¡Splat!
Fue una mezcla del sonido que hace un escupitajo al
impactar en el suelo y el que grita el agua cuando uno se zambulle. El sonido
le despejó la mente al instante y entonces se percató de qué era el hedor que
flotaba en la estación: los helados que él mismo había arrojado con violencia
en estado de trance. Acababa de pisar el charco que había hecho uno al
derretirse. Un manchón marrón nacía de un pequeño balde (reventado) pisado.
Giró en derredor y observó con detenimiento la
estación. Se dijo que era imposible saber si estaba igual que el día anterior o
más revuelta aún. ¿Habría vuelto, lo que fuera que hubiese sido, a la escena
del crimen? Tragó saliva cuando la vista de las heladeras con los vidrios
salidos dio paso al congelador. Esa misma sensación del alma cayéndosele a los
pies lo asaltó. Era la necesidad de verdad latiendo, vuelta loca en sus
entrañas. Casi pudo ver a su locura, maniatada a algo que se le hizo una
camilla. Cuando sus pasos chapotearon su avance al sitio maldito, sintió una mordaza desprenderse. Alaridos rabiosos,
risas histéricas, chillidos inconexos empezaron a hacer eco en los auriculares
que Ethel Merman aún habitaba. “Aún tengo mi salud, /así que poco me importa”
afirmaba. Por su parte, él no estaba tan seguro de que, en caso de que continuara,
la fuese a conservar por mucho más tiempo. No recordaba si Carmelo había dejado
o no la tapa del fondo falso en su lugar, y temió que aquello fuera a
detenerlo. ¿Tendría el valor para retirarla? Dudó en el anteúltimo paso. No se
atrevía a mirar a otro lugar que no fuese adelante, a la altura de sus ojos (más abajo no, no antes, NO). Sus piernas
se paralizaron en protesta y por unos momentos, ante cualquier tentativa de
continuar, las sintió agarrotadas, pesadas y (dormidas) astilladas. Dejó escapar un suspiro y la vista al techo. Quizá
no debería avanzar. A lo mejor, lo que debía hacer era subirle el volumen al
Walkman y salir pitando; luego encerrarse en El Aragón hasta que llegara el
lunes. Sí, se tomaría el colectivo de vuelta a primera hora y adiós locura. No
más Franco Víctor, ¿quién vio un hongo fosforescente? ¡Definitivamente, él no!
Pero los pies no se dignaron a girar incluso con
aquel pensamiento brillando con la intensidad de una marquesina, porque, por supuesto, era una idea tan estúpida
como sólo un par de letras luminosas podían serlo en aquel momento. Una sonrisa
inconsciente se le había asomado en la boca ante la posibilidad de abandonar
toda búsqueda. No se había dibujado al darse cuenta de lo inútil que sería
hacerlo. No, era una frase de un libro que se le hacía maldito y sagrado a la
vez lo que había suscitado su expresión: “La juventud es la estación de las
soldaduras prontas y las cicatrizaciones rápidas”. El contexto de aquella
afirmación se había perdido hacía mucho, pero aún persistía la noción de que,
cuando Víctor Hugo escribía, escribía con todas las letras. Sí. Quizá con un
poco de terapia podría asimilar toda la situación. Y, mientras tanto, intentar
resolverla—quizá acompañado por Carmelo. Hasta podría volver el fin de semana siguiente,
y continuar esa investigación. ¡Claro!
¡Splat!
Sus piernas se habían movido. La izquierda dejó atrás
a la derecha, y luego la primera volvió a hacerse valer. La sabiduría de hacía
casi ciento cincuenta años imponiéndose a un cuerpecito de dieciséis. Se
preguntó cuánta más haría falta para que dejara de ver el reloj en la pared y
se dignara a bajar los ojos al congelador. Los segundos de silencio que
dividían las pistas 10 y 11 le dieron a aquel momento una gravedad sombría.
Tragó saliva. Suspiró. Fue un movimiento brusco con el cual bajó la cabeza,
pero no alcanzó a marearlo. Descorrió la tapa de plástico: la placa metálica
que constituía el fondo falso seguía allí. Tuvo que meter medio cuerpo dentro
para alcanzar los bordes, y empleó un largo tiempo en intentar moverlo. Los
dedos le temblaban y tenía las manos tan transpiradas que (plancha de mierda) se le resbalaba. Al quinto intento, una gota de sudor
le bajó por la frente hasta el ojo, y casi causó que se agarrase el dedo bajo
el fondo falso. Estranguló con rabia los auriculares, sin contener un bufido
gutural casi animal, y los guardó en la riñonera. Se secó la frente con el
pulóver que se había puesto y resistió el impulso de quitárselo. Iba a
congelarse, se aseguró, y ya sería suficiente cuando la adrenalina del momento
se pasara y toda esa capa de transpiración que llegaba desde la nunca hasta
recorrerle la espalda completa se enfriara.
Sus gruñidos y las caídas del metal resonaban en el
silencio críptico que reinaba en la estación. El viento ya no soplaba fuera:
estaba quieto, expectante. Hasta cierto punto, sintió que los peluches—o al
menos los que aún estaban en su estante, al otro lado del lugar—lo observaban.
Algunos con terror, otros con pesar, y seguramente unos cuantos con ferviente curiosidad.
La décima—venía contando los intentos desde la cuarta
vez, en la que Ethel lo había abandonado— fue la vencida. El instinto le hizo
cerrar los ojos cuando finalmente levantó el fondo falso. Presionó con firmeza
los párpados, esperando un aire fétido y horrible subir desde las profundidades
del congelador.
No hubo tal cosa. Abrió los ojos. Sintió que el alma
no se decidía a caer o no, y que la locura se aferraba de las tiras que la
habían mantenido prisionera—e incluso observaba con incredulidad y temor. El
fondo estaba vacío. Arqueó las cejas en un gesto de incredulidad mezclado con
un asco cuyo origen no pudo discernir. ¿Era hacia la decepción? ¿Se sentía
engañado u ofendido? Una gruesa gota de sudor cayó en el lugar exacto en el que
aquella formación brillante había estado tan sólo un día antes.
¡Splat!
Él no había retrocedido.
¡Crac!
El corazón comenzó a latir en un miedo galopante. Se
incorporó.
¡Splat!
Había algo más allí con él.
¡Crac, crac!
Era ese algo
que había dado vuelta la estación; lo sentía en el ominoso avanzar, en aquellos
ruidos que…
¡PAF!
Algo explotó, y temió que fuera el impacto de su
locura al liberarse completamente. Abrió los ojos como platos y los dirigió con
locura en todas direcciones. Las manos se clavaron y aferraron a los bordes del
congelador al tiempo que comenzaba retroceder hacia las heladeras de las
puertas descolocadas. En la otra punta de la estación, desde donde los peluches
lo veían, una sucesión de góndolas—giradas
en diagonal, volcadas en el suelo e inclinadas unas sobre las otras—formaban
una pequeña barricada que constituía un escondite y un laberinto más que una
trinchera. Sin despegar los ojos de aquel conglomerado caído, tanteó dentro de
la heladera hasta encontrar lo que buscaba. Tomó dos y sintió alguna clase de
valor crecer en él. Bien podía ser estupidez, ya que a esas alturas no podía ni
quería diferenciarlas. Bajó una, y extendió la otra: el culo de una botella de
vidrio de dos litros de Coca-Cola apuntaba a la formación de góndolas.
—¡Quién anda ahí! —no era una pregunta, era una
demanda que tampoco constituía más que un ladrido desesperado y asustado. Lo
escuchó a estéreo y su respiración se aceleró, entrando nuevamente en bocanadas
pútridas e irregulares.
No pensó, simplemente arrojó la botella que había dejado
a sus pies y blandió la otra en el aire como si se tratase un bate. La primera
se hizo añicos y el impacto reverberó, hueco, en la habitación. El salpicar de
la gaseosa se confundió con el ¡splat!
que había hecho Gino al avanzar sobre un charco de helado carísimo. El
estallido de la botella reforzó aquella emoción que ahora se le dibujaba como
adrenalina, y sintió el desmadre de su razón peligrosamente cerca: se estaba
acercando a lo que fuera que había
pasando el mostrador. Había creído oír un grito, pero ya no estaba seguro.
Lentamente, dejó de ser consciente de sus movimientos; volvía al trance.
Entonces apareció, de la nada.
—¿Estás loco?
Carmelo surgió de entre la barricada, con el brazo
izquierdo aún cubriéndose la cara. Gino bajó la botella y la depositó en el
suelo, incrédulo. No supo qué contestar porque, hasta cierto punto, lo había
estado. Simplemente escupió:
—¿Qué hacés acá?
—Te preguntaría lo mismo, y qué hacés revoleando
botellas de vidrio, pero creo que ya sé —hizo una pausa y barrió con la vista
el lugar antes de volverse hacia su amigo—. Lo viste.
Se encontraron frente al mostrador. Carmelo tenía los
rulos alborotados e inflados, una campera de cuero y unos jeans ennegrecidos
por la mugre, pero el rostro impasible como siempre. Gino hizo una mueca y miró
en otra dirección. Se sentía profundamente estúpido. ¿Qué pensó que podía ser
aquello?
—Más bien no lo vi —replicó finalmente, aún con la
mirada en los helados esparcidos en el suelo. —¿Qué pasó acá?
Esta vez lo veía directo a los ojos, escrutando en
busca de alguna respuesta y, secretamente, rencor. Se lo merecía, había sido un
idiota el día anterior, después del almuerzo.
—Me gustaría saberlo. Iba a averiguarlo cuando
escuché a alguien venir gritando hasta acá.
Gino se puso rojo de la vergüenza. No recordaba haber
cantado en el trayecto, pero tampoco nada más que aquellos ojos saltones y
rostro marmolado. Lo que sí sabía era que no podía simplemente escuchar cantar a La Merman sin unírsele.
—Me escondí, esperando que… que volvieran —hizo una
pausa y fue bastante visible cómo tragaba saliva. Gino seguía viéndolo a los
ojos, y notó cómo se le tornaban vidriosos. Hizo una pausa y desvió la mirada,
primero hacia el congelador, y luego hacia las góndolas. —Ellos estuvieron acá,
Teri —le puso una mano temblorosa en el hombro del pulóver y aquel fue el
primer momento en que Gino pudo, efectivamente, leer ojos. Fue una sensación
extraña, como una palabra escrita en forma de imagen, un sonido que aullaba
hueco. El miedo le cayó como una lágrima. —No fue una cosa, fueron… personas.
Se lo llevaron. No hay ni rastro, ni una puta raíz que titile, Dios. Nada,
nada, ¡NAD…!
Carmelo no se percató de que estaba gritando, de la
misma manera que su amigo tampoco se dio cuenta de que iba a darle una cachetada
hasta que lo hizo. Su brazo se movió como un extraño: algo, por fuera de
él, había tirado de un hilo y su mano simplemente había seguido el impulso. Una
vez cometido el acto, primero se miró la palma con incredulidad, y luego volvió
a su amigo con una mezcla de asco y lástima (y miedo) secándole la boca. Carmelo estaba simplemente perplejo y
se acariciaba la mejilla roja como por inercia. Abrió la boca, pero no encontró
palabras. La cerró y simplemente se metió una mano en el bolsillo izquierdo de la campera. Sacó una gorra negra y se la extendió. Gino la examinó, intentando comprender qué importancia podía tener. Tenía
unas iniciales descosidas y estaba raída en varios lugares. Miró a su amigo, y volvió a leer miedo en sus ojos.
—Eso no estaba acá ayer —dijo Carmelo, y el alma de
su amigo finalmente se decidió a caer.
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