años. La
palabra “hongo” se le deslizó por la mente pero, así como entró, salió sin más
reparos, sin ser Gino plenamente consciente de su presencia allí. Había mayores
preocupaciones.
No había una puerta, las paredes
que bordeaban la escalera simplemente desaparecían con el último escalón. Un
tejado, nada más ni nada menos. Una que otra ventila, unas rejas que no
impedirían que un descuidado o un decidido se arrojasen al vacío de tres pisos
y, claro, María. Avanzó torpemente, a punto de tropezar más de una vez, hasta
ella. A unos pasos de distancia, la chica se dio la vuelta con una actitud a
medio camino de su aspereza habitual y la gracia de la noche. Sus ojos estaban
rojos y brillantes. Había estado llorando.
Gino tragó saliva y, armándose de
un valor hueco, dio un último paso. Con una sonrisa dubitativa, musitó:
—Hola.
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