lunes, 27 de febrero de 2012

Preludio (I)

El atardecer descendía sobre el pastizal; una sombra ocre parecía bañar los árboles y dar una muy necesitada segunda mano de pintura al conglomerado de galpones frente a la casa. A través de la ventana de la cocina, más allá del mosquitero y del cristal, cruzando la cerca de piedra que rodeaba el hogar de la Tía —única construcción decentemente edificada en todo el terreno—, alcanzaba a verse la puertita de madera que daba al cobertizo central de aquella mole. Albergaba secretos dentro, siempre los había habido allí; herramientas y maquinaria agrícola rota u obsoleta, de esa parte del contenido estaba seguro —lo había visto y sufrido él mismo al jugar a las escondidas de pequeño (con Vale)—, pero al contemplar la puertita hinchada de humedad, miserable y triste, un recuerdo —un sentimiento, más bien— lo asaltó. El estremecer del miedo, la idea física del monstruo en el placard, esa bestia oscura que observa en la penumbra con una respiración espesa, un detenimiento certero y que se desliza impalpable —que respira el frío de la noche y se refugia bajo la cama al encenderse el velador. Había un monstruo dentro del cobertizo principal, pero uno que había subido de grado. No era un Cabo Don-Nadie, lo que acechaba allí era un General, un Teniente, un Sargento —alguien de rango, alguien que ya no se escondía. Era algo brillante, que asustaba no por su confusión con el todo, indistinguible, sino por lo inevitable, porque resaltaba tanto (con tanta claridad) que al verlo las piernas se le paralizarían, la garganta cerraría sus puertas a gritos de auxilio, y no podría más que observar: párpados firmemente abiertos; mente sobrecogida y desfallecida en estupor —sólo un latido acelerado queriendo escaparse para asegurarse de que uno estaba vivo. Estaba ahí, y te veía a los ojos.
Del cobertizo principal se desprendía una cochera en la que la Tía Emma guardaba la camioneta 4x4 que rara vez sacaba por otro motivo que no fuera para lavarla. Era aquel estacionamiento una habitación tan pequeña e inútil que había veces que Gino se olvidaba de su existencia. La última parte del conglomerado lo formaba un galpón de techo de chapa oxidado y esqueleto visible de metal, que servía de garaje para los tractores y contaba con un cuarto anexo para accesorios y herramientas de arado.
La escena de la estancia estaba dominada por un molino de viento cuyas astas de metal giraban alborotadas al rescoldo del vendaval de aquella misma mañana. La torre se erigía discreta, como un vigilante silencioso, un centinela omnipresente que se fundía con el paisaje. A un lado del molino, vacas pastaban apaciblemente tras un cercado, sus ojos entrecerrados en fatiga. Los animales eran eminentes: grandes y poderosas masas en blanco y negro. Su mirada era fría y ausente; sin emoción, sin pasión. Era una desgracia de la edad, pues los terneros, por otro lado —tanto literal como figurativamente, pues reposaban en otra división del cerco—, miraban con reacia indiferencia, un dejo desafiante relampagueando en ojos cansados.
Separado por la continuación del camino de tierra que daba entrada al terreno desde la ruta, los últimos rayos de luz atravesaban el tambo, enfrentado a sus inquilinas como una covacha lúgubre. En efecto, si bien la edificación en madera contenía un entramado para la ordeña considerablemente moderno, se encontraba en una muy deteriorada condición. Sin embargo, el cielo a escala de rojos le daba un toque pintoresco a la construcción que, de otra manera, no sería sino vulgarmente rústica —parecía el esqueleto de un animal enorme, tan desprotegido y roto que, más que dar miedo, daba lástima.
Siguiendo el camino de tierra se llegaba a la casita propiedad de la familia que vivía y trabajaba en el terreno de la Tía. Era una construcción escueta de dos pisos, con sus ladrillos desgastados a la intemperie. A un lado, bajo el techo de un galponcito que hacía las veces de garaje, descansaba un auto viejo —en óptimas condiciones— al que nunca había visto moverse. Bordeando el modesto hogar, un cuidado jardín de flores y helechos se extendía como una corona real, pero más allá, arbustos alborotados y desarreglados señalaban su final.
Sin embargo, Gino Teri no podía pensar en otro jardín que no fuera el que había dentro de su casa de fin de semana. Tras el patio empedrado,  con asador para todo el año, mesa y sillas para el té en primavera y pileta olímpica para el verano,  empezaba su segundo hogar, con un vestíbulo que hacía las veces de living-comedor. Tenía un aparador inmenso y una mesa a juego, siempre cubierta por el mismo mantel de encaje blanco e impecable.  Al otro lado de la habitación, un conjunto de sofás grises invitaban a sentarse, cómodos, mulliditos, siempre calentitos sin importar la estación.  Desde allí, pasando los sofás, uno podía llegar al baño, deslizarse en la recámara principal con calefacción de su Tía, tras la puerta enfrentada a la mesa, al estudio de junto, o seguir de largo, haciendo caso omiso al aparador, y entrar en la cocina.  Esta última tenía un televisor que solía permanecer apagado, y se trataba del único electrodoméstico que uno podría encontrar recubierto por una película de polvo; también había una mesa descascarada y ocasionalmente oculta tras un mantel plástico color limón, a la cual estaba sentado, bebiendo en la oscuridad una taza de chocolate helado hecho con la leche que habían traído en la mañana los tamberos.  Un ventanal entre repisas y hornallas dejaba entrar la luz de día, convirtiendo a aquel cuarto en el más luminoso y vivo de toda la casa. Claro que entonces la penumbra se arrastraba por toda la habitación.
A un lado de la heladera, enfrentada al ventanal, había una puerta que daba a un pasillo. El pasillo lo llevaba a su habitación, a un segundo baño, a una biblioteca modesta pero decente, a la despensa, y al vivero privado de su tía, el único lugar de la casa en que había algo que aún brillaba.

1 comentario:

  1. Qué bueno que estás de vuelta ! .D
    Mientras leía, ese cobertizo me hizo acordar a uno que teníamos en la casa de mi abuela de Paraná, en el cual me decían que vivían hadas y duendes .) Los cobertizos siempre guardarán secretos.

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