lunes, 26 de marzo de 2012

Matiné: The Road Less Traveled

—“Nay más que subir una pared, saltar por una ventana, y se tiene todo lo que se quiere.” —había dicho Valentina cuando su amigo se hubo unido a ella al otro lado de la cerca.
—“Se salta la tapia y se burla uno del gobierno.” —había replicado Gino con gravedad.
Maleza indómita se extendía a sus anchas (en todas direcciones) y se perdía en un horizonte que los acechaba bajo un mar verde y ocre; la aventura palpitaba en ellos y los impulsaba a seguir por el camino que, al crecer, algunas plantas habían despejado con distraída gentileza. Avanzaban en una pequeña fila india, intercambiando sólo el sonido de su respiración. Nubes de vapor les golpeaban la cara a medida que se adentraban en aquella selva enana. Si bien esperaban que la humedad en el ambiente los escudara del crudo frío de la mañana, el impacto del aire helado parecía vivamente intensificado en sus rostros y manos desnudas.
—Nunca terminaste de explicarme cómo llegaste a formar parte de esa expedición de documental —comentó finalmente Gino al percatarse del logotipo de Animal World bordado en la espalda de la cazadora de su amiga.
—¿Eso? Creo que ya te lo había contado, ¿no? —más que oírsela, se la sentía distante. Su voz se perdía en la brisa fresca y no alcanzaba a formar más que un murmullo casi ininteligible, pero tampoco daba la impresión de que su intención fuera ser oída. Gino aguzó el oído para escuchar su explicación: —Tu tía me habló sobre todo el asunto del canal que le quería hacer unas entrevistas y me pidió de hacer de intérprete. No caza una  de inglés la pobre. Ellos me llamaban y me contaban sobre sus propuestas, objetivos, proyectos, todas esas cosas que pretendían hacer, y yo tomaba nota y se las comunicaba a Emma, que me daba su contraoferta. No creo que haya aceptado ninguno de los términos exactos que le presenté. Entonces yo llamaba y explicaba las nuevas condiciones. Tu tía me pagaba los honorarios con cenas de trabajo. Hacia el fin de las negociaciones me ofrecieron el trabajo de intérprete por todo el tiempo que durase la filmación, y eso es todo. Ayer tuve que levantarme temprano para recibirlos, y bien que lo hice, sino tu tía los hubiera asesinado a todos —se detuvo. Habían llegado a una bifurcación en el camino; lo notaron porque la delgada línea de tierra que habían tomado de carril se transformaba en una “Y” donde estaban. A su izquierda, alcanzaba a verse con mayor claridad, el camino se ensanchaba un poco. A la derecha parecía incluso más angosto, como si la vegetación estuviera decidida a cerrar aquel camino. Gino giró, vacilante, hacia la izquierda; Valentina dio un paso a la derecha con resolución. —Lo primero que hicieron fue darme un buzo y esta campera —prosiguió mientras despejaba dos ramas que bloqueaban la entrada al camino (¿menos transitado? ¿Por quién? ¿O qué?)— y, básicamente, empujarme a la puerta de Emma para evitar una catástrofe. Toda la mañana se pasó muy rápido, pero también muy lenta, como en ese tiempo que uno en retrospectiva ve hueco. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo llegue a manejar esa cámara? ¿Yo ayudé con el cableado? ¿En qué momento me di cuenta de que era una pasante para un canal de documental e investigación internacional? ¿Me di cuenta?
Se hizo silencio una vez más, y sólo sendas respiraciones y el quejido de las ramas al ser apartadas pudieron oírse; los pájaros, donde quiera que estuvieran, estaban muy cómodos y calentitos como para salir a cantarle a tan crudo día. El rumor del trigo al agitarse se oía a la distancia como las olas en el mar desde la playa. Los pies de la muchacha dudaban al avanzar y sin embargo no parecían reparar en los desniveles del suelo.
—Me parece que sí. Me parece que no me había dado cuenta de que estaba trabajando en Animal World hasta que me tumbaste el equipo.
Hojas de desmesurados tamaños susurraban a su lado, incomodando aún más a Gino. No tenía qué responder a aquello, y hasta cierto punto se sentía agradecido—hasta aquel punto incomprensible que lo había hecho mirarla al dar la voltereta para llegar al otro lado de la cerca. Se mantuvo callado, excepto por un suspiro por lo bajo.
—Me había olvidado de que tenía esta campera hasta esta mañana, como también me había olvidado de que existía este camino. ¿Te das cuenta? Durante seis años, nunca, nunca se me pasó por la cabeza abrir esa puerta que da a la parte de atrás del garage de los tractores. Jamás de los jamases tuve la necesidad de saltar la cerca que separa la propiedad de tu tía de estas pasturas de nadie. Es como si algo en mí se hubiera dormido.  Y además, por una razón no nos vemos las caras desde hace seis años. Yo nunca dejo este lugar si no es para ir a la escuela. Eso pasa en días de semana y vos estás acá sábado y domingo nada más.
El avance era lento y pesado; Gino deseó estar al frente para apurarlo. El sol brillaba sobre sus cabezas, olvidado él y abandonados ellos. Si la primera parte del camino había resultado espesa, aquella parecía casi invasiva, dejando un espacio mínimo para pasar. Algunas espinas arañaban inofensivamente su ropa, más en consejo que en advertencia—como un niño suele suplicar a oídos sordos que ya no quiere seguir. Pero ellos sí querían. Gino se dijo que, si no iba a poder encontrar una réplica decente, por lo menos quería acompañar sus pasos hasta llegar al fin de su ruta desconocida.
—¿Vos te acordabas de mí hasta ayer? Yo ni me acuerdo porqué dejamos de vernos.
Cuando se respondió ella misma, su amigo se percató de que no era partícipe de una conversación de una sola persona sino el espectador de un monólogo externo. Se sintió aliviado y perplejo a la vez, pero por sobre todo agradecido de que no pudieran verse las caras en la disposición en que estaban.
—Algo debe haber pasado, algo que no me acuerdo. Seguro vos tampoco te acordás. Vaya uno a saber qué nos estaba pasando hace seis años. ¿La pubertad? A los diez no creo. Algo más que me gustaría saber. A todo esto, no viniste a casa anoche. Mamá te había preparado un plato a vos también. Creo que Muaka lo atacó a la madrugada.
El monólogo claramente había terminado. Gino iba a replicar, pero ella lo detuvo.
—No importa. Cenás en casa esta noche. Sin falta, sin excusas. Podés traer a tu tía, que no me acuerdo la última vez que se pasó sin que sea para reclamarle algo a mi vieja o a mí. Me podés ayudar con un asadito, si te parece.
La sangre se bombeó como subida a un tren bala. Valentina se había dado la vuelta, sus alborotados cabellos castaños acompañando el movimiento de su cabeza, y allí lo miraba, con esa dulce sonrisa que, de alguna manera, le había tomado tiempo reconocer el día anterior. Volvió a perderse en el mar grisáceo y tuvo que desviar la mirada (del punto). Perdió la vista en los cultivos indescifrables que los rodeaban, en aquel mar de verde que de a partes se teñía de dorado. Y negro. Negro moteado. Su rostro se desfiguró como sólo puede resultar en una pesadilla; los ojos vibrantes en un terror que no encuentra su razón, pero arde con certeza y congela y tensa los músculos hasta la parálisis. No sabía qué era lo que estaba viendo ni lo comprendía, pero era algo que le devolvía la mirada con ojos desorbitados, saltones e inyectados en sangre, como huevos resquebrajados—como si algo dentro de ellos estuviese brillando para salir. Iris se confundía con pupila en un negro profundo y abismal como la noche. Estaba cayendo en ese abismo y sus piernas flaqueaban sin que se diera cuenta. Quizá, si el contacto no se hubiera perdido tan rápido, se hubiera dejado caer al suelo y, como suele pasar en un mal sueño, habría despertado con un grito ahogado al final de la garganta. Pero no fue tan misericordioso. Antes de que Valentina lo tomara de los hombros, pudo notar que aquello era una cabeza cuyo cuello se perdía entre hojas, ramas, frutos y espinas. Alguna insuficiencia en los pigmentos de la piel le había dejado manchas en la tez que debía ser oscura, llegando a tener el color de las vainillas con las que merendaba. Si bien parecían como pequeñas implosiones amarillentas (blancuzcas) salpicadas al azar en la piel de aquel ser, creyó esbozar alguna clase de patrón. Era una visión que robaba la consciencia y, si observada con mayor detenimiento, quizá también la razón. Su amiga lo sacudió de vuelta en sí y cuando quiso voltearse para ver si aquello seguía allí, no encontró más que la brisa suave y casi inmóvil que los había rodeado toda la mañana.
—Como quieras. Salgamos de acá lo antes posible.
—¿Qué te pasó? ¿Qué viste?
—Nada, no fue nada.
Gino la hizo a un lado y se puso al frente, pese a los quejidos de la maleza. La muchacha lo tomó con firmeza del brazo y lo detuvo.
—Eso no fue nada. Yo te vi la cara, y dudo mucho que pueda dormir esta noche después de ver eso.
—Ni que fuera tan feo, Vale.
La chica dejó escapar una risita nerviosa, pero aún así no aflojó su presa en lo más mínimo.
—No te me hagás el gracioso. ¿Qué viste?
Su amigo dejó escapar un suspiro de impaciencia y la miró con seriedad, gravedad y miedo marcados a fuego en los ojos. Su boca dejó escapar un pensamiento que no acababa de procesar y que, de alguna manera, le resultaba familiar. Su labio inferior tembló y tuvo que tragar saliva dos veces antes de que su voz se mantuviese lo suficientemente firme como para que Valentina pudiera entenderlo.
—Algo que hizo que alguien pusiera esa valla hace Dios sabe cuántos kilómetros. Algo que ya habíamos visto —inspiró para contener un mareo— hace seis años.
Valentina no tragó saliva en un gesto dramático, su expresión tampoco se alteró. Sus piernas no volvieron sobre sus pasos por el camino que habían abierto. Simplemente dejó de pensar. Con los ojos impasibles, brillantes y lacrimosos, avanzó maquinalmente hacia los brazos de Gino, arrepintiéndose como nunca se había arrepentido de nada, asustada como estaba feliz y aterrada de no poder recordar. Él la abrazó y ella se apretujó contra él, desviviendo y desnudando todo su ser en palabras que no alcanzaron a atravesar el nudo que se había conformado como una barricada en su garganta. No hubo necesidad de hablar, sólo de sentir el tibio contacto de las lágrimas de uno en el cuello del otro.

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