domingo, 1 de enero de 2012

Science-Fiction Double Feature Literary Show

La cabeza le daba vueltas como una calesita descarriada y a toda velocidad, y sentía como si su brazo le hubiese sido arrancado de cuajo —sólo que no habían conseguido hacerse con él, éste aún colgando de un débil tendón. Se había dado la frente de lleno con el respaldo del asiento delantero y su consciencia luchaba por salir del abismo de desorientación que le nublaba la vista. Pero no el oído. Un llanto —¿de una niña, quizá?—, una canción susurrada y distante —uno de los auriculares rozaba su oreja, aún indeciso sobre acompañar o no a su hermano en el suelo—, quejidos cercanos —la voz le resultaba vagamente familiar— e insultos lejanos —¿En su mente, quizá su consciencia luchando por retomar el control, o ya fuera del colectivo?
En cosa de medio minuto, sus percepciones ganaron nitidez. Ya se escuchaban sólo sollozos ahogados en un pañuelo y una respiración entrecortada; vislumbró a su compañero de fila intentando levantarse del suelo; la música tocaba en silencio para sus pies; y el chofer no estaba. Apoyándose en su brazo izquierdo —estaba seguro de que gritaría si intentaba mover el otro—, hizo un esfuerzo sobrehumano por levantarse. Se sentía entumecido hasta la médula, pero necesitaba saber el porqué de tan brusca frenada. No aliviaría su dolor —¿Se lo había dislocado?—, pero al menos saciaría su curiosidad. El trance comenzó. Se tambaleó hasta la puerta, ignorando un agradecimiento ahogado en un susurro:
—Si no me hubieras…
No se quedó a escuchar el final. Su vista fija en lo que sucedía más allá del enorme parabrisas. Esquivó con una precisión que sólo podía resultar de la más profunda de las hipnosis los bolsos y las personas en su camino; sus ojos fijos en el objetivo. Todo su ser estaba alienado: sus sentidos más agudizados que nunca, y sin embargo pedidos en un vahído semi-consciente.
—¡Eh, che! Te estoy hablando —gritó Carmelo, pero ya no había nadie allí para replicar.
Con una mueca de dolor (maldito apoyabrazos estúpido apoyabrazos apoyabrazos de…) acabó de ponerse en pie y se encaminó hasta la puerta abierta en el frente, avanzando a trompicones. Se preparaba para soltar su diccionario de insultos, pero tuvo que ahogar una queja cuando escapó la cabeza fuera del vehículo. Cuando lo vio.
—Madre de Dios.
Le pareció, en un primer momento, una enorme lengua de fuego. Luego, un gigantesco demonio salido de los más profundos confines del infierno (del noveno círculo de Dante, ¿o era lisa y llanamente Lucifer?), naciendo de un abismo negro, deformándose y tomando una forma dolorosa, terroríficamente real. Era una masa, una fogata profunda —en calor y odio. Le ardía en los ojos; no sólo hervía el aire a su alrededor: consumía todo a su paso. Y se abalanzaba sobre él (y el colectivo y todo lo demás), menándose, contoneándose en una forma que sólo podía ser perversa —como si aquella flama supiese que, al menos mientras ardiera, estaría en control—, echando chispas que explotaban en advertencias atrevidas y burlonas. Una columna de humo se extendía y expandía como una nube negra, cubriendo el cielo con una rapidez asombrosa —¿O era que estaba atrapado en una burbuja congelada en el tiempo, mientras el mundo simplemente giraba a su alrededor? No podía ser más que un mero espectador, incapaz de actuar, de moverse siquiera. Una chispa perdida salpicó su campera y se esfumó con un chasquido, liberando el pasmo de su mente. Sólo entonces, una vez que asimiló aquello que estaba viendo, lo comprendió. Las ruedas. Las llamas. Los gritos. Pudo oírlos: insultos, quejas; súplicas bañadas en agresión, fraguadas por el odio y la indiferencia. Lejos de ser el caucho quemado, era el miedo lo que se olía (reinaba) allí. Como una peste, un hedor que lo invadía todo. No sólo fluía de los piqueteros, no, emanaba de los policías que intentaban contener aquella barricada encendida, y del chofer que intentaba entablar una conversación con el oficial de mayor rango. Sin embargo, de un muchacho menudo, de una estatura no mucho menor a la suya, sólo podía leerse estupefacción, tan pura como la suya propia hasta segundos antes, su mente abstraída en el infierno cociéndose a su alrededor. Con sus agradecimientos olvidados en algún lugar de aquella fogata, se le acercó y le chasqueó los dedos frente a sus ojos cubiertos por cabellos lacios y lánguidos; fláccidos y revueltos, naciendo de su cabeza como fideos pasados y pegoteados, sin vida; envueltos en el sudor provocado por la humareda y las llamas alzadas en protesta.

Parpadeó por medio minuto hasta recobrar el total control de sí mismo. Estaba en mitad de una protesta (un piquete, un piquete de verdad), y no recordaba haber sudado tanto desde el día en que la temperatura había subido a 43° hacía tres veranos, casi provocándole un desmayo. Las chispas volaban a su alrededor y casi no podía recordar cómo (¿en qué momento?) había llegado hasta allí. Y alguien le estaba poniendo las manos (manazas) en los hombros —iba a sacudirlo. Reaccionó un momento antes de que empezara a zarandearlo, y entonces lo reconoció como el quisquilloso que quería la cortina descorrida.
—E-estoy bien —alcanzó a articular Gino, apartándose lentamente, en dirección al chofer a unos pocos metros de allí. Ya recobrada la consciencia en forma completa, y con las esperanzas de que sus sentidos no volvieran a abandonarlo, pudo sentir el calor de las llamas algo más tibias, como después de unos momentos de zambullido en el agua. Sus pasos ya eran firmes y seguros, pero el brazo aún ardía en punzadas. Tuvo tiempo de preguntarse si se lo había dislocado una sola vez antes de llegar al encuentro con el conductor del vehículo detenido—. Disculpe, ¿qué pasó?
El hombre, un cuarentón con la amargura y la resignación pintadas en el rostro y enmarcadas por cada arruga brillante a la luz de la lumbre, primero lo miró con incredulidad, como si fuera incapaz de comprender la estupidez de la pregunta. En sus facciones se advirtió una rápida reflexión (es una pregunta retórica, el muchacho sabe qué pasa y sólo está preguntando la razón de la manifestación), y finalmente una mueca de asco.
—Estos infelices de siempre —soltó con un resoplido de desgano, de una decepción que sólo podía achacarle a la incorregible humanidad, de la cual muy probablemente aquel hombre se excusaba—, que no tienen nada más inteligente que hacer cuando les falta un palito para rascarse mejor, que ir a prender fuego unas llantas para molestar a los que sí nos rompemos el —se detuvo un segundo, quizá pensando que aquel chico tenía la edad de su hijo más pequeño, murmuró por lo bajo, y prosiguió:—alma para traer el pan a la mesa. Dicen que no se van hasta que el gobernador en persona no venga con chapas abajo de los brazos. Bien podrían ir sentándose y callando un poco la boca, que para cuando alguien de la política movilice el culo ya van a estar afónicos —a esas alturas, el chofer daba sala a una audiencia de dos adolescentes inquietos y preocupados—. Vamos a tener que dar media vuelta y revuelta para…
No —afirmó Gino con un ímpetu que al chofer sólo había oído de un superior—, no puedo volver, tengo que llegar en una hora a…
—No depende de mí, pibe —replicó el conductor en el tono más afable que pudo encontrar (tiene su edad, tiene su edad y no le voy a gritar como ya no le estoy gritando a él)—. No puedo seguir por acá, ese fuego va a hacer desastres en el bondi. Y a menos que sepas de otra vía mágica que yo no pueda ver, no hay otra: nos volvemos.
Gino abrió la boca para responder pero no encontró palabras. No hubo más remedio que cerrarla. Sin embargo, aquello no resolvía el problema. Estaba aún a media hora en ruedas de su parada, y a otra media hora a pie de la granja. No llegaría hasta la hora de la cena, eso era seguro. Los pasos del chofer de vuelta al colectivo le otorgaron un cierto tono de irrealidad  a aquello mientras reverberaban en su cabeza.
Miró en la dirección del delgado espacio que dividía las llamas de los campos de soja que dominaban el paisaje a los lados de la ruta. Había un pequeño cartel blanco clavado en el suelo allí. Imponía presencia con sus números pintados en negro: kilómetro 246.
Repentinamente se dio cuenta de que no podía recordar el último fin de semana que había pasado en su casa, y el hecho de que no tenía con quien pasarlo de vuelta en el pueblo (vamos a tomar una para las penas de fin semana, ¿dale?). Y cuando el chofer empezó a  comunicarles al resto de los pasajeros lo que sucedía y que tenían que volver hasta la terminal, recordó el mensaje. La tía Marta estaba allí esperándolo en el portal de casa, con esos brazos de piel y músculo fláccidos; esos labios que más que inflados estaban inflamados; siempre con una cita a medio recordar y enteramente fuera de lugar para recitar en esa voz chillona que lo molestaba desde los tres años cuando, tras haberse colado en el club de lectura de su madre, se había autodenominado mejoramiga —lo decía tan rápido que se hacía una única palabra—, y por tanto, tía de los pequeños Ginito y Laurita.
—No vas a volver, ¿Me equivoco? —le preguntó Carmelo, arqueando una ceja, en ese gesto desafiante que Gino intuyó era característico en él. No era una pregunta, era una proposición. No le hacía gracia la idea de pasar los restantes veinte kilómetros con el primer idiota que le había impedido terminar su viaje en paz, pero se dijo que tampoco hubiese tenido el valor para emprender un camino a pie él solo.
—Recojamos los bolsos, antes de que me arrepienta —replicó con un suspiro y un arqueo de cejas en disgusto. Claro que no iba a arrepentirse, pero aquel chico tenía que hacerse a la idea de quién estaba a cargo.
Volvieron al colectivo, ambos echando una penúltima mirada a la llamarada humeante, ya no aterradora sino simplemente molesta (de maldad diabólica a estúpida malicia en menos de un minuto), secándose el sudor de frentes plagadas de incipiente acné por primera vez en aquel —pronto a ser— largo día de invierno.

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