Gino
se hizo un ovillo, aferrándose al contacto de sus piernas resguardadas del frío
invernal por los jeans. Sus manos, como era usual, no estaban enguantadas —mejor
así, se dijo, era molesto tenerlas atrapadas. La única parte de su cuerpo que realmente
percibía el frío —y hubiese necesitado protección— eran los párpados; el aire
helado lo obligaba a cerrarlos, pero su voluntad era un poco más fuerte. Sobre
el pasto húmedo, recubierto por una fina película de rocío, mientras los
faroles de la casa de su tía a sus espaldas lo protegían de la noche, su mirada
se perdía en la tenue luz del atardecer, recortada por los árboles más allá del
cobertizo. No obstante, si osaba cerrar los ojos no vería más que ineludible penumbra
—se enredaría en sus oscuras ilaciones de pensamiento, perdiéndose como si
intentase salir a tientas de un laberinto. Una idea se resbaló, aflojándole la
prensa de sus piernas, dejándolas extenderse en el pasto: que su cabeza era tan
oscura como un laberinto de Pac-Man, pero sin las bolitas blancas y con
fantasmas extras para compensarlo —y todos los fantasmas tenían el mismo tono de
gris que en su cabeza se conjuraba plateado pixelado. Su mente decidió que
aquellas eran ideas (dentro de todo)
seguras —que semejantes pensamientos no podían herir a su psiquis más de lo que
los eventos de los pasados dos días ya habían hecho—, y las dejó seguir. En su
imaginario, los fantasmas se hicieron hongos y el juego se volvió multijugador.
Dos pequeños círculos recortados abrían sus bocas cuadriculadas con algo que
rayaba la desesperación e iba más allá. Y entonces se dio paso a un interludio
que había visto al jugar al Pac-Man una tarde de otoño.
Había
accedido a ir al ciber después de clase; se iba a celebrar una alegre matanza
en el Counter-Strike y todos los varones del curso estaban invitados. Estaba en
séptimo grado y, más importante, el final del primer semestre era algo tan
lejano como imposible; las facciones escindidas que constituyen formalmente a
un curso todavía no se habían discriminado. Gino todavía podía ser alguien, aún
estaba a su alcance algo más que el premio de consuelo que sería su compañero
de banco. Sin embargo, la suerte quiso que su ineptitud en cuanto a videojuegos
de tiros le hiciese perder el primero, en dieciocho rondas seguidas. No llegó a
jugar, en total, más de minuto y medio. Más allá de los audífonos, en un plano
donde los gritos del juego no existían y lo único que reverberaba era su
pensamiento, se dijo que daba asco, y
acabó por confirmarlo cuando se dirigió a la barra para pedir una lata de
gaseosa (para las penas). No alcanzó
a oír más que una frase, “fracasado de la
vida”, pero eso bastó. No necesitó escuchar más y nunca, en todo el camino
de regreso a la computadora ocho y por el resto de su vida, se preguntó si
aquella aseveración no habría sido hecha sobre otra persona. En efecto,
hablaban de su pronto a ser compañero de banco, pero Gino ya se había
desconectado del juego y, conteniendo las lágrimas ante su reflejo en el
monitor, buscaba qué hacer con lo que restaba de las dos horas por las que
había pagado.
La
rabia y la vergüenza tienen un regusto amargo similar cuando se les da
demasiadas vueltas y, como cualquier emoción fuerte, pueden fácilmente ser
recanalizadas en algo tanto productivo como destructivo. Eventualmente, la rabia
hacia los compañeros que no habían tenido misericordia para con un amateur y la
vergüenza de sí mismo por su tristísimo desempeño en el juego lo sumieron en
una concentración que lo llevó más lejos del final del Pac-Man de lo que él
mismo podría creer.
Cuando
sus compañeros se levantaron de sus estaciones, entre risas y burlas, ya se
habían marcado las fracturas de las que habrían de surgir las facciones de
varones de su curso. Él simplemente atravesó al grupo como una sombra para
pedirle al cajero media hora más. Acabó por perder en el nivel 120 diez minutos
más tarde, con los dedos agarrotados y los ojos cansados —su mente, por su
parte, destellaba desorbitada. En un espejo a través del tiempo, su yo de
dieciséis años se sentía tan sobrecogido como su recuerdo de doce al pensar en
lo que los dos últimos interludios del juego le habían enseñado. Tras una
determinada cantidad de niveles, una pequeña escena interrumpía la partida. La
primera escena era conocida por todo aquel que lo hubiese jugado, pues sucedía
tras el segundo nivel: tras escaparse por los pelos del fantasma rojo, Pac-Man
regresaba en un tamaño gigante, obligando al fantasma, que se había vuelto
azul, a huir despavorido. No obstante, las restantes no formaban parte del
conocimiento popular. En la segunda escena, una vez finalizado el quinto nivel,
el fantasma rojo se rasgaba sus vestiduras al perseguir al protagonista y
dejaba entrever un pie. En la tercera aparecía con su túnica remendada y, tras
enfrentarse a Pac-Man fuera de escena, se revelaba como un par de ojos con
patas. La imagen había sido conservada hasta la aparición de su capa cosida —el
resto se había perdido en la sorpresa, incluso a pesar de haberla visto en tres
ocasiones: tras los niveles nueve, trece y diecisiete— y había dado vueltas por
su cabeza durante semanas hasta ser, eventualmente, olvidada y enterrada en las
profundidades de su mente. Como toda ilación perdida en la penumbra, se
descubría como un leviatán, una bestia terrible, inmensa y terrorífica, sus
ojos amarillentos brillando en las aguas turbias que ocultaban sus colmillos.
Las piernas del Gino presente temblaron, pues la idea del Pac-Man, tan supuestamente inocente en su origen,
había logrado reconectarse con la otra idea que la había obligado a enterrarse.
No pudo detener a su mente antes de que le sugiriese cómo el rostro que había
visto en el camino ya no se le hacía quemado o marcado por manchas de nacimiento,
sino sencillamente remendado.
Cuando
se incorporó no sintió la ropa mojada. Lo único que notó, con una creciente
desesperación que se obligo a contener, fue que casi no podía distinguir la
oscuridad de la noche de la de sus pensamientos.
***
La
noche pasó con descuido, entre risas y con una vitalidad que hacía la vista
gorda del fin de semana que acababa de finalizar. La señora al otro lado de la
mesa le devolvía sonrisas que empezaban a delinear mayúsculas y los insultos no
se hicieron oír hasta pasadas las diez. La cena fue, como siempre, frugal pero
variada; los excesos no ocurrían en aquella casa. Hacia el postre, Muaka se
restregó contra el ventanal de la cocina y pasó a compartir el queso de Gino y
el dulce de su tía. El gato, desaparecido durante el día, tenía el pelaje aún
más mugriento que de costumbre. Una vez alimentado, se sentó a un lado de Emma.
Se movía tan majestuosamente como un siamés recién salido de una peluquería
veterinaria, pero con tanta suciedad que apenas se veía la mezcla de tonos
oscuros que hacía al abrigo del animal. La cabeza de Muaka apenas se veía desde
donde Gino se sentaba, pero aquello alcanzó. Entre los bigotes del gato algo brillaba bajo el foco amarillento
de la habitación. Arqueó una ceja y Muaka lo miró. Ámbar se enfrentó a azul y
el joven atisbó algo parecido a la consciencia en los ojos del gato. Se dijo
que el animal, que empezaba a desperezarse, sabía lo que estaba pensando, y
contuvo una risa nerviosa ante la locura que acababa de ocurrírsele.
Sin
otro gesto de por medio, la Tía Emma deslizó una mano hacia las orejas del gato,
las acarició, y pasó la otra bajo la barbilla. Cuando retiró esta última, ya
nada destellaba en los bigotes de Muaka. Entonces Gino se percató de que no
había visto al gato en todo el día.
***
La
mañana le llegó hacia las ocho y media, con la luz golpeándole en la cara a
través de la ventana de su habitación. Se había deslizado lentamente por el
edredón y ahora le lamía hasta las cejas. Se desperezó en la cama, sin poder
incorporarse. Descubrió que no estaba cansado, sino terriblemente cansado, pero no podía precisar porqué. Despertarse
siempre era agotador, pero aquello era ridículo. Los músculos se negaban a
responderle. Su vista se perdió en la mancha de humedad del techo, pero no pudo
detenerse a observar la forma que se dibujaba en la pintura hinchada. ¿Qué
había soñado? No tenía la más mínima idea. Se dio la vuelta, girándose hacia la
mesita de luz. El celular había sonado a las ocho, pero no lo había oído —o
quizá había pausado la alarma o sencillamente elegido ignorarla. Bostezó y se
quitó el pelo de la cara. No sentía el regusto de los sueños turbios, que
intentaban abrirse paso y volver con cualquier detalle que, por más insignificante
que fuese, alcanzara a despertar un leviatán puesto a dormir.
Hizo
un esfuerzo sobrehumano y se recostó con la espalda en la cabecera de la cama.
Le dolía todo el cuerpo y la cama estaba completamente deshecha. ¿Había luchado
en sueños? ¿O en pesadillas? ¿Tan terrible había sido que no podía dilucidar
siquiera un cuadro de su locura? Mejor
así, se dijo con otro bostezo. Torció el cuello y contempló la almohada.
Estaba babeada. Se preguntó si habría besado en sueños. Primero apareció la
imagen de Valentina envuelta en su chaqueta, con la cara helada y los labios
rojos. Y luego la figura danzante de María, hipnotizándolo con sus movimientos
llenos de gracia sobrenatural.
La
alarma anunció que eran las ocho y media y, con su cadena de pensamiento
interrumpida, reprimió el impulso de romper el móvil. El timbre y la vibración
le despertaban un odio (QUE SE CALLE)
sin igual. Extendió el brazo y presionó
un botón, esforzándose por ignorar la necesidad de silenciar la alarma lanzando
el aparato contra una pared. Se dijo que tampoco hubiese podido hacerlo. Girando
el cuerpo, intentando forzar al mínimo los músculos que chillaban como
condenados, llegó a suspender las piernas a un lado de la cama y se las quedó
viendo. Sí había sentido un odio similar, y había sido tan visceral que lo
había obligado a usar los puños que nunca antes había probado. La madera crujió
bajo su peso y pensó en Carmelo, preguntándose en qué momento había dejado de
odiarlo. Recogió una campera de la silla que, junto a la cama, el ropero
antiguo y la mesita de luz, era todo el mobiliario con que su recámara contaba,
y se respondió que seguramente había sido durante la golpiza. Las cosas pierden
su peso cuando se dicen, las palabras se vuelven tan huecas que parecen tontas,
y las emociones, al desnudarse, se vuelven transparentes, casi ordinarias. Una
vez la rabia se expresó en la pelea de la que la estación había sido testigo,
no había cabido más lugar para rencor. Se había exorcizado o, algo más
precisamente, se había hecho una suerte de catarsis —una de puños, quizá la más
efectiva. Y de ahí en más, había sentido la extraña y reconfortante sensación
de la amistad.
Desayunó
solo, con el televisor haciendo ruido blanco. Su tía estaba fuera, gritando un
poco al equipo de Animal World, y su taza de café esperaba a lavarse en la
pileta. La chocolatada fría le recorría la garganta como un cubo de hielo
resbalando por su espalda. El sueño y lo agarrotado de sus músculos mitigaba
los respingones que no quería dar. A través del ventanal uno de los
camarógrafos intentaba acercarse a Muaka, que lo observaba con cierta desconfianza
y las orejas hacia atrás. Pero el gato no estaba ni sorprendido, ni asustado ni
irritado. Los estados de somnolencia le daban una carga particular a los ojos
de Gino, que veían con claridad que el animal estaba en algo tan raro como su
tía. Sus ojos azules brillaban (incluso
más) tanto como los hongos plateados, con algo más allá de la malicia
característica de los gatos. Dio otro bostezo y miró el plato de tostadas y el
queso untable. Apartó el pote y (toda la
paja) simplemente se comió el pan desnudo. Cuando levantó la mirada, Muaka
y el camarógrafo ya no estaban. Los gritos de la Tía Emma le indicaron que
debían estar intentando meterse en el tambo, con lo cual habían acabado con el
camino tras el galpón. Con lo cual tenía
la vía libre.
La
idea se había deslizado como un relámpago, sobresaltándolo y recorriéndole el
cuerpo con una sensación de (el alma a
los pies) vacío. Lo que sea que hubiese visto en el camino lo había estado
persiguiendo en los últimos días y aquella era, quizá, una oportunidad única.
Se acercó al ventanal y comprobó que el arsenal de cámaras enfocaba al tambo y
que se había formado un pequeño círculo de gente gritando e insultándose. Nadie
lo vería si se escabullía por el galpón de los tractores.
Miró
la hora. El celular le anunció que eran casi las nueve. Su tía no quitaría los
ojos de encima al señor Gershwin, con lo cual, si el hombrecito quería filmar,
le iba a tomar un largo rato. Veinte minutos de cinta tomarían, entre
inevitables altercados y la extrema minuciosidad del canal, al menos, hasta las
once. Se terminó la taza en dos largos sorbos y la dejó en la pileta mientras
terminaba de masticar la tostada que se había metido en la boca casi entera. Se
movía con la agitación de las aventuras. Cuando atravesó el umbral de la cocina
y llegó al vestíbulo, se dijo que, entre el miedo y las sospechas, no había
dejado lugar para aquella apremiante sensación de aventura. La última vez que se había sentido así de (lleno de vida) emocionado había sido al
ver al fantasma rojo al desnudo.
Mientras
se ponía las zapatillas que había dejado allí la noche anterior, dos cosas se
le vinieron a la mente, casi en paralelo. La primera fue una canción de Edith
Piaf que la Tía Emma solía canturrear en un francés argentino hacía un par de
años: “Rien de Rien”, literalmente Nada
de Nada, una canción en la que se quejaba de que, por más que se esforzase
en conseguirlo, no le sucedía nada interesante. Y la segunda, mientras algunos
de los versos empezaban a reproducirse con la marchosa entonación de la Mujer en
su cabeza, era una frase que había leído en internet. Los juegos viejos no se podían ganar, simplemente se hacían más rápidos
y difíciles hasta que morías —igual que la vida real.
Las
palabras resonaron hasta tapar la pegajosa tonada de la canción. Gino se detuvo
antes de acabar de atarse los cordones, perdido en el vacío en que se habían
roto sus pensamientos. Eventualmente, la alarma que se había programado para
las nueve sonó, despertándolo de sus cavilaciones y obligándolo a acabar su
tarea.
Se
levantó y abrió la puerta, pero dudó antes de retirar el mosquitero de su paso.
Fue un gesto que, de haber sido adrede, habría sido desmedidamente teatral —era, simplemente, lo abrumador de las imágenes que se le conjuraban en la mente.
—Nada
de nada —entonó finalmente, vacilante. —Nunca nada me pasa a mí. / ¿Por qué
habrá de ser así? / Nada, nada, nada. / Nada de nada.
Se
tuvo que tapar los ojos para protegerlos del sol al salir.
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