lunes, 12 de diciembre de 2011

Media milla con Barry White

Un boleto.
$2,50
Dos boletos.
$4.-
¡DESCUENTOS!

Un miserable peso, sí, pero entonces aún podía comprar una Coca de cuarto litro: dulces cantimploras de cristal para la jungla de metal. Bien podría existir alguna clase de abono que abaratara sus costos, ya que a un viajero solitario como él no le se le hacía oferta por sus trayectos. Tendría una cantimplora a la semana, y en aquellos tiempos de juventud aún pura, haría las veces de una refrescante lata de cerveza. Claro que aún tenía que crecer unos cuantos centímetros, y dejar de ausentarse en clase de Plástica para pasar por un mayor de edad en apariencia y documento. La kiosquera de la esquina de la escuela era demasiado correcta —y buena hija del rigor— como para venderle ¡alcohol! a un menor. Sin embargo, para eso estaba el Señor Pedro, quien por una pequeña comisión de veinticinco —o cincuenta si se trataba de una bebida de mayores valores— te compraba la botella sin mayores penas.
Claro que a él no le importaba —y muy dudosamente llegaría a importarle, suponía— sentir en su mano, cansada y marcada por el trabajo de revolver voluminosos tomos de contabilidad al tiempo que se las ingeniaba para colaborar en la empresa familiar en la administración registros —¡Gracias Mecanografía y Access!—, la fría recompensa de una bebida para penas, como diría su mejor amigo, a quien no le molestaba darle funciones multiuso (“¡para diversiones, para estudios, para la vida!”).
Sea como fuere, llevaba una económica y práctica botella de agua en la mochila. La Coca le daría sed, y si tomaba más de una, incómodas incontinencias de difícil escape en un colectivo sin sanitarios; el alcohol probablemente lo marearía o causaría estragos en su cordura, muy a pesar del pobre diablo del asiento contiguo y la inusualmente bella Martina, que lo esperaría en el campo, entre vacas y cerdos por duplicado. Sin arsénico, sin bacterias, sin nada que afectara su perfecta salud, el agua había sido hervida y enfriada en una jarra en la heladera. Servida en la botella que usaba cuando aún concurría al gimnasio —cuando aún tenía el dinero y la voluntad para pagarlo—, quizá con un hedor a plástico ya echado a perder tras tantos usos, pero barata y refrescante al fin. Le dio un sorbo mientras se sentaba en la última fila completamente vacía, junto a la ventana, y la guardó tras uno de los tantos cierres de la mochila. Mientras se acomodaba, sacó del bolsillo el boleto que el chofer le había extendido al nada módico precio de dos pesos con cincuenta. Destino al pueblo contiguo, a unos cuantas de decenas de kilómetros de distancia, pero su trayecto finalizaba unas garitas antes de llegar. Una caminata a campo travieso y se llegaba a su efectivo destino: la granja de la Tía Emma. Era cosa de media milla, según ella. Y su padre no se encontraba allí para replicar que media milla era, básicamente, un kilómetro. Casi, más bien, refutaría Emma, pero aquello no importaba porque él era el embajador de la familia, una vez a la semana, desde que podía recordar. Claro que su mente sólo llegaba hasta los diez sin nublarse en una miríada de imágenes inconexas y borrosas, cual rompecabezas de mil pequeñas piezas, sin una imagen para guiarse. Se consideró un hombre de mundo al ser el primero en su clase en ir en colectivo de largas distancias él solo; y se reconfortó juzgándose todo un aventurero al ser el último en poseer un móvil. Muy orgullosamente, aún lo conservaba: un Nokia 1100, un descendiente casi perfecto de los ladrillos que sus padres arrastraban de un lugar a otro. Casi, excepto por el pequeño detalle de que había que borrar mensajes cada tanto. Aquello lo había hecho propicio a atesorar los textos más memorables en un pequeño anotador que llegaba siempre consigo —en caso de que la bandeja de entrada se llenase de improviso, y tuviese que depilar al teléfono de recuerdos: arrancarlos de cuajo, unos para olvidar, otros para temer y algunos para conservar. Generalmente esperaba a que llegase al tope para borrar, y aquello solía significar un genocidio de SMS.
Arrojó el boleto en el bolsillo principal de la mochila, donde se aplastaría, doblaría y seguramente se rompería entre libros, cuadernos, útiles y el neceser. Quizá se perdería entre mudas de ropa, para ser hallado en una muy incómoda situación, pero no era relevante por el momento. Lo que importaba era disfrutar la hora de viaje, el último momento de paz que tendría en el fin de semana. Sacó el discman, convenientemente equipado con un disco de Barry White; se enchufó a sus Grandes Éxitos vía auriculares y cerró los ojos.

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