En cosa de medio minuto, sus percepciones ganaron
nitidez. Ya se escuchaban sólo sollozos ahogados en un pañuelo y una
respiración entrecortada; vislumbró a su compañero de fila intentando
levantarse del suelo; la música tocaba en silencio para sus pies; y el chofer
no estaba. Apoyándose en su brazo izquierdo —estaba seguro de que gritaría si
intentaba mover el otro—, hizo un esfuerzo sobrehumano por levantarse. Se
sentía entumecido hasta la médula, pero necesitaba saber el porqué de tan
brusca frenada. No aliviaría su dolor —¿Se lo había dislocado?—, pero al menos
saciaría su curiosidad. El trance comenzó. Se tambaleó hasta la puerta,
ignorando un agradecimiento ahogado en un susurro:
—Si no me hubieras…
No se quedó a escuchar el final. Su vista fija en lo
que sucedía más allá del enorme parabrisas. Esquivó con una precisión que sólo
podía resultar de la más profunda de las hipnosis los bolsos y las personas en
su camino; sus ojos fijos en el objetivo. Todo su ser estaba alienado: sus
sentidos más agudizados que nunca, y sin embargo pedidos en un vahído
semi-consciente.
—¡Eh, che! Te estoy hablando —gritó Carmelo, pero ya
no había nadie allí para replicar.
Con una mueca de dolor (maldito apoyabrazos estúpido apoyabrazos apoyabrazos de…) acabó de
ponerse en pie y se encaminó hasta la puerta abierta en el frente, avanzando a
trompicones. Se preparaba para soltar su diccionario de insultos, pero tuvo que
ahogar una queja cuando escapó la cabeza fuera del vehículo. Cuando lo vio.
—Madre de Dios.
Le pareció, en un primer momento, una enorme lengua de
fuego. Luego, un gigantesco demonio salido de los más profundos confines del
infierno (del noveno círculo de Dante, ¿o
era lisa y llanamente Lucifer?), naciendo de un abismo negro, deformándose
y tomando una forma dolorosa, terroríficamente real. Era una masa, una
fogata profunda —en calor y odio. Le ardía en los ojos; no sólo hervía el aire
a su alrededor: consumía todo a su
paso. Y se abalanzaba sobre él (y el
colectivo y todo lo demás), menándose, contoneándose en una forma que sólo
podía ser perversa —como si aquella flama supiese que, al menos mientras
ardiera, estaría en control—, echando chispas que explotaban en advertencias
atrevidas y burlonas. Una columna de humo se extendía y expandía como una nube
negra, cubriendo el cielo con una rapidez asombrosa —¿O era que estaba atrapado
en una burbuja congelada en el tiempo, mientras el mundo simplemente giraba a
su alrededor? No podía ser más que un mero espectador, incapaz de actuar, de
moverse siquiera. Una chispa perdida salpicó su campera y se esfumó con un
chasquido, liberando el pasmo de su mente. Sólo entonces, una vez que asimiló
aquello que estaba viendo, lo comprendió. Las ruedas. Las llamas. Los gritos. Pudo oírlos: insultos, quejas;
súplicas bañadas en agresión, fraguadas por el odio y la indiferencia. Lejos de
ser el caucho quemado, era el miedo lo que se olía (reinaba) allí. Como una peste, un hedor que lo invadía todo. No sólo fluía de los piqueteros,
no, emanaba de los policías que intentaban contener aquella barricada
encendida, y del chofer que intentaba entablar una conversación con el oficial
de mayor rango. Sin embargo, de un muchacho menudo, de una estatura no mucho
menor a la suya, sólo podía leerse estupefacción, tan pura como la suya propia
hasta segundos antes, su mente abstraída en el infierno cociéndose a su
alrededor. Con sus agradecimientos olvidados en algún lugar de aquella fogata,
se le acercó y le chasqueó los dedos frente a sus ojos cubiertos por cabellos lacios
y lánguidos; fláccidos y revueltos, naciendo de su cabeza como fideos pasados y
pegoteados, sin vida; envueltos en el sudor provocado por la humareda y las
llamas alzadas en protesta.
Parpadeó por medio minuto hasta recobrar el total
control de sí mismo. Estaba en mitad de una protesta (un piquete, un piquete de
verdad), y no recordaba haber sudado tanto desde el día en que la temperatura
había subido a 43° hacía tres veranos, casi provocándole un desmayo. Las
chispas volaban a su alrededor y casi no podía recordar cómo (¿en qué momento?) había llegado hasta
allí. Y alguien le estaba poniendo las manos (manazas) en los hombros —iba a sacudirlo. Reaccionó un momento
antes de que empezara a zarandearlo, y entonces lo reconoció como el
quisquilloso que quería la cortina descorrida.
—E-estoy bien —alcanzó a articular Gino, apartándose
lentamente, en dirección al chofer a unos pocos metros de allí. Ya recobrada la
consciencia en forma completa, y con las esperanzas de que sus sentidos no
volvieran a abandonarlo, pudo sentir el calor de las llamas algo más tibias,
como después de unos momentos de zambullido en el agua. Sus pasos ya eran
firmes y seguros, pero el brazo aún ardía en punzadas. Tuvo tiempo de preguntarse
si se lo había dislocado una sola vez antes de llegar al encuentro con el
conductor del vehículo detenido—. Disculpe, ¿qué pasó?
El hombre, un cuarentón con la amargura y la
resignación pintadas en el rostro y enmarcadas por cada arruga brillante a la
luz de la lumbre, primero lo miró con incredulidad, como si fuera incapaz de
comprender la estupidez de la pregunta. En sus facciones se advirtió una rápida
reflexión (es una pregunta retórica, el
muchacho sabe qué pasa y sólo está preguntando la razón de la manifestación),
y finalmente una mueca de asco.
—Estos infelices de siempre —soltó con un resoplido de
desgano, de una decepción que sólo podía achacarle a la incorregible humanidad, de la cual muy probablemente aquel hombre
se excusaba—, que no tienen nada más inteligente que hacer cuando les falta un
palito para rascarse mejor, que ir a prender fuego unas llantas para molestar a
los que sí nos rompemos el —se detuvo un segundo, quizá pensando que aquel
chico tenía la edad de su hijo más pequeño, murmuró por lo bajo, y
prosiguió:—alma para traer el pan a la mesa. Dicen que no se van hasta que el
gobernador en persona no venga con chapas abajo de los brazos. Bien podrían ir
sentándose y callando un poco la boca, que para cuando alguien de la política movilice el culo ya van a
estar afónicos —a esas alturas, el chofer daba sala a una audiencia de dos
adolescentes inquietos y preocupados—. Vamos a tener que dar media vuelta y
revuelta para…
—No —afirmó
Gino con un ímpetu que al chofer sólo había oído de un superior—, no puedo
volver, tengo que llegar en una hora a…
—No depende de mí, pibe —replicó el conductor en el
tono más afable que pudo encontrar (tiene
su edad, tiene su edad y no le voy a gritar como ya no le estoy gritando a él)—.
No puedo seguir por acá, ese fuego va a hacer desastres en el bondi. Y a menos
que sepas de otra vía mágica que yo no pueda ver, no hay otra: nos volvemos.
Gino abrió la boca para responder pero no encontró
palabras. No hubo más remedio que cerrarla. Sin embargo, aquello no resolvía el
problema. Estaba aún a media hora en ruedas de su parada, y a otra media hora a
pie de la granja. No llegaría hasta la hora de la cena, eso era seguro. Los
pasos del chofer de vuelta al colectivo le otorgaron un cierto tono de irrealidad
a aquello mientras reverberaban en su
cabeza.
Miró en la dirección del delgado espacio que dividía
las llamas de los campos de soja que dominaban el paisaje a los lados de la
ruta. Había un pequeño cartel blanco clavado en el suelo allí. Imponía
presencia con sus números pintados en negro: kilómetro 246.
Repentinamente se dio cuenta de que no podía recordar
el último fin de semana que había pasado en su casa, y el hecho de que no tenía
con quien pasarlo de vuelta en el pueblo (vamos
a tomar una para las penas de fin semana, ¿dale?). Y cuando el chofer
empezó a comunicarles al resto de los
pasajeros lo que sucedía y que tenían que volver hasta la terminal, recordó el
mensaje. La tía Marta estaba allí esperándolo en el portal de casa, con esos
brazos de piel y músculo fláccidos; esos labios que más que inflados estaban
inflamados; siempre con una cita a medio recordar y enteramente fuera de lugar
para recitar en esa voz chillona que lo molestaba desde los tres años cuando,
tras haberse colado en el club de lectura de su madre, se había autodenominado mejoramiga —lo decía tan rápido que se
hacía una única palabra—, y por tanto, tía
de los pequeños Ginito y Laurita.
—No vas a volver, ¿Me equivoco? —le preguntó Carmelo,
arqueando una ceja, en ese gesto desafiante que Gino intuyó era característico
en él. No era una pregunta, era una proposición. No le hacía gracia la idea de
pasar los restantes veinte kilómetros con el primer idiota que le había
impedido terminar su viaje en paz, pero se dijo que tampoco hubiese tenido el
valor para emprender un camino a pie él solo.
—Recojamos los bolsos, antes de que me arrepienta
—replicó con un suspiro y un arqueo de cejas en disgusto. Claro que no iba a
arrepentirse, pero aquel chico tenía que hacerse a la idea de quién estaba a
cargo.
Volvieron al colectivo, ambos echando una penúltima
mirada a la llamarada humeante, ya no aterradora sino simplemente molesta (de maldad diabólica a estúpida malicia en
menos de un minuto), secándose el
sudor de frentes plagadas de incipiente acné por primera vez en aquel —pronto a
ser— largo día de invierno.
Me encantó .) Seguí así que vas por buen camino ^^
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