Cuando descubrió a la hija de los Pérez embutida en un
holgado suéter color blanco mugriento con el logo “Animal World” bordado en dorado, una sonrisa tímida y su
cuerpo temblando como el de una chucho asustado, dejó escapar un suspiro de
alivio y apagó la hornalla. Alguien iba a ayudarla en esa mañana de locos que
no había hecho sino comenzar.
Pedían agua a gritos en castellano chapurreado; sus
pies, llenos de tierra que habían convertido en barro, parecían dirigirse en
todas direcciones, lejos de todo control; aquí y allá chillidos: “¡Acuua!”,
“¡Agúa!” o simplemente “Water!”. No se creía muy ducha en el inglés, pero
juraría que jamás oyó, en momento alguno de la mañana o la tarde, un mísero
“Please”, y que muchas groserías habían sido usadas en su lugar.
Hacia las diez, cuando intentaba hacerse entender con
el que parecía ser el jefe, con Valentina de pseudo-intérprete—pues ni siquiera
la muchacha tenía los conocimientos necesarios como para que ambas partes
conciliaran—, el teléfono sonó, el ruido insoportable a los oídos de una
persona sobreexasperada. Para la Tía ,
aquello fue la frutilla del postre: uno pasado, quemado y asqueroso. Insultó en
tres idiomas y corrió dentro de la casa tironeándose de la cabellera gris.
Durante la llamada a la que se remitió con anterioridad, no fue mala señal o el
efecto de la tormenta lo que dificultó la comunicación: fue la rabia.; rabia
cruda que sólo podría ser traducida como bronca.
Explotó al teléfono cuando por un momento algo se desguazó dentro suyo y se le
nubló la vista, el oído, e incluso sus dedos se entumecieron hasta tal punto de
no sentir el inalámbrico en su mano. Casi se le resbalaron, mas la ceguera
completa, el vacío (reinicio) que la
recorrió, duró sólo un instante. Dio una respuesta brusca, y colgó. Cuando se
dio cuenta, estaba en su habitación, ajustándose a su pequeña cabeza el
sombrero campirano para completar su vestuario ridículo; ocultó sus rizos
encanecidos dentro y desconectó el teléfono. Valentina tragó saliva cuando la
vio. Emma salió alrededor de veinte minutos de haber entrado la Tía ; tras dirigir su sonrisa más cordial al
director del proyecto, y sus más sinceros insultos para sus adentros, procedió
a ayudar en la organización.
La filmación comenzó alrededor de las once y media: primeros
planos a las vacas y al tambo, el señor Pérez dando cátedra sobre los tractores
y las diferentes herramientas para el arado y la cosecha, tomas de la vida
cotidiana del gato mascota para evocar ternura y un ligero paneo de la
propiedad en su totalidad. Hubo un receso a la una, y algunos camorristas
tuvieron el descaro de pedirle almuerzo. Con un aire de resignación,
repitiéndose que, por primera vez, no podía dejarse llevar por la sangre
hirviendo en sus venas, se dispuso a hacer sándwiches que entregó —casi lanzó—
envueltos en servilletas de papel. Valentina fue la única en ser invitada a
comer a la mesa de la cocina, bajo el requisito de quitarse aquel horrible suéter. Entre risas y chismes, la Tía reapareció con sus
comentarios picarescos. Sin embargo, nadie pronunció de manera directa una sola
palabrota o sustantivo no perteneciente al vocabulario técnico médico. Había
reglas estrictas al respecto: el horario
de protección al menor. Hasta las diez de la noche, ninguna grosería podía
ser pronunciada en la casa ni por ninguna persona con quien la Tía intercambiase palabras
—aunque por supuesto ella misma podía excusarse en casos de extrema necesidad,
como al que se acaba de referir. En más de una ocasión sus huéspedes, fueren
familiares o totales desconocidos, habían aprendido a seguir su regla a fuerza
de bofetadas. Valentina, por su parte, había pasado tanto tiempo dentro de la
casona que dominaba El Aragón, que había llegado a respetarla sin darse
cuenta—claro que no siempre había sido a fuerza de costumbre.
Gino y Valentina habían escuchado la novela en su
totalidad sólo unas dos o tres veces, pero llegaron a escuchar y leer ciertos
pasajes más de una docena de veces, tanto por el maquinal rito de media tarde
como por fascinación personal. Tras su segundo sándwich, y en respuesta a una
pregunta de la Tía ,
la segunda recitó de memoria unas líneas:
—“Ella abrió los dedos, dejó caer la moneda al suelo y, mirándolo con
aire sombrío, dijo: ‘No quiero su dinero.’”
La
filmación se reanudó a las dos, y Emma explicó cómo dirigía su circo hasta la
llegada de su sobrino. Con uno que otro inconveniente, a las seis se había dado
por finalizada la jornada de trabajo. A las seis y media podía volver a ver el
prado frente a su casa. Sin embargo, no pudo sentarse, con paz y tranquilidad
volviendo a formarse como una neblina tranquilizadora a su alrededor, hasta las
siete menos cuarto. Se dio cuenta que volvía a ser ella misma cuando
simplemente se dejó caer, despatarrada, sobre el sofá con un suspiro que quería
decir más de lo que su regla sobre las palabras y su hora de empleo querían
evitar. Su sobrino se apareció en la sala casi al instante, llevando una
bandeja con café, tostadas, mermelada y manteca. La dejó en la mesita de café y
volvió a la cocina para buscarse una taza de chocolatada helada y un volumen
olvidado de la Cuarta Parte : El idilio en la calle Plumet y la epopeya
en la calle Saint-Denis. Se sentó en el sillón más pequeño, enfrentado a la
mujer y la observó por unos momentos mientras sorbía sonoramente. Con un
segundo suspiro, la Tía
se desperezó y enderezó en su asiento; bebió un poco de su café y dirigió sus
profundos ojos negros a los de Gino.
—Quiero
saber dónde estuviste esta mañana
No hubo
una respuesta automática, pues el muchacho tuvo una pequeña y dolorosa
recapitulación en su mente antes de resolver que había detalles que debían ser
omitidos.
—En el
colectivo —contestó su sobrino finalmente, tras unos momentos de vacilación que
no se le escaparon a su tía—, hasta que un piquete hizo que parara —no esperaba
acotaciones de parte de la mujer, ni tampoco que asintiera: simplemente que su
mirada penetrante le dijera “Ajá, seguí”. —Y… —entonces se detuvo. Una fracción
de segundo en que su cerebro gritaba “recalculando” mientras trabajaba a toda
máquina para inventar algo. No podía contarle de la estación. ¿Pero qué decir?
¿Cómo explicar su breve estancia en Franco Víctor? Bien sabía la mujer que
tenía delante que sólo hubiese llegado a las tres de la tarde si hubiese ido a
pie desde su casa. —hubo una tormenta. Un vendaval bastante feo, no sé si lo
habrás sentido acá. Nos atrincheramos en una estación de servicio hasta que
pasara y… —su tía arqueó una ceja, preguntando por el “nos” que se la había
escapado. —Me vine con otro chico que era de un pueblo por acá cerca. Él
tampoco pensaba volverse cuando el colectivo dio media vuelta para…
Apartó
la mirada, y acabó en el reverso del volumen que reposaba a un lado del frasco abierto
de la mermelada. Y entonces ya no pudo
continuar. Hacia el borde del libro, nunca
antes visto, estaba impreso: Franco
Víctor, 1925. Su mente aulló, explotó y se revolcó. Todo se entramaba
cada vez más. Se preguntó qué tenía que ver su tía en todo aquello, pero ése no
era el momento para hacerlo. Disimuló un poco y, omitiendo detalles y algunos
acontecimientos, le relató la epopeya de aquella mañana.
Ahora con la facu leo más tarde pero leo .D No podría dejar de hacerlo ,p Me encantó lo de "pasto terapéutico". jajaja
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