lunes, 16 de abril de 2012

Häagen Dazs (Reprise)

El ambiente se volvió pútrido; del aire cortante que entraba en bocanadas a causa de su respiración mal acostumbrada pasó a inspirar, con la violencia con que se intenta normalizarla (inhala ex—auch—hala, in—auch—hala exhala), algo desagradable. Era un olor agrio, pero había sido—no hacía mucho—dulce. No logró identificarlo en un primer momento: su nariz aún estaba acostumbrándose a la tarea de mantener los pulmones en funcionamiento, y en su cabeza aún retumbaba la viva imagen de aquella cosa de ojos saltones. ¿Por qué lo perseguía? Y más importante, ¿por qué ahora? Había tenido dieciséis años para acosarlo, como también había tenido Franco Víctor para ser nombrado (hola, sí, Gino, ¿sabías que mis paseos matutinos son siempre a un pueblito, a unos cinco kilómetros del Aragón, del que nunca te hablé ni pienso hacerlo? Ah, y los libros que acá leés desde que tenés uso de razón y capacidad lectora, por supuesto, los imprimieron ahí. Por cierto, ¿me había olvidado de decirte también que tengo…?)
¡Splat!
Fue una mezcla del sonido que hace un escupitajo al impactar en el suelo y el que grita el agua cuando uno se zambulle. El sonido le despejó la mente al instante y entonces se percató de qué era el hedor que flotaba en la estación: los helados que él mismo había arrojado con violencia en estado de trance. Acababa de pisar el charco que había hecho uno al derretirse. Un manchón marrón nacía de un pequeño balde (reventado) pisado.
Giró en derredor y observó con detenimiento la estación. Se dijo que era imposible saber si estaba igual que el día anterior o más revuelta aún. ¿Habría vuelto, lo que fuera que hubiese sido, a la escena del crimen? Tragó saliva cuando la vista de las heladeras con los vidrios salidos dio paso al congelador. Esa misma sensación del alma cayéndosele a los pies lo asaltó. Era la necesidad de verdad latiendo, vuelta loca en sus entrañas. Casi pudo ver a su locura, maniatada a algo que se le hizo una camilla. Cuando sus pasos chapotearon su avance al sitio maldito, sintió una mordaza desprenderse. Alaridos rabiosos, risas histéricas, chillidos inconexos empezaron a hacer eco en los auriculares que Ethel Merman aún habitaba. “Aún tengo mi salud, /así que poco me importa” afirmaba. Por su parte, él no estaba tan seguro de que, en caso de que continuara, la fuese a conservar por mucho más tiempo. No recordaba si Carmelo había dejado o no la tapa del fondo falso en su lugar, y temió que aquello fuera a detenerlo. ¿Tendría el valor para retirarla? Dudó en el anteúltimo paso. No se atrevía a mirar a otro lugar que no fuese adelante, a la altura de sus ojos (más abajo no, no antes, NO). Sus piernas se paralizaron en protesta y por unos momentos, ante cualquier tentativa de continuar, las sintió agarrotadas, pesadas y (dormidas) astilladas. Dejó escapar un suspiro y la vista al techo. Quizá no debería avanzar. A lo mejor, lo que debía hacer era subirle el volumen al Walkman y salir pitando; luego encerrarse en El Aragón hasta que llegara el lunes. Sí, se tomaría el colectivo de vuelta a primera hora y adiós locura. No más Franco Víctor, ¿quién vio un hongo fosforescente? ¡Definitivamente, él no!
Pero los pies no se dignaron a girar incluso con aquel pensamiento brillando con la intensidad de una marquesina, porque, por supuesto, era una idea tan estúpida como sólo un par de letras luminosas podían serlo en aquel momento. Una sonrisa inconsciente se le había asomado en la boca ante la posibilidad de abandonar toda búsqueda. No se había dibujado al darse cuenta de lo inútil que sería hacerlo. No, era una frase de un libro que se le hacía maldito y sagrado a la vez lo que había suscitado su expresión: “La juventud es la estación de las soldaduras prontas y las cicatrizaciones rápidas”. El contexto de aquella afirmación se había perdido hacía mucho, pero aún persistía la noción de que, cuando Víctor Hugo escribía, escribía con todas las letras. Sí. Quizá con un poco de terapia podría asimilar toda la situación. Y, mientras tanto, intentar resolverla—quizá acompañado por Carmelo. Hasta podría volver el fin de semana siguiente, y continuar esa investigación. ¡Claro!
¡Splat!
Sus piernas se habían movido. La izquierda dejó atrás a la derecha, y luego la primera volvió a hacerse valer. La sabiduría de hacía casi ciento cincuenta años imponiéndose a un cuerpecito de dieciséis. Se preguntó cuánta más haría falta para que dejara de ver el reloj en la pared y se dignara a bajar los ojos al congelador. Los segundos de silencio que dividían las pistas 10 y 11 le dieron a aquel momento una gravedad sombría. Tragó saliva. Suspiró. Fue un movimiento brusco con el cual bajó la cabeza, pero no alcanzó a marearlo. Descorrió la tapa de plástico: la placa metálica que constituía el fondo falso seguía allí. Tuvo que meter medio cuerpo dentro para alcanzar los bordes, y empleó un largo tiempo en intentar moverlo. Los dedos le temblaban y tenía las manos tan transpiradas que (plancha de mierda) se le resbalaba. Al quinto intento, una gota de sudor le bajó por la frente hasta el ojo, y casi causó que se agarrase el dedo bajo el fondo falso. Estranguló con rabia los auriculares, sin contener un bufido gutural casi animal, y los guardó en la riñonera. Se secó la frente con el pulóver que se había puesto y resistió el impulso de quitárselo. Iba a congelarse, se aseguró, y ya sería suficiente cuando la adrenalina del momento se pasara y toda esa capa de transpiración que llegaba desde la nunca hasta recorrerle la espalda completa se enfriara.
Sus gruñidos y las caídas del metal resonaban en el silencio críptico que reinaba en la estación. El viento ya no soplaba fuera: estaba quieto, expectante. Hasta cierto punto, sintió que los peluches—o al menos los que aún estaban en su estante, al otro lado del lugar—lo observaban. Algunos con terror, otros con pesar, y seguramente unos cuantos con ferviente curiosidad.
La décima—venía contando los intentos desde la cuarta vez, en la que Ethel lo había abandonado— fue la vencida. El instinto le hizo cerrar los ojos cuando finalmente levantó el fondo falso. Presionó con firmeza los párpados, esperando un aire fétido y horrible subir desde las profundidades del congelador.
No hubo tal cosa. Abrió los ojos. Sintió que el alma no se decidía a caer o no, y que la locura se aferraba de las tiras que la habían mantenido prisionera—e incluso observaba con incredulidad y temor. El fondo estaba vacío. Arqueó las cejas en un gesto de incredulidad mezclado con un asco cuyo origen no pudo discernir. ¿Era hacia la decepción? ¿Se sentía engañado u ofendido? Una gruesa gota de sudor cayó en el lugar exacto en el que aquella formación brillante había estado tan sólo un día antes.
¡Splat!
Él no había retrocedido.
¡Crac!
El corazón comenzó a latir en un miedo galopante. Se incorporó.
¡Splat!
Había algo más allí con él.
¡Crac, crac!
Era ese algo que había dado vuelta la estación; lo sentía en el ominoso avanzar, en aquellos ruidos que…
¡PAF!
Algo explotó, y temió que fuera el impacto de su locura al liberarse completamente. Abrió los ojos como platos y los dirigió con locura en todas direcciones. Las manos se clavaron y aferraron a los bordes del congelador al tiempo que comenzaba retroceder hacia las heladeras de las puertas descolocadas. En la otra punta de la estación, desde donde los peluches lo veían,  una sucesión de góndolas—giradas en diagonal, volcadas en el suelo e inclinadas unas sobre las otras—formaban una pequeña barricada que constituía un escondite y un laberinto más que una trinchera. Sin despegar los ojos de aquel conglomerado caído, tanteó dentro de la heladera hasta encontrar lo que buscaba. Tomó dos y sintió alguna clase de valor crecer en él. Bien podía ser estupidez, ya que a esas alturas no podía ni quería diferenciarlas. Bajó una, y extendió la otra: el culo de una botella de vidrio de dos litros de Coca-Cola apuntaba a la formación de góndolas.
—¡Quién anda ahí! —no era una pregunta, era una demanda que tampoco constituía más que un ladrido desesperado y asustado. Lo escuchó a estéreo y su respiración se aceleró, entrando nuevamente en bocanadas pútridas e irregulares.
No pensó, simplemente arrojó la botella que había dejado a sus pies y blandió la otra en el aire como si se tratase un bate. La primera se hizo añicos y el impacto reverberó, hueco, en la habitación. El salpicar de la gaseosa se confundió con el ¡splat! que había hecho Gino al avanzar sobre un charco de helado carísimo. El estallido de la botella reforzó aquella emoción que ahora se le dibujaba como adrenalina, y sintió el desmadre de su razón peligrosamente cerca: se estaba acercando a lo que fuera que había pasando el mostrador. Había creído oír un grito, pero ya no estaba seguro. Lentamente, dejó de ser consciente de sus movimientos; volvía al trance.
Entonces apareció, de la nada.
—¿Estás loco?
Carmelo surgió de entre la barricada, con el brazo izquierdo aún cubriéndose la cara. Gino bajó la botella y la depositó en el suelo, incrédulo. No supo qué contestar porque, hasta cierto punto, lo había estado. Simplemente escupió:
—¿Qué hacés acá?
—Te preguntaría lo mismo, y qué hacés revoleando botellas de vidrio, pero creo que ya sé —hizo una pausa y barrió con la vista el lugar antes de volverse hacia su amigo—. Lo viste.
Se encontraron frente al mostrador. Carmelo tenía los rulos alborotados e inflados, una campera de cuero y unos jeans ennegrecidos por la mugre, pero el rostro impasible como siempre. Gino hizo una mueca y miró en otra dirección. Se sentía profundamente estúpido. ¿Qué pensó que podía ser aquello?
—Más bien no lo vi —replicó finalmente, aún con la mirada en los helados esparcidos en el suelo. —¿Qué pasó acá?
Esta vez lo veía directo a los ojos, escrutando en busca de alguna respuesta y, secretamente, rencor. Se lo merecía, había sido un idiota el día anterior, después del almuerzo.
—Me gustaría saberlo. Iba a averiguarlo cuando escuché a alguien venir gritando hasta acá.
Gino se puso rojo de la vergüenza. No recordaba haber cantado en el trayecto, pero tampoco nada más que aquellos ojos saltones y rostro marmolado. Lo que sí sabía era que no podía simplemente escuchar cantar a La Merman sin unírsele.
—Me escondí, esperando que… que volvieran —hizo una pausa y fue bastante visible cómo tragaba saliva. Gino seguía viéndolo a los ojos, y notó cómo se le tornaban vidriosos. Hizo una pausa y desvió la mirada, primero hacia el congelador, y luego hacia las góndolas. —Ellos estuvieron acá, Teri —le puso una mano temblorosa en el hombro del pulóver y aquel fue el primer momento en que Gino pudo, efectivamente, leer ojos. Fue una sensación extraña, como una palabra escrita en forma de imagen, un sonido que aullaba hueco. El miedo le cayó como una lágrima. —No fue una cosa, fueron… personas. Se lo llevaron. No hay ni rastro, ni una puta raíz que titile, Dios. Nada, nada, ¡NAD…!
Carmelo no se percató de que estaba gritando, de la misma manera que su amigo tampoco se dio cuenta de que iba a darle una cachetada hasta que lo hizo. Su brazo se movió como un extraño: algo, por fuera de él, había tirado de un hilo y su mano simplemente había seguido el impulso. Una vez cometido el acto, primero se miró la palma con incredulidad, y luego volvió a su amigo con una mezcla de asco y lástima (y miedo) secándole la boca. Carmelo estaba simplemente perplejo y se acariciaba la mejilla roja como por inercia. Abrió la boca, pero no encontró palabras. La cerró y simplemente se metió una mano en el bolsillo izquierdo de la campera. Sacó una gorra negra y se la extendió. Gino la examinó, intentando comprender qué importancia podía tener. Tenía unas iniciales descosidas y estaba raída en varios lugares. Miró a su amigo, y volvió a leer miedo en sus ojos.
—Eso no estaba acá ayer —dijo Carmelo, y el alma de su amigo finalmente se decidió a caer.

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