jueves, 31 de enero de 2013

You'll Never Get Away From Me


La media tarde hacía lo posible por subir la temperatura, pero el día era irremediablemente frío y el camino terriblemente largo. Gino sentía en los pies doloridos la ausencia de su bicicleta y la distancia de cinco kilómetros que separaba a El Aragón de Franco Víctor ensancharse a cada paso. Sobre los hombros le pesaba la falta de una mochila con la misma sensación que lo embargaba a uno el verse la muñeca vacía en el acto reflejo que en otra ocasión hubiese revelado un reloj de pulsera. Y lo peor de todo aquello era, sin duda, la falta de auriculares, la ausencia de la música que aliviana el alma y acalla las voces de la mente —y en aquel caso en particular, las del corazón. En su cabeza había un pequeño (homúnculo) trapecista que iba de tema en tema, tocándolo apenas, levantándolo de su letargo para luego despertar una pequeña hecatombe que se comunicaba con otra ilación de recuerdos —y de ideas. El hombrecito alternaba entre los besos de María y Valentina y la sensación que ambos habían despertado. Con la primera no podía evitar experimentar una suerte de miedo y de sobrecogedora sensación de (lástima) ternura —esa chica se odia, pensó— y de la segunda no le llegaban vibras en más que una irresistible (el punto) dirección. Los labios de María habían sido una sorpresa, los de Vale un refugio. Y todo se había ido decididamente al cuerno, aquel lugar al que las situaciones imposibles van a parar cuando uno pierde toda esperanza de solucionarlas —y donde, eventualmente, cuando un atisbo de solución se forma, se van a buscar. Pero por entonces todo había perdido sentido y Gino no veía luz al final del túnel —solo oscuridad y rojo; rojo de pasión, una pasión que, en la soledad de esa caminata, abandonado por la alaridosa Ethel Merman, debía confrontar: enfrentarse a sus demonios y aceptarlos. Pero también rojo de fuego, un fuego que no tenía nada de metafórico sino, más bien, profético. La mañana anterior había visto algo entre los pastizales, algo quemado, algo que estaba pintado en las manchas de humedad sobre su cama. Y algo que el piquete había presagiado. Los eventos del pasado fin de semana no parecían azarosos —en lo más mínimo. Él no creía en ningún Ser o Cosa superior que comandara las fuerzas del universo a su antojo, pero había algo sencillamente raro en todo lo que había sucedido. Se preguntó si, de no haber encontrado aquel champiñón plateado superdesarrollado en una estación abandonada —en la cual nunca se habría refugiado de no ser por un vendaval surgido de la nada con el que se había topado dado que su colectivo había decidido volver por donde había venido a causa del inconveniente piquete—, habría entrado en el vivero de su tía y, casualmente, paseado en su interior hasta hallar una plantación de esa misma pesadilla en una brillante (cegadora) escala de grises. Decidió que no y dejó escapar una risotada nerviosa que quedó entre él y los campos. Y las plantas respondieron un suspiro al negar con la cabeza, impulsadas por el viento.

***

Gino se sintió agradecido de encontrar a su amigo en la entrada del pueblo, descansando con la espalda apoyada sobre las columnas del arco que anunciaban a Franco Víctor, con su bicicleta y el bolso a su lado. Así no tendría que adentrarse en esas cuadras que, incluso a la luz del día, se veían amenazantes.
Al acercarse, se percató de que Carmelo no reaccionaba ante el ruido suave pero insistente de la grava moviéndose bajo sus pies. Y fue entonces, a escasa distancia —a sólo un par de metros separándolos—, que se percató, con una sonrisa, de que su amigo tenía los auriculares puestos y llevaba el walkman en el bolsillo principal del overol de jean que tenía puesto. Gino se dijo que —quitándole el aparato y agregándole una hoja de trigo entre los labios— era la viva imagen del campo. Tenía los párpados cerrados como persianas bajas, advirtiendo “no molestar”; respiraba calma y no parecía hacer más movimientos de los estrictamente necesarios. El aura de picardía que momentáneamente le faltaba a Carmelo se traspasó a Gino en la forma de una idea de travesura casi infantil. Sin pensárselo dos veces, movió su mano con sigilo hasta alcanzar el cable de los auriculares y tiró con un golpe seco. La música dejó de llegar a los oídos de Carmelo Della Robbia y se escapó al mundo con el atronador grito de Ethel Merman, acompañada por el elenco de Gypsy, al finalizar el número Mr. Goldstone, I Love You. El chico abrió los ojos como platos y movió las manos en todas direcciones intentando infructuosamente encontrar y acallar el walkman. Gino se lo quitó del bolsillo del overol y le bajó el volumen a Sandra Church al tiempo que la muchacha empezaba a lamentarse por su falta de identidad en Little Lamb. Pobre chica, se dijo mientras deslizaba su dedo entre los botones, no sabe que va a terminar siendo la stripper más famosa y mejor paga de todos los tiempos.
—Siempre tan agradable —resopló Carmelo, quitándose los auriculares e intentando ocultar la vergüenza que le teñía la cara.
—Lo saqué de vos —sonrió Gino, clavando los ojos en el walkman y esforzándose por no avergonzar aún más a su amigo al preguntarle qué hacía escuchando sus discos. —En fin, acá están mis cosas —comentó con un suspiro, encogiéndose de hombros y alternando la mirada entre la bicicleta y su amigo.
Hubo un momento de silencio que no acabó de resultar incómodo antes de que Carmelo lo cortase de cuajo, cruzándose de brazos y devolviendo a su pose la clásica expresión de, más que superioridad, superadoridad.
—Al final no te pudiste escapar de este pueblito —dijo con un dejo de picardía.
—Podríamos decir que me traicionó el inconsciente —se atajó Gino, agachándose para recuperar el bolso.
—Podríamos decir que te besó el inconsciente —replicó Carmelo arqueando una ceja.
—Podríamos decir que si seguís hablando te hago tragar tus palabras tan delicadamente como Gerónimo vomitó su cena —ladró Gino, con rabia estallándole en los ojos, extendiendo la mano para que su amigo le entregase los auriculares. —Lo que haga o deje de hacer mi inconsciente es asunto mío.
—Ach, muchacho —negó con la cabeza Carmelo, dejando escapar una risita compasiva alt tiempo que le hacía entrega del cable ya enmarañado de sus audífonos— lo que pasa o deja de pasar en una comunidad chica es asunto de todos y la comidilla principal de las chusmas. Y en un pueblo somos todas chusmas —Gino empalideció. —Se sigue hablando del chico ése que almorzó con los Della Robbia. Podemos ser muy hospitalarios, pero somos tan desconfiados como una manga de judíos a los que miran mucho. Yo no voy a abrir la boca, Gerónimo no recuerda nada de lo que pasó anoche, hasta vino esta mañana a disculparse, y María apenas si la abre para otra cosa que no sea comer, por lo menos ahora, así que...
Carmelo dejó que sus últimas palabras de deslizaran, dejándolas desvanecerse como notas que repicaban hasta desaparecer. Había cierto asco (no asco no) y recelo en su comentario final. No acabó de terminarlas antes de que una furia rabiosa, como la que había ocasionado la bronca en la estación dos días antes, asaltase a Gino y lo obligase a darle un puñetazo en el hombro a su amigo. Una vez lo hizo, no pudo evitar mirarse el puño y preguntarse cuándo se había vuelto tan violento, cuándo había dejado que las emociones a flor de piel se le escapasen de la membrana que tan arduamente los valores y educación familiares habían construido.
—Buen derechazo —dijo Carmelo con una sonrisa, y se lo devolvió con suavidad. Sus manos eran tanto más grandes que las de Gino y, de haberlo querido, su brazo, musculoso bajo la camisa a cuadrillé que le daba aquel ridículo tinte granjero, le habría reventado algo. Pero el gesto era cordial, de aquella cordialidad especial que se da entre los hombres en que un insulto se vuelve un cumplido por acuerdo tácito. —¿Y qué vas a hacer ahora? Te tomás el de las cuatro y media, supongo.
—No —replicó Gino al cabo de una pausa, mirando a su amigo a los ojos. Profundizó en los irises marrones de su amigo y se cruzó los brazos como él, poniéndose cómodo para escrutar en la mente de Carmelo. Buscaba algo que no sabía que era y, al mismo tiempo, estaba seguro que tenía cerca; estirando una mano metafórica, casi podría tomarlo entre sus dedos. —Al final me quedo acá. Muchos asuntos pendientes.
Como Gino se había resistido de cuestionarle sus peculiares gustos musicales minutos antes, Carmelo retribuyó dejando pasar la oportunidad de levantar una ceja y soltar una risita acusadora. En cambio, al tiempo que se producía un instante de silencio entre el final de Little Lamb y You’ll Never Get Away From Me, se acercó a su amigo y, pasándole una mano por el hombro, le reprochó a él y a los pastizales, al mundo y al aire:
—¿Ves que no te podés alejar de acá? ¿Ves que no te podés escapar de mí?
Gino lo miró, entrecerrando los ojos y, con una sonrisa desafiante formándose entre las facciones molestas, se preguntó si su amigo haría lo que estaba pensando y, cuando lo hizo, se preguntó cuántas veces habría escuchado aquel disco en el curso de la noche que había separado el fin de semana continuado del lunes por la mañana.
—Nunca te escaparás de mí. / Decís "Me rajo" y aún así —el chico, en un canto que rasgaba los oídos y lastimaba las notas, se separó de Gino y, en un gesto desmedidamente teatral, abrió los brazos y señaló el área circundante— volvés acá.
Su amigo se dio la vuelta y se dispuso a recuperar la bicicleta, negando con la cabeza entre risas. Carmelo, sin descuidar su papel, prosiguió la farsa:
—Sí, podés decir "Hasta nunca, chau". / Pero con eso no me comprás —tomó a Gino por el brazo y se lo acercó a la cara. A una respiración de distancia, señaló hacia atrás: —, ¡si en el bar te veo ya!
Lo empujó descuidadamente en una dirección cualquiera y, al aterrizarle la espalda en el arco de metal, Gino tomó el mando de aquel número musical improvisado.
—Esperá que llegue el finde y ya —replicó, haciéndole frente, enseñándole los dientes y su poderoso vibrato. —Te dejo para siempre acá.
El chico volvió a darse la vuelta, acomodando su bolso en el canasto de la bicicleta mientras Carmelo recuperaba las riendas de su canción, como si aquella inesperada intromisión hubiese estado escrita desde un principio: pautada y naturalizada como el respirar mismo.
—Entonces intentá. / Dale, probá —le espetó, sacando pecho en una pose amenazadora. —Y vas a ver, / Que vos jamás podrás —hizo una pausa dramática antes de arremeter con las últimas notas que daría: —Escapar de aquí.
Ninguno de los dos siguió y, lentamente, la magia del aire se aplacó hasta el punto de desaparecer como si jamás hubiese existido. Las plantaciones se agitaron en aplausos y Carmelo saludó exageradamente. Gino dejó escapar una carcajada y le tendió la mano a su amigo, quien se la estrujó compartiendo la risa.
—Hagas lo que hagas —le advirtió Gino—, no te dediques a esto. Cantás peor que Rosalind Russell y no tenés ni la mitad del carisma.
—Yo también te quiero. Se nota que esa mujer era talentosa.
—De alguna retorcida manera —Gino tomó la bicicleta y se subió de un salto—, lo era. Después de todo, fue la hijadesumamá que le robó el protagónico de su vida a la Merm para la película de Gypsy.
—Por supuesto —replicó Carmelo, levantando las cejas y dejando volar los ojos. —Sonás igual que Finoli cuando desvaría de fútbol.
—Supongo que gracias —Gino imitó su gesto y dio una maniobra para encaminar la bicicleta de regreso a El Aragón. —Ahora debería volver a casa, pero supongo que mañana vuelvo acá y podemos ver qué hacemos con el asunto plateado —Carmelo asintió con la cabeza e hizo una mueca de dolor. Gino le sonrió con los ojos y volvió la mirada a la ruta. El camino sería menos tortuoso con la bicicleta, pero tampoco sentía ya la necesidad de acallar con música las voces que le habían taladrado la cabeza en el trayecto de ida. Se preguntó si no sería aquel el efecto de tener amigos: alivianarse de los dramas de la vida. Se dijo, con una sonrisa, que tener amigos que improvisen números musicales debería ser mejor aún. Regresó la vista a su amigo y, más allá, a un pueblito que dormía la siesta para recuperar energías y seguir cuchicheando esa cháchara de sanguijuela que a esas horas era sólo un susurro discreto. —Un día de estos pasate por la granja de mi tía. Hay pileta.
Carmelo soltó una risotada y le despeinó la cabellera a su amigo, haciéndolo sentir un niño al lado de la masa de músculos embutida en el overol.
—Cuando quieras.
Se despidieron con un apretón de manos y una sonrisa de complicidad y cada cual partió a su rancho, canturreando inconscientemente lo inevitable de los eventos pasados y venideros bajo las melodías de Jule Styne.

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