lunes, 30 de abril de 2012

The Amazing Journey / Life is Just a Bowl of Cherries (Reprise)


La carretera estaba desierta, y el único sonido audible en kilómetros a la redonda – estaban seguros de que, de haber existido alguno, lo oirían – era el de las ruedas de sus bicicletas removiendo las piedritas a los lados del pavimento. El silencio era casi tan sepulcral como había sido el de regreso del camino con Valentina, e incluso su comienzo se veía tan difuso como aquél.
El último recuerdo nítido que Gino conservaba era haber tenido la intención de replicar (de aseverar) que la gorra que tenía en sus manos muy posiblemente hubiese estado en la estación el día anterior. A partir de entonces, una conversación apurada en la que muy seguramente había resuelto dejar el lugar se mezclaba con la comprensión de que su amigo podría llegar a tener razón. En su mente se habían grabado frases sueltas – palabras perdidas – pero un significado único: la necesidad de escaparse de la estación, huir de la sensación oscura que se había apoderado de los recuerdos del día anterior y se asomaba sobre su propia, actual realidad. El vendaval se había producido poco antes de las diez, y casi podría señalarse su comienzo alrededor de las nueve y media. El mundo había explotado a su alrededor, ennegreciéndose con la mugre que se revolvía a su alrededor. Sin embargo, hacia las diez y cuarto ya podía admirarse el exterior con la completa iluminación matutina. El día había sido claro, e incluso filtrado a través de capas de tierra aferradas a los ventanales, el interior de la estación se podía observar con normalidad. Aún con mercadería dispersa en el suelo, góndolas caídas, ventanas fuera de lugar y ratas anidando en una habitación contigua, la hubiesen visto. Las baldosas blancas aún estaban en un matiz suave de gris: la tela negra habría resaltado de haber estado allí. Eso hacía que ambos pedaleasen más fuerte – no más rápido, sino con mayor ahínco: con la decisión con la que se propone uno correr en una pesadilla; sabe que es imposible acelerar de verdad, pero no deja de intentarlo con creciente desesperación.
Si el destino se había acordado en forma tácita o no, era desconocido para ambos: simplemente se dirigían a Franco Víctor con la vista perdida en el frente, cada uno en el lado contrario de la ruta; separados para no tener que verse a los ojos. Gino sabía que los discos que tenía bien podían suavizar el camino – hacerlo fluir a mayores revoluciones –, pero no tenía intenciones de ponerse los auriculares. No obstante, era plenamente consciente de que no se entablaría conversación alguna entre los dos amigos.
Sólo intercambiaron miradas una vez en el trayecto.

*

Unas marcas de frenada y giro quemadas en el pavimento de la ruta señalaban la entrada al camino interno que, una vez pasado el arco metálico que rezaba Franco Víctor, llevaba al pueblo. Temblaron en sus asientos durante el pasaje cubierto de piedritas irregulares antes de llegar al asfalto discontinuo que atravesaba la calle principal.
Las veredas estaban desiertas, y volvía a respirarse la paz sepulcral de un pueblo fantasma. Gino se dijo que no le sorprendería ver una planta rodadora deambulando por allí. Sin embargo, no se le hizo tétrico – como le pareció que debía sentirlo – sino más bien terapéutico. Seguía haciéndose a la idea de que las cosas empezaban a cobrar sentido real, de que se trataba de algo serio. Durante el segmento del camino que había transcurrido consciente, había reflexionado un poco, asimilando más la posición y mentalidad de Carmelo. Quienquiera que hubiera revuelto la estación en primer lugar, había vuelto a buscar aquello que había puesto o encontrado allí. Quizá incluso un segundo ladrón lo había hallado y quedado para sí. Sea como fuere, se había implicado un tercero en ese problema originalmente planteado para dos; ya no podían resumir el asunto a lo que habían descubierto ellos.
En algún punto del pedaleo infinito, se le había ocurrido una idea escabrosa: si su amigo había encontrado una gorra que el tercero había olvidado allí, ¿qué le garantizaba que ninguno de los dos se hubiese dejado algo también? ¿Y si aquella pista los llevaba a ellos? ¿Qué sucedería si los encontraban? ¿Qué harían de ellos?
La tranquilidad de Franco Víctor no se le hizo tétrica por el simple hecho de que era la antítesis del torrente violento de interrogantes y paranoia que reinaba en su cabeza. Se sumergió en aquella paz, se dejó llevar por lo que un matiz cálido de frío le ofrecía.
Bajó de la bicicleta y Carmelo lo imitó. Habían llegado a la plaza principal.
—Plaza Sarmiento —denominó al espacio verde que se extendía en dos cuadras. Desde el centro y en todas direcciones se extendían caminos empedrados que llegaban a las veredas. Salpicados en sectores distantes, se descubrían juegos para los niños: toboganes, subibajas, hamacas. Incluso habían tenido el detalle de instalar hamacas a distintas alturas y preparadas para diferentes tamaños. Una estatua a caballo dominaba la plaza, vigilando a la distancia. Monumentos varios – o al menos eso parecían las pequeñas esculturas y bustos montados en plataformas y placas en el suelo – se erigían entre arboledas, y los senderos se apresuraban a comunicarlos con el camino principal más cercano. Había arbustos bajos rodeando areneros, y pinos inyectando su sombra, oscureciendo y destruyendo el pasto a sus pies.
Carmelo conocía Franco Víctor incluso mejor que a la palma de su mano, pero para Gino era un puñado de manzanas indiferenciables entre sí. Ni siquiera era capaz de tomar la casa de su amigo como referencia. No tenía la más mínima idea de dónde estaba.
—¿Para dónde? —preguntó finalmente, echando miradas nerviosas en todas direcciones, buscando algo de lo que hacerse familiar. Era inútil, y el muchacho fornido a su lado se percató de ello.
—Seguime —sentenció Carmelo, montándose una vez más en la bicicleta. —, tengo antojo de helado.
Ambos rieron, y las carcajadas resonaron – ahora sí – sepulcrales en el silencio del pueblo dormido. Eran las cuatro de la tarde y se sentían como las cuatro de la mañana bañadas por un reflector imposible.
—Mientras no haya hongos plateados abajo, por mí está bien —comentó Gino para sus adentros, en voz alta, pero ninguno de los dos esbozó sonrisa alguna.

**

La heladería se llamaba “Porter” – tal y como daba a conocer en su cartel de letras de neón gastadas – y se ubicaba dos cuadras más adentro, en sentido opuesto al que habían entrado. Desde la mesa frente al local – relativamente grande en comparación al tamaño “boutique” que lucía la mayor parte de los negocios – aún podía verse el parque, abandonado a su suerte. Era el único lugar abierto que habían visto en todo el pueblo.
El silencio que se había entablado fluía con la normalidad de una conversación, con la ligereza de la de un par de amigos cualquiera. Cada uno se había pedido su helado y se había sentado en silencio. Gino se había pedido dos bochas: chocolate y dulce de leche granizado. Carmelo había optado por una única de crema del cielo. Había tenido la intención de probarlo desde el día anterior, y lo hubiera hecho de no haberse encerrado en su casa. Muy a su desgracia, tenía un sabor que sólo pudo comparar al de confites gastados – como si hubiesen pasado tanto tiempo en su boca que habían perdido todo gusto. Se veía incluso desagradable  la vista. Pero tenía que probarlo: era la última novedad en Franco Víctor, y no solían llegar muy seguido. Generalmente, no eran muy apacibles, y aquella no era la excepción. De un celeste chillón, se veía incluso estúpido. No obstante, ya lo había pagado. No tenía más que ponerle el pecho a la bala y aceptarlo, tal y como se esforzaba en aceptar lo que sucedía a su alrededor. Claro que un gusto de helado era más fácil de asimilar que el misterio que se cernía sobre ellos, como una sombra cada vez más (profunda) oscura. Tras la partida de su nuevo amigo, no había tenido el valor de enfrentar a sus compinches en el club. Estaba demasiado alterado, y no permitiría que nadie lo viera así. La música que se transfiguraba en un aullido sin ton ni son desde las profundidades de su habitación, eso su madre podía achacárselo a un acceso de adolescencia; el hecho de que no había salido del cuarto en toda la tarde, su padre podía definirlo como una atípica – aunque normal – vagancia. Por lo pronto, no había señales de que nadie fuese a percatarse de que algo anduviese mal. En efecto, si se quitaba de la mente el recuerdo borroso y escabroso del hongo plateado brillando a la luz filtrada del sol, su psique quizá podría respirar tranquila. No era el caso: se trataba de un nudo tan intrincado y firme que había deshecho su día y (puede estar acá, podría ser un vecino – puede ser un familiar – ¿y si es papá o mamá? ¿O los dos?) su cabeza. No recordaba haber pegado ojo en toda la noche, sólo haber decidido – tras dar muchas vueltas, tanto de cama como de idea – investigar a fondo el origen del caos.
Se suponía que entonces debería estar en el club con la panda, pero también se suponía que las setas no brillaban en fondos falsos de congeladores en estaciones abandonadas. Nadie lo había visto tomar la bicicleta del garaje y pedalear hasta las afueras del pueblo. La hora era propicia: la siesta que sobreviene al almuerzo nada frugal de domingo es la más pesada e imperturbable de todas. Sería lógico que disfrutase un poco con sus amigos en jovial recreación deportiva. Pero esa lógica ya había muerto, era a su mente como una ciencia desprestigiada y muerta: algo nuevo, diferente y revolucionario, se estaba gestando en el horizonte, y él iba a ser testigo de su génesis. Después de todo, el lugar de creación le era conocido.
—¿En qué pensás? —interrogó Gino finalmente. Su amigo pudo desgranar una verdadera (¿preocupada?) curiosidad, a la cual respondió con su gesto característico.
—En todo y en nada —replicó Carmelo, con la mirada aún en la bocha de crema del cielo, admirándola con perdida ensoñación (no, pesadillez). Luego tuvo que ver a su interlocutor a los ojos, ya no con miedo, sino con desconcierto. —No sé qué podemos hacer. ¿Deberíamos hacer algo, ya puestos?
Gino arqueó una ceja y esbozó una sonrisa de desfachatez al tiempo que cambiaba de posición, soltando un resoplido de repulsión y enojo.
—Hasta ayer querías remover Cielo y Tierra hasta encontrar la causa de… lo que sea que esté pasando, ¿y ahora me decís que ya no te importa?
—No digo que no me importe —se apresuró a responder Carmelo.
—No, que ya no estás seguro, que es más o menos la misma mierda —lo interrumpió Gino. Ya había acidez en su tono, la misma que había experimentado al comienzo de su atropellada relación. Volvía a sentir la casi irresistible necesidad de pegarle y sacudirlo hasta hacerlo volver a entrar en razón. —Yo ya no estoy seguro, pero no de si tenemos que hacer algo o no, eso lo sé. Lo que no sé es si me estaré volviendo loco —su amigo le hizo un gesto para que bajase el volumen, recordándole que aquél era horario de siesta, y todo el pueblo – incluido el heladero – podía oírlo. Hizo caso omiso de la advertencia: —Podés meterte el gestito ya sabés dónde, ¿sabés por qué? Porque ya estoy hasta las pelotas de todo. De todo, todo. Hay demasiada locura, Carmelo —tuvo la leve sensación de que algo en él estaba abriendo una compuerta, una tapa que, como el fondo falso, ocultaba algo horrible y privado. Pero no le importó, era un frenesí que se extendía en trance: era más simple y mejor dejarse fluir. —Ayer vi otro. Otros, mejor dicho. ¿Te acordás de mi tía? Tiene un vivero privado, y a que no sabés que tiene plantadito en una esquina, a la sombra de un rinconcito abandonado —ni se percató de cómo Carmelo tragó saliva, aunque fue un gesto grotescamente visible, ni de cómo sus ojos se salían de sus órbitas a medida que el relato continuaba. —Sí. Su propio set de fungi de moneda de veinticinco. Una plantación de hongos plateados, Carmelo. Ah, y eso no es nada. ¡Esta segura no te la sabés! Hasta ayer no sabía que Franco Víctor existía, y adiviná de dónde son los libros que tiene mi queridísima tía. ¡Sí, efectivamente! Los imprimieron acá mismo, hace como cincuenta años. Imaginate, este pueblo existe hace más de tres veces mi edad y nunca, nunca, se le ocurrió a nadie contarme que estaba acá, a un par de kilómetros. No se ve desde la ruta, el camino para entrar está tan acogotado por el campo de trigo que lo rodea que ¡cómo la va a ver uno! A menos que sepas que está ahí, muy dudosamente lo vayas a ver. No lo había visto hasta este sábado —se rió con histeria, con una locura que hasta entonces no se había permitido, con una que asustó a Carmelo hasta lo más profundo del alma, porque era en esencia lo mismo que había ocultado a sus amigos: ¿quién le aseguraba que él mismo no habría reaccionado así de habérselo concedido? Tuvo la necesidad de callarlo, de zarandearlo, pero no se atrevió, sumido en estupefacción y admiración por su nuevo amigo. —Y ahora desearía no haberlo visto jamás.
A continuación se produjo un silencio decididamente incómodo en el que Gino bajó la mirada su helado a medio comer y medio derretir, mientras Carmelo lo observaba con detenimiento, esperando algo a lo que no sabría cómo atenerse. Nada sucedió: su amigo simplemente se terminó su helado sin emitir otra palabra. Él tampoco tuvo el valor de abrir la boca. La Crema se hizo Salsa del Cielo en su cucurucho y tuvo que entrar al local en busca de servilletas. Sus manos temblaron al sacar una. Sin embargo, se sintió aliviado de alejarse de Gino y del aura de locura que veía como un reflejo de su propia mente. Ya más calmo (relajado), pasó frente a un tacho. Lo miró por unos momentos, con un aire reflexivo y casi perdido. Arrojó dentro, junto con las tres servilletas que había usado, el helado.
—No tengo porqué aceptarlo si no me gusta —se dijo mientras salía a una tarde pintada nueva. —Bien puedo cambiarlo.

1 comentario:

  1. Me alegra ver que has podido escribir .) Espero con ansias el próximo capítulo !

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