martes, 5 de marzo de 2013

Rien de Rien

                Gino se hizo un ovillo, aferrándose al contacto de sus piernas resguardadas del frío invernal por los jeans. Sus manos, como era usual, no estaban enguantadas —mejor así, se dijo, era molesto tenerlas atrapadas. La única parte de su cuerpo que realmente percibía el frío —y hubiese necesitado protección— eran los párpados; el aire helado lo obligaba a cerrarlos, pero su voluntad era un poco más fuerte. Sobre el pasto húmedo, recubierto por una fina película de rocío, mientras los faroles de la casa de su tía a sus espaldas lo protegían de la noche, su mirada se perdía en la tenue luz del atardecer, recortada por los árboles más allá del cobertizo. No obstante, si osaba cerrar los ojos no vería más que ineludible penumbra —se enredaría en sus oscuras ilaciones de pensamiento, perdiéndose como si intentase salir a tientas de un laberinto. Una idea se resbaló, aflojándole la prensa de sus piernas, dejándolas extenderse en el pasto: que su cabeza era tan oscura como un laberinto de Pac-Man, pero sin las bolitas blancas y con fantasmas extras para compensarlo —y todos los fantasmas tenían el mismo tono de gris que en su cabeza se conjuraba plateado pixelado. Su mente decidió que aquellas eran ideas (dentro de todo) seguras —que semejantes pensamientos no podían herir a su psiquis más de lo que los eventos de los pasados dos días ya habían hecho—, y las dejó seguir. En su imaginario, los fantasmas se hicieron hongos y el juego se volvió multijugador. Dos pequeños círculos recortados abrían sus bocas cuadriculadas con algo que rayaba la desesperación e iba más allá. Y entonces se dio paso a un interludio que había visto al jugar al Pac-Man una tarde de otoño.
                Había accedido a ir al ciber después de clase; se iba a celebrar una alegre matanza en el Counter-Strike y todos los varones del curso estaban invitados. Estaba en séptimo grado y, más importante, el final del primer semestre era algo tan lejano como imposible; las facciones escindidas que constituyen formalmente a un curso todavía no se habían discriminado. Gino todavía podía ser alguien, aún estaba a su alcance algo más que el premio de consuelo que sería su compañero de banco. Sin embargo, la suerte quiso que su ineptitud en cuanto a videojuegos de tiros le hiciese perder el primero, en dieciocho rondas seguidas. No llegó a jugar, en total, más de minuto y medio. Más allá de los audífonos, en un plano donde los gritos del juego no existían y lo único que reverberaba era su pensamiento, se dijo que daba asco, y acabó por confirmarlo cuando se dirigió a la barra para pedir una lata de gaseosa (para las penas). No alcanzó a oír más que una frase, “fracasado de la vida”, pero eso bastó. No necesitó escuchar más y nunca, en todo el camino de regreso a la computadora ocho y por el resto de su vida, se preguntó si aquella aseveración no habría sido hecha sobre otra persona. En efecto, hablaban de su pronto a ser compañero de banco, pero Gino ya se había desconectado del juego y, conteniendo las lágrimas ante su reflejo en el monitor, buscaba qué hacer con lo que restaba de las dos horas por las que había pagado.
                La rabia y la vergüenza tienen un regusto amargo similar cuando se les da demasiadas vueltas y, como cualquier emoción fuerte, pueden fácilmente ser recanalizadas en algo tanto productivo como destructivo. Eventualmente, la rabia hacia los compañeros que no habían tenido misericordia para con un amateur y la vergüenza de sí mismo por su tristísimo desempeño en el juego lo sumieron en una concentración que lo llevó más lejos del final del Pac-Man de lo que él mismo podría creer.
                Cuando sus compañeros se levantaron de sus estaciones, entre risas y burlas, ya se habían marcado las fracturas de las que habrían de surgir las facciones de varones de su curso. Él simplemente atravesó al grupo como una sombra para pedirle al cajero media hora más. Acabó por perder en el nivel 120 diez minutos más tarde, con los dedos agarrotados y los ojos cansados —su mente, por su parte, destellaba desorbitada. En un espejo a través del tiempo, su yo de dieciséis años se sentía tan sobrecogido como su recuerdo de doce al pensar en lo que los dos últimos interludios del juego le habían enseñado. Tras una determinada cantidad de niveles, una pequeña escena interrumpía la partida. La primera escena era conocida por todo aquel que lo hubiese jugado, pues sucedía tras el segundo nivel: tras escaparse por los pelos del fantasma rojo, Pac-Man regresaba en un tamaño gigante, obligando al fantasma, que se había vuelto azul, a huir despavorido. No obstante, las restantes no formaban parte del conocimiento popular. En la segunda escena, una vez finalizado el quinto nivel, el fantasma rojo se rasgaba sus vestiduras al perseguir al protagonista y dejaba entrever un pie. En la tercera aparecía con su túnica remendada y, tras enfrentarse a Pac-Man fuera de escena, se revelaba como un par de ojos con patas. La imagen había sido conservada hasta la aparición de su capa cosida —el resto se había perdido en la sorpresa, incluso a pesar de haberla visto en tres ocasiones: tras los niveles nueve, trece y diecisiete— y había dado vueltas por su cabeza durante semanas hasta ser, eventualmente, olvidada y enterrada en las profundidades de su mente. Como toda ilación perdida en la penumbra, se descubría como un leviatán, una bestia terrible, inmensa y terrorífica, sus ojos amarillentos brillando en las aguas turbias que ocultaban sus colmillos. Las piernas del Gino presente temblaron, pues la idea del Pac-Man, tan supuestamente inocente en su origen, había logrado reconectarse con la otra idea que la había obligado a enterrarse. No pudo detener a su mente antes de que le sugiriese cómo el rostro que había visto en el camino ya no se le hacía quemado o marcado por manchas de nacimiento, sino sencillamente remendado.
                Cuando se incorporó no sintió la ropa mojada. Lo único que notó, con una creciente desesperación que se obligo a contener, fue que casi no podía distinguir la oscuridad de la noche de la de sus pensamientos.

***

                La noche pasó con descuido, entre risas y con una vitalidad que hacía la vista gorda del fin de semana que acababa de finalizar. La señora al otro lado de la mesa le devolvía sonrisas que empezaban a delinear mayúsculas y los insultos no se hicieron oír hasta pasadas las diez. La cena fue, como siempre, frugal pero variada; los excesos no ocurrían en aquella casa. Hacia el postre, Muaka se restregó contra el ventanal de la cocina y pasó a compartir el queso de Gino y el dulce de su tía. El gato, desaparecido durante el día, tenía el pelaje aún más mugriento que de costumbre. Una vez alimentado, se sentó a un lado de Emma. Se movía tan majestuosamente como un siamés recién salido de una peluquería veterinaria, pero con tanta suciedad que apenas se veía la mezcla de tonos oscuros que hacía al abrigo del animal. La cabeza de Muaka apenas se veía desde donde Gino se sentaba, pero aquello alcanzó. Entre los bigotes del gato algo brillaba bajo el foco amarillento de la habitación. Arqueó una ceja y Muaka lo miró. Ámbar se enfrentó a azul y el joven atisbó algo parecido a la consciencia en los ojos del gato. Se dijo que el animal, que empezaba a desperezarse, sabía lo que estaba pensando, y contuvo una risa nerviosa ante la locura que acababa de ocurrírsele.
                Sin otro gesto de por medio, la Tía Emma deslizó una mano hacia las orejas del gato, las acarició, y pasó la otra bajo la barbilla. Cuando retiró esta última, ya nada destellaba en los bigotes de Muaka. Entonces Gino se percató de que no había visto al gato en todo el día.

***

                La mañana le llegó hacia las ocho y media, con la luz golpeándole en la cara a través de la ventana de su habitación. Se había deslizado lentamente por el edredón y ahora le lamía hasta las cejas. Se desperezó en la cama, sin poder incorporarse. Descubrió que no estaba cansado, sino terriblemente cansado, pero no podía precisar porqué. Despertarse siempre era agotador, pero aquello era ridículo. Los músculos se negaban a responderle. Su vista se perdió en la mancha de humedad del techo, pero no pudo detenerse a observar la forma que se dibujaba en la pintura hinchada. ¿Qué había soñado? No tenía la más mínima idea. Se dio la vuelta, girándose hacia la mesita de luz. El celular había sonado a las ocho, pero no lo había oído —o quizá había pausado la alarma o sencillamente elegido ignorarla. Bostezó y se quitó el pelo de la cara. No sentía el regusto de los sueños turbios, que intentaban abrirse paso y volver con cualquier detalle que, por más insignificante que fuese, alcanzara a despertar un leviatán puesto a dormir.
                Hizo un esfuerzo sobrehumano y se recostó con la espalda en la cabecera de la cama. Le dolía todo el cuerpo y la cama estaba completamente deshecha. ¿Había luchado en sueños? ¿O en pesadillas? ¿Tan terrible había sido que no podía dilucidar siquiera un cuadro de su locura? Mejor así, se dijo con otro bostezo. Torció el cuello y contempló la almohada. Estaba babeada. Se preguntó si habría besado en sueños. Primero apareció la imagen de Valentina envuelta en su chaqueta, con la cara helada y los labios rojos. Y luego la figura danzante de María, hipnotizándolo con sus movimientos llenos de gracia sobrenatural.
                La alarma anunció que eran las ocho y media y, con su cadena de pensamiento interrumpida, reprimió el impulso de romper el móvil. El timbre y la vibración le despertaban un odio (QUE SE CALLE) sin igual.  Extendió el brazo y presionó un botón, esforzándose por ignorar la necesidad de silenciar la alarma lanzando el aparato contra una pared. Se dijo que tampoco hubiese podido hacerlo. Girando el cuerpo, intentando forzar al mínimo los músculos que chillaban como condenados, llegó a suspender las piernas a un lado de la cama y se las quedó viendo. Sí había sentido un odio similar, y había sido tan visceral que lo había obligado a usar los puños que nunca antes había probado. La madera crujió bajo su peso y pensó en Carmelo, preguntándose en qué momento había dejado de odiarlo. Recogió una campera de la silla que, junto a la cama, el ropero antiguo y la mesita de luz, era todo el mobiliario con que su recámara contaba, y se respondió que seguramente había sido durante la golpiza. Las cosas pierden su peso cuando se dicen, las palabras se vuelven tan huecas que parecen tontas, y las emociones, al desnudarse, se vuelven transparentes, casi ordinarias. Una vez la rabia se expresó en la pelea de la que la estación había sido testigo, no había cabido más lugar para rencor. Se había exorcizado o, algo más precisamente, se había hecho una suerte de catarsis —una de puños, quizá la más efectiva. Y de ahí en más, había sentido la extraña y reconfortante sensación de la amistad.
                Desayunó solo, con el televisor haciendo ruido blanco. Su tía estaba fuera, gritando un poco al equipo de Animal World, y su taza de café esperaba a lavarse en la pileta. La chocolatada fría le recorría la garganta como un cubo de hielo resbalando por su espalda. El sueño y lo agarrotado de sus músculos mitigaba los respingones que no quería dar. A través del ventanal uno de los camarógrafos intentaba acercarse a Muaka, que lo observaba con cierta desconfianza y las orejas hacia atrás. Pero el gato no estaba ni sorprendido, ni asustado ni irritado. Los estados de somnolencia le daban una carga particular a los ojos de Gino, que veían con claridad que el animal estaba en algo tan raro como su tía. Sus ojos azules brillaban (incluso más) tanto como los hongos plateados, con algo más allá de la malicia característica de los gatos. Dio otro bostezo y miró el plato de tostadas y el queso untable. Apartó el pote y (toda la paja) simplemente se comió el pan desnudo. Cuando levantó la mirada, Muaka y el camarógrafo ya no estaban. Los gritos de la Tía Emma le indicaron que debían estar intentando meterse en el tambo, con lo cual habían acabado con el camino tras el galpón. Con lo cual tenía la vía libre.
                La idea se había deslizado como un relámpago, sobresaltándolo y recorriéndole el cuerpo con una sensación de (el alma a los pies) vacío. Lo que sea que hubiese visto en el camino lo había estado persiguiendo en los últimos días y aquella era, quizá, una oportunidad única. Se acercó al ventanal y comprobó que el arsenal de cámaras enfocaba al tambo y que se había formado un pequeño círculo de gente gritando e insultándose. Nadie lo vería si se escabullía por el galpón de los tractores.
                Miró la hora. El celular le anunció que eran casi las nueve. Su tía no quitaría los ojos de encima al señor Gershwin, con lo cual, si el hombrecito quería filmar, le iba a tomar un largo rato. Veinte minutos de cinta tomarían, entre inevitables altercados y la extrema minuciosidad del canal, al menos, hasta las once. Se terminó la taza en dos largos sorbos y la dejó en la pileta mientras terminaba de masticar la tostada que se había metido en la boca casi entera. Se movía con la agitación de las aventuras. Cuando atravesó el umbral de la cocina y llegó al vestíbulo, se dijo que, entre el miedo y las sospechas, no había dejado lugar para aquella apremiante sensación de aventura. La última vez que se había sentido así de (lleno de vida) emocionado había sido al ver al fantasma rojo al desnudo.
                Mientras se ponía las zapatillas que había dejado allí la noche anterior, dos cosas se le vinieron a la mente, casi en paralelo. La primera fue una canción de Edith Piaf que la Tía Emma solía canturrear en un francés argentino hacía un par de años: “Rien de Rien”, literalmente Nada de Nada, una canción en la que se quejaba de que, por más que se esforzase en conseguirlo, no le sucedía nada interesante. Y la segunda, mientras algunos de los versos empezaban a reproducirse con la marchosa entonación de la Mujer en su cabeza, era una frase que había leído en internet. Los juegos viejos no se podían ganar, simplemente se hacían más rápidos y difíciles hasta que morías —igual que la vida real.
                Las palabras resonaron hasta tapar la pegajosa tonada de la canción. Gino se detuvo antes de acabar de atarse los cordones, perdido en el vacío en que se habían roto sus pensamientos. Eventualmente, la alarma que se había programado para las nueve sonó, despertándolo de sus cavilaciones y obligándolo a acabar su tarea.
                Se levantó y abrió la puerta, pero dudó antes de retirar el mosquitero de su paso. Fue un gesto que, de haber sido adrede, habría sido desmedidamente teatral era, simplemente, lo abrumador de las imágenes que se  le conjuraban en la mente.
                —Nada de nada —entonó finalmente, vacilante. —Nunca nada me pasa a mí. / ¿Por qué habrá de ser así? / Nada, nada, nada. / Nada de nada.
                Se tuvo que tapar los ojos para protegerlos del sol al salir.

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