Del cobertizo
principal se desprendía una cochera en la que la
Tía Emma guardaba la camioneta 4x4 que rara
vez sacaba por otro motivo que no fuera para lavarla. Era aquel estacionamiento
una habitación tan pequeña e inútil que había veces que Gino se olvidaba de su
existencia. La última parte del conglomerado lo formaba un galpón de techo de
chapa oxidado y esqueleto visible de metal, que servía de garaje para los
tractores y contaba con un cuarto anexo para accesorios y herramientas de
arado.
La escena de la
estancia estaba dominada por un molino de viento cuyas astas de metal giraban
alborotadas al rescoldo del vendaval de aquella misma mañana. La torre se
erigía discreta, como un vigilante silencioso, un centinela omnipresente que se
fundía con el paisaje. A un lado del molino, vacas pastaban apaciblemente tras
un cercado, sus ojos entrecerrados en fatiga. Los animales eran eminentes:
grandes y poderosas masas en blanco y negro. Su mirada era fría y ausente; sin
emoción, sin pasión. Era una desgracia de la edad, pues los terneros, por otro
lado —tanto literal como figurativamente, pues reposaban en otra división del
cerco—, miraban con reacia indiferencia, un dejo desafiante relampagueando en
ojos cansados.
Separado por la
continuación del camino de tierra que daba entrada al terreno desde la ruta, los
últimos rayos de luz atravesaban el tambo, enfrentado a sus inquilinas como una
covacha lúgubre. En efecto, si bien la edificación en madera contenía un
entramado para la ordeña considerablemente moderno, se encontraba en una muy
deteriorada condición. Sin embargo, el cielo a escala de rojos le daba un toque
pintoresco a la construcción que, de otra manera, no sería sino vulgarmente
rústica —parecía el esqueleto de un animal enorme, tan desprotegido y roto que,
más que dar miedo, daba lástima.
Siguiendo el
camino de tierra se llegaba a la casita propiedad de la familia que vivía y trabajaba
en el terreno de la Tía. Era
una construcción escueta de dos pisos, con sus ladrillos desgastados a la
intemperie. A un lado, bajo el techo de un galponcito que hacía las veces de
garaje, descansaba un auto viejo —en óptimas condiciones— al que nunca había
visto moverse. Bordeando el modesto hogar, un cuidado jardín de flores y
helechos se extendía como una corona real, pero más allá, arbustos alborotados
y desarreglados señalaban su final.
Sin embargo, Gino
Teri no podía pensar en otro jardín que no fuera el que había dentro de su casa
de fin de semana. Tras el patio empedrado,
con asador para todo el año, mesa y sillas para el té en primavera y
pileta olímpica para el verano, empezaba
su segundo hogar, con un vestíbulo que hacía las veces de living-comedor. Tenía
un aparador inmenso y una mesa a juego, siempre cubierta por el mismo mantel de
encaje blanco e impecable. Al otro lado
de la habitación, un conjunto de sofás grises invitaban a sentarse, cómodos,
mulliditos, siempre calentitos sin importar la estación. Desde allí, pasando los sofás, uno podía
llegar al baño, deslizarse en la recámara principal con calefacción de su Tía,
tras la puerta enfrentada a la mesa, al
estudio de junto, o seguir de largo, haciendo caso omiso al aparador, y entrar
en la cocina. Esta última tenía un
televisor que solía permanecer apagado, y se trataba del único electrodoméstico
que uno podría encontrar recubierto por una película de polvo; también había
una mesa descascarada y ocasionalmente oculta tras un mantel plástico color
limón, a la cual estaba sentado, bebiendo en la oscuridad una taza de chocolate
helado hecho con la leche que habían traído en la mañana los tamberos. Un ventanal entre repisas y hornallas dejaba
entrar la luz de día, convirtiendo a aquel cuarto en el más luminoso y vivo de
toda la casa. Claro que entonces la penumbra se arrastraba por toda la
habitación.
A un lado de la
heladera, enfrentada al ventanal, había una puerta que daba a un pasillo. El
pasillo lo llevaba a su habitación, a un segundo baño, a una biblioteca modesta
pero decente, a la despensa, y al vivero privado de su tía, el único lugar de
la casa en que había algo que aún brillaba.
Qué bueno que estás de vuelta ! .D
ResponderEliminarMientras leía, ese cobertizo me hizo acordar a uno que teníamos en la casa de mi abuela de Paraná, en el cual me decían que vivían hadas y duendes .) Los cobertizos siempre guardarán secretos.