lunes, 5 de marzo de 2012

El Horario de Protección al Menor

Hacia las siete de la tarde ya había oscurecido y las sombras se confundían con la noche agazapada. Las cámaras ya no cubrían el pastizal encerrado entre el conglomerado, el trigal y la casa de la Tía; más seguramente, habían sido guardadas y reposaban en las camionetas y furgones de Animal World a la entrada del terreno, seguramente obstruyendo la pequeña carretera interna de tierra. Emma había contenido un chorro de insultos y se había tragado unos cuantos gritos a su llegada, poco antes de las diez. Había sido un avance atroz para los ojos de un jardinero: a campo de flores través. Unos canteros delanteros habían sido aniquilados distraídamente, y una sección de pasto terapéutico había sido arruinada cuando uno de los vehículos de mayor tamaño había dado una compleja maniobra para estacionar. Cuando una “manga de camorristas roñosos”, como más tarde le describiría a su sobrino, se abalanzó en su vestíbulo, reclamando (reclamando a gritos), ella le estaba preparando un poco de comida. Tenía una sartén en mano: una sartén que tembló un poco cuando a su temperamento se le ocurrió agredir a aquel equipo de televisión con algo de teflón.
Cuando descubrió a la hija de los Pérez embutida en un holgado suéter color blanco mugriento con el logo “Animal World” bordado en dorado, una sonrisa tímida y su cuerpo temblando como el de una chucho asustado, dejó escapar un suspiro de alivio y apagó la hornalla. Alguien iba a ayudarla en esa mañana de locos que no había hecho sino comenzar.
Pedían agua a gritos en castellano chapurreado; sus pies, llenos de tierra que habían convertido en barro, parecían dirigirse en todas direcciones, lejos de todo control; aquí y allá chillidos: “¡Acuua!”, “¡Agúa!” o simplemente “Water!”. No se creía muy ducha en el inglés, pero juraría que jamás oyó, en momento alguno de la mañana o la tarde, un mísero “Please”, y que muchas groserías habían sido usadas en su lugar.
Hacia las diez, cuando intentaba hacerse entender con el que parecía ser el jefe, con Valentina de pseudo-intérprete—pues ni siquiera la muchacha tenía los conocimientos necesarios como para que ambas partes conciliaran—, el teléfono sonó, el ruido insoportable a los oídos de una persona sobreexasperada. Para la Tía, aquello fue la frutilla del postre: uno pasado, quemado y asqueroso. Insultó en tres idiomas y corrió dentro de la casa tironeándose de la cabellera gris. Durante la llamada a la que se remitió con anterioridad, no fue mala señal o el efecto de la tormenta lo que dificultó la comunicación: fue la rabia.; rabia cruda que sólo podría ser traducida como bronca. Explotó al teléfono cuando por un momento algo se desguazó dentro suyo y se le nubló la vista, el oído, e incluso sus dedos se entumecieron hasta tal punto de no sentir el inalámbrico en su mano. Casi se le resbalaron, mas la ceguera completa, el vacío (reinicio) que la recorrió, duró sólo un instante. Dio una respuesta brusca, y colgó. Cuando se dio cuenta, estaba en su habitación, ajustándose a su pequeña cabeza el sombrero campirano para completar su vestuario ridículo; ocultó sus rizos encanecidos dentro y desconectó el teléfono. Valentina tragó saliva cuando la vio. Emma salió alrededor de veinte minutos de haber entrado la Tía; tras dirigir su sonrisa más cordial al director del proyecto, y sus más sinceros insultos para sus adentros, procedió a ayudar en la organización.
La filmación comenzó alrededor de las once y media: primeros planos a las vacas y al tambo, el señor Pérez dando cátedra sobre los tractores y las diferentes herramientas para el arado y la cosecha, tomas de la vida cotidiana del gato mascota para evocar ternura y un ligero paneo de la propiedad en su totalidad. Hubo un receso a la una, y algunos camorristas tuvieron el descaro de pedirle almuerzo. Con un aire de resignación, repitiéndose que, por primera vez, no podía dejarse llevar por la sangre hirviendo en sus venas, se dispuso a hacer sándwiches que entregó —casi lanzó— envueltos en servilletas de papel. Valentina fue la única en ser invitada a comer a la mesa de la cocina, bajo el requisito de quitarse aquel horrible suéter. Entre risas y chismes, la Tía reapareció con sus comentarios picarescos. Sin embargo, nadie pronunció de manera directa una sola palabrota o sustantivo no perteneciente al vocabulario técnico médico. Había reglas estrictas al respecto: el horario de protección al menor. Hasta las diez de la noche, ninguna grosería podía ser pronunciada en la casa ni por ninguna persona con quien la Tía intercambiase palabras —aunque por supuesto ella misma podía excusarse en casos de extrema necesidad, como al que se acaba de referir. En más de una ocasión sus huéspedes, fueren familiares o totales desconocidos, habían aprendido a seguir su regla a fuerza de bofetadas. Valentina, por su parte, había pasado tanto tiempo dentro de la casona que dominaba El Aragón, que había llegado a respetarla sin darse cuenta—claro que no siempre había sido a fuerza de costumbre.
La Tía también tenía otras tradiciones y ritos que inculcaba. No era una asidua lectora, pero era apasionada con todo cuanto leía —aunque fuera poco. Su biblioteca estaba compuesta en su mayor parte por manuales de cómo usar tal o cual herramienta, libros de cocina o de texto, y primeras ediciones antiquísimas que jamás leía ni recordaba haber leído. En su mayoría, no se distinguía la antigüedad de ningún volumen por su lomo, excepto por los de una angosta estantería: la más importante de toda la biblioteca. En una repisa apartada descansaban cinco tomos gastados y de apariencia antigua. Los Miserables, de Víctor Hugo, una segunda edición de una traducción fechada en enero de 1925. Cubiertas de papel rezaban al autor, el título de su obra y el de la parte correspondiente. El más gastado, aunque en perfectas condiciones dada su edad, era el cuarto tomo. La colección la había comprado su madre al establecerse en María Elisa, y había sido el primer libro que le había sido leído a una joven Emma. La Tía lo leía especialmente a los niños que pasaban la tarde desplomados en los pastizales, ya agotados por el juego que se desarrollaba a la hora de la siesta. Era la única obra en prosa en toda la casa, y los huéspedes se habían resignado a oírla, leerla e incluso disfrutarla. Emma jamás había prestado demasiada atención a la moral, pero la Tía sentía que tenía algo de la humanidad de Jean Valjean en lo profundo de su alma cruda e impulsiva. Impartía, con lentes en mano pero nunca delante de sus ojos, lecciones de moralidad que raras veces aplicaba: para todo el que quisiera escucharla, y para el que no, también.
Gino y Valentina habían escuchado la novela en su totalidad sólo unas dos o tres veces, pero llegaron a escuchar y leer ciertos pasajes más de una docena de veces, tanto por el maquinal rito de media tarde como por fascinación personal. Tras su segundo sándwich, y en respuesta a una pregunta de la Tía, la segunda recitó de memoria unas líneas:
—“Ella abrió los dedos, dejó caer la moneda al suelo y, mirándolo con aire sombrío, dijo: ‘No quiero su dinero.’”
La filmación se reanudó a las dos, y Emma explicó cómo dirigía su circo hasta la llegada de su sobrino. Con uno que otro inconveniente, a las seis se había dado por finalizada la jornada de trabajo. A las seis y media podía volver a ver el prado frente a su casa. Sin embargo, no pudo sentarse, con paz y tranquilidad volviendo a formarse como una neblina tranquilizadora a su alrededor, hasta las siete menos cuarto. Se dio cuenta que volvía a ser ella misma cuando simplemente se dejó caer, despatarrada, sobre el sofá con un suspiro que quería decir más de lo que su regla sobre las palabras y su hora de empleo querían evitar. Su sobrino se apareció en la sala casi al instante, llevando una bandeja con café, tostadas, mermelada y manteca. La dejó en la mesita de café y volvió a la cocina para buscarse una taza de chocolatada helada y un volumen olvidado de la Cuarta Parte: El idilio en la calle Plumet y la epopeya en la calle Saint-Denis. Se sentó en el sillón más pequeño, enfrentado a la mujer y la observó por unos momentos mientras sorbía sonoramente. Con un segundo suspiro, la Tía se desperezó y enderezó en su asiento; bebió un poco de su café y dirigió sus profundos ojos negros a los de Gino.
—Quiero saber dónde estuviste esta mañana
No hubo una respuesta automática, pues el muchacho tuvo una pequeña y dolorosa recapitulación en su mente antes de resolver que había detalles que debían ser omitidos.
—En el colectivo —contestó su sobrino finalmente, tras unos momentos de vacilación que no se le escaparon a su tía—, hasta que un piquete hizo que parara —no esperaba acotaciones de parte de la mujer, ni tampoco que asintiera: simplemente que su mirada penetrante le dijera “Ajá, seguí”. —Y… —entonces se detuvo. Una fracción de segundo en que su cerebro gritaba “recalculando” mientras trabajaba a toda máquina para inventar algo. No podía contarle de la estación. ¿Pero qué decir? ¿Cómo explicar su breve estancia en Franco Víctor? Bien sabía la mujer que tenía delante que sólo hubiese llegado a las tres de la tarde si hubiese ido a pie desde su casa. —hubo una tormenta. Un vendaval bastante feo, no sé si lo habrás sentido acá. Nos atrincheramos en una estación de servicio hasta que pasara y… —su tía arqueó una ceja, preguntando por el “nos” que se la había escapado. —Me vine con otro chico que era de un pueblo por acá cerca. Él tampoco pensaba volverse cuando el colectivo dio media vuelta para…
Apartó la mirada, y acabó en el reverso del volumen que reposaba a un lado del frasco abierto de la mermelada. Y entonces ya no pudo continuar. Hacia el borde del libro, nunca antes visto, estaba impreso: Franco Víctor, 1925. Su mente aulló, explotó y se revolcó. Todo se entramaba cada vez más. Se preguntó qué tenía que ver su tía en todo aquello, pero ése no era el momento para hacerlo. Disimuló un poco y, omitiendo detalles y algunos acontecimientos, le relató la epopeya de aquella mañana. 

1 comentario:

  1. Ahora con la facu leo más tarde pero leo .D No podría dejar de hacerlo ,p Me encantó lo de "pasto terapéutico". jajaja

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