domingo, 18 de diciembre de 2011

What Am I Gonna Do With You? / All-Time Greatest Hit

Oh, baby, sweet baby
What am I gonna do, yeah, yeah
Baby, sweet baby, my

La paz se dio por finalizada tras la primera media hora de trayecto, interrumpiendo a What Am I Gonna Do With You? tras la —en su opinión— ininteligible introducción y una sucesión de versos de "You got to do anything". Ya se habían pasado aproximadamente 30 kilómetros desde que el paisaje de ciudad había dado paso al campo, salvaje e indómito para un chico de ciudad. Se dijo a sí mismo que jamás acabaría por acostumbrarse a la inmensidad que se extendía más allá del horizonte y más allá de su ventana.
El día ya empezaba a aclarar y era realmente necesario mantener las cortinas echadas si uno quería volver a ingresar en ese estado de somnolencia causado por la conjunción de música soul, el cansancio de levantarse temprano en el receso de vacaciones de invierno y el suave traqueteo del colectivo, gentil y adormecedor como una cuna mecida ya fuere por una madre cariñosa o el viento solitario. Muy a su pesar, no tendría ocasión de disfrutar de la semi consciencia por lo que restaba del viaje.
Mientras Barry festejaba hacer el amor con su chica, y celebraba una prospectiva noche de pasión, él se lamentaba la llegada de un nuevo pasajero, llegado de algún lugar de muy entrada la Ruta Nacional Nº9 —¿cuántas garitas había antes de la suya? Y ya puestos, ¿las había? Preguntas sin respuesta para alguien cuyo reloj biológico lo despertaba una canción antes de su parada. Si el estupor no hubiese sido tan arrollador, podría haber advertido que su fila era la última con un asiento vacío, razón por la cual el recién llegado la eligió. Se abrió paso a codazos y lo golpeó en repetidas ocasiones con su mochila —un tanto más grande que la suya— hasta finalmente ubicarla en su regazo, cubriendo una dirección de fotolog aún fresca. En un acto espejo al suyo al comienzo del recorrido, revisó el bolso y el boleto. Luego se ubicó muy cómodamente, las piernas lo suficientemente abiertas como para molestarlo a él y a todo aquel que quisiera pasar por el pasillo entre los asientos. Antes de que pudiera articular queja alguna —y estaba firmemente decidido a hacerlo—, su móvil sonó con un bip tan débil que sólo su oído entrenado podría detectarlo.
ginito no la aguanto mass. la tia marta se volvio a instalar en ksa. dice qe capaz qe por unos dias o sea semana minimo. qiero ir con vs aya pero mama no m dja
159 caracteres. Al borde del abismo como siempre mi hermanita, se dijo. Si algo la caracterizaba era aquello. Estudiar una hora antes de rendir, reprobar con 5,99. Había que darle crédito a la muchacha, desaprobaba con estilo. Y así debía pasar sus últimas vacaciones de invierno: encerrada en casa con los libros de texto en una mano y el marcador en la otra.
Se disponía a responder alguna tontería cuando el aparato repentinamente se apagó. Reprimió un insulto —o no, era difícil saberlo a ciencia cierta con la orquesta resonando en su tímpano— y encendió el teléfono. Las manitos aparecieron, y fueron un recuerdo pixelado en menos de un segundo. ¿Cómo murió la batería tan rápido? No lo había cargado la noche anterior —había sido una velada de enviciarse lo más posible con la computadora antes de abandonarla por un fin de semana—, pero antes de subirse al colectivo en la Terminal le quedaba al menos la energía suficiente para llegar a destino sin estar incomunicado. La estúpida linterna, seguramente, se dijo con un suspiro y lo guardó en el revoltijo de papeles del bolsillo pequeño del frente de la mochila. Estaba agachándose para dejarla en el suelo, junto a sus pies, cuando una mano se le cruzó, a milímetros de la nariz. El brazo correspondiente descorrió la cortina, dejando entrar cegadores rayos de luz. No iba a poder dormirse el rato que quedaba.
—La prefiero cerrada —espetó Gino, echando la cortina en un vano intento de garantizarse unos minutos más de paz, y fulminó con la mirada a su acompañante. No podía ser mucho más joven que él mismo, aunque su expresión era tan desafiante y descarada como sólo la de un infante o un inmaduro podía lucir. Su ceja arqueada en seña burlona lo tentó a propinarle un puñetazo. Sólo había un problema: el sujeto tenía músculos.
—Y yo abierta —replicó, y extendió su brazo nuevamente. Gino lo detuvo con la cara fija en una expresión vacía y cruel, rezando para que sus auriculares no se resbalasen en ese momento y le quitasen la falsa autoridad que se estaba forjando en el rostro.
Antes de que se pudiera liberar de la débil presa que lo separaba de un cálido viaje iluminado por el Sol matutino, una frenada violenta sacudió el vehículo. Por una fracción de segundo —justo antes de que se diera la espalda contra la parte plástica del respaldo del asiento del frente y casi se tropezara con su mochila—, levitó: quedó suspendido en el aire, con aquella mano huesuda y escueta como único cable a tierra en un instante aterrador y fantástico. Y si aquella mano tan patética no lo hubiese sujetado con realzada firmeza cuando el vacío fue lleno, Carmelo Della Robbia no sería más que un recuerdo.

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