lunes, 2 de abril de 2012

Del Punto, el Baño y el Queso Azul

El camino de vuelta se reemprendió en solemne silencio. Valentina se había secado las lágrimas, pero aún sollozaba un poco, su mirada perdida en el suelo—demasiado aterrada para mirar a su alrededor. La delgada línea de tierra removida los acompañaba, en apariencia más ancha que antes. La muchacha se dijo que entonces, incluso antes de volver a la bifurcación, había lugar para que dos personas caminasen una al lado de la otra. Era una idea sombría que le recorrió la espalda como un escalofrío; apretó aún más la mano de Gino, que iba detrás arrastrando los pies. Bien podría su amigo caminar a su lado también, pero su orgullo no permitiría que la viera en aquel estado. Por otro lado, la respiración del joven aún sufría baches, entrecortándose con gimoteos ahogados. La vergüenza era mutua.
Ninguno de los decía nada, y se decían todo.
Durante un minuto, cinco, o tal vez horas, la maleza había escuchado con atención a su desesperación tomar cuerpo y correr gritando. Indistintamente, en un segundo se habían separado en la incomodidad que sobreviene al llanto. Ahora ambos avanzaban sin emitir sonido alguno, limitándose a escuchar sus propios pasos y respiraciones, absortos en el silencio sin darse cuenta. Cada tanto, algún arbusto bajo o una rama cercana se movía más de lo normal con la brisa y ambos volvían la cabeza en un reflejo violento, casi animal (como los de Muaka). En esos momentos se percataban de lo autómata de su caminata, de la misma manera que en un segundo de desconcentración uno nota los bordes de la pantalla y sale de la realidad de la película que está viendo.
Eran las diez y cuarto pasadas cuando Gino vislumbró la valla nuevamente, resaltando blanca entre absoluto, infinito verde. Tuvo que volver la mirada a su reloj tres veces para fijar la hora en su cabeza. Para entonces, su amiga ya no lo sujetaba de la mano, pero aún vacilaba un poco al andar. Su propia respiración seguía un poco entrecortada, y se dijo que sólo una vez se encontrara fuera de aquel tortuoso y abandonado camino podría inhalar y exhalar con normalidad. Se había calmado, y ambos habían disfrutado de un calmo y apacible silencio hasta llegar a la Y que había dado comienzo a todos los problemas. Con sólo un vistazo a la alternativa que no habían elegido, un acceso de llanto le colmó la garganta y volvió a anudársela. Lo contuvo y lo estranguló, padeciéndolo como una puñalada a su cuello. Si Valentina hubiese estado prestándole atención en aquel momento, no hubiese oído más que una fuerte y sonora inspiración. Pero no oyó nada, y uno se arriesgaría a pensar que tampoco sentía nada más allá del suelo a sus pies, atravesado por raíces y hierba. Se trepó a la cerca sin mayores gracias; el obstáculo estaba constituido por una cuadrícula rectangular de madera a duras penas pintada y clavada en su sitio. Gino ni siquiera la miró colocar los pies en las rendijas de la burda construcción. Estaba perdido en algo que no alcanzaba ni quería comprender (¿Qué era? ¿O quién?). A mitad de la recta final del camino, cuando las astas del molino empezaron a hacerse visibles en la distancia, se preguntó cómo había pasado la valla.
Valentina vio la puerta que llevaba al galpón de los tractores y, por primera vez desde que—con un pensamiento nublado y horrible ardiendo en su cabeza—había dejado caer la primera lágrima y suspirado el primer sollozo, se percató de que estaba respirando, y como muchos en semejante situación, se preguntó cómo había hecho para no ahogarse hasta aquel momento. Bostezó sin molestarse en taparse la boca y se abrazó; la cazadora era fría al tacto de sus manos desnudas, pero reconfortante al fin. Se dejó estremecer por algo que sabía que no era el aire helado que los había rodeado todo el trayecto, y se aferró con mayor firmeza al cuero marrón; no pensó, así era más fácil. Cuando se toparon con la herrumbrada puerta roja, se hizo a un lado y su amigo la abrió, cabizbajo. Intercambiaron una mirada inexpresiva e inquieta y la chica comprendió que debía ir primero. Ambos suspiraron, se vieron a los ojos nuevamente, pero no hablaron por un momento.
—Te espero a la noche —comentó finalmente Vale y, mientras la joven atravesaba el portal, Gino contuvo una mueca al recordar aquella piel tan oscura y misteriosa como un cielo estrellado.
—¿Caemos tipo nueve? —en su tono no había inflexión de temor (perturbación) detectable, hablaba ajeno a lo que revolucionaba su cabeza.
—Dale, así le das tiempo a tu tía de que se le pase la locura del día.
Valentina acercó la cara para despedirlo y su amigo le dio un beso en el cachete.


La Tía lo esperaba en la cocina, tomando la segunda parte de su desayuno mientras observaba, implacable, cómo los del canal volvían a establecer un estudio en su patio. Muaka le hacía compañía, respetuosamente sentado al lado del pote de queso untable—al cual echaba constantes miradas furtivas—, mientras se recostaba en dirección al ventanal. La mujer subía y bajaba maquinalmente una taza de té, concentrándose en el hecho de que, al salir, debía civilizarse—cosa vilmente vulgar. Ambos dieron un salto cuando la puerta delantera se cerró con estrépito. El gato envió los ojos hacia el umbral que conectaba la cocina con el recibidor y volvió casi instantáneamente la mirada al pote; la Tía, en cambio, echó al animal de la mesa y se dispuso al encuentro de su sobrino. Sin embargo, el adolescente pasó directamente—y casi  corriendo—al baño; al instante, un grabador comenzó a bramar melodías de Irving Berlin. Emma dejó traspasar una mueca de perplejidad y volvió a la mesa, donde acarició a un reincidente Muaka.


Lo curioso del baño es que se convierte en una habitación cuyo propósito trasciende las necesidades para las cuales fue creada. Ya fuere sentado en el inodoro, recostado en la bañera o parado en la ducha, uno suele dejar de concentrarse en la razón por la cual entró, y acaba por salir a su mente. Es un lugar de reflexión y relajación, donde uno es total y completamente libre de enajenarse. Suele haber revistas o libros, o en su defecto, equipos de música. No obstante, en cualquier caso uno siempre puede distraerse con sus propios pensamientos. En el de Gino, la acústica que producían los azulejos se reflejaba en su mente descarriada: baladas de White Christmas, ritmos pegadizos de Annie Get Your Gun y cinco variaciones de Alexander’s Ragtime Band se entremezclaban con aquella cara moteada en manchas horribles. Interrogantes confusos salían entre gritos que acompasaban voces afinadas, pero no volvió a derramar una lágrima. Se percató, mientras canturreaba distraídamente Anything You Can Do, de que, más que miedo, en aquel momento sentía rabia: una especie de odio crudo y descanalizado; no estaba seguro de qué producía esa bronca, ni hacia dónde debería dirigirla. También notó que se sentía sucio, y tampoco comprendía la causa. No había sentimientos impíos hacia Valentina, al menos no lo creía así. Inocentes miradas que dirigiría a cualquiera. Claro que aquella chica no era cualquiera. El jabón se iba desvaneciendo de su cuerpo con la espuma, pero el agua no borraba aquella idea oscura, casi profana (el punto) que no se atrevía a ver. Ahora La Merman—Primera Dama de la Comedia Musical—, aullaba algo que, incluso en su perfecta dicción, resultaba imposible de desgranar. En su voz firme y segura, la mujer cantaba sobre amor, sin la más mínima inflexión en su voz, o al menos ninguna que él pudiera sentir. La idea se cubrió de vapor. Infligía menos miedo así, e incluso tentaba a desempañarla. El agua lo golpeaba en la cara y le recorría la espalda en una mezcla de frío y calor: quemaba la piel, pero no sentía más que un escalofrío molesto. Se apartó el pelo de los ojos, lacio y sin vida, y perdió la vista en las cortinas por un momento, con aquella incómoda sensación recorriéndole el cuerpo. Extendió una mano y tocó el punto. La mugre comenzó a vibrar y una pregunta se hizo visible, casi palpable: ¿era un baboso sin remedio?, o ¿gustaba de su segunda hermana?
Cerró la canilla y apagó el grabador.


La Tía comenzó a gritar hacia la una y media y la filmación tomó un receso para almorzar antes de las dos menos veinte. La pastura encerrada entre la casa, el conglomerado de galpones y el campo de cultivo volvía a ser un mar de cables. Las cámaras observaban con detenimiento cada movimiento dado dentro de El Aragón. ¿Qué más había que grabar? Gino desconocía cuántas tomas eran necesarias para que el documental fuera viable, pero algo le decía que aquel equipo había agotado hasta la última variación. El muchacho se había pasado hasta entonces la mitad del tiempo separando discos de Ethel Merman en el estudio y hojeando en la cocina una novela de Stephen King que su tía conservaba, perdida, entre libros de texto. Cada tanto despegaba los ojos de las páginas para ver, a través del ventanal, al equipo de documental ejecutar escena tras escena, toma tras toma. Valentina se veía absorta en su tarea, tan entretenida que incluso sonreía; no parecía la misma que había regresado con él. Se preguntó si a su amiga no se le darían esas cosas. Quizás aquel fuera su sueño: ser directora o camarógrafa o… No estaba prestando atención a la lectura. Cuando se percató de lo que acontecía entre sus dedos, en páginas amarillentas y añejas, tuvo que dejarlo. Cujo, una historia sobre un perro diabólico, familias disfuncionales y amoríos. El matiz perverso de Stephen King se le había escapado hasta llegar inocentemente a la primera escena de sexo. Entonces tuvo que dejarlo, demasiado asqueado al recordar el punto que tan débilmente había asumido. Por fortuna, la Tía volvió a la casa momentos después de haber regresado el libro a su legítimo hogar; no tuvo tiempo para divagar y pensar de más.
Él no tenía demasiada hambre ni ella muchos ánimos para cocinar, de manera que su almuerzo consistió en fruta y sándwiches de jamón en pan casero de hacía dos días. La Tía había entreabierto el ventanal y Muaka se había sumado para comer. Gino estaba tiritando por dentro, pero optó por no comentar sobre la posibilidad de cerrarlo: la mujer estaba roja en rabia. Incluso el gato había tomado precauciones y se había sentado del lado del muchacho, con quien intercambiaba miradas nerviosas. Fue acariciado y convidado con el queso azul que su tía había estado preparando desde hacía tiempo. El almuerzo se sucedió entre charloteo vacío y maullidos suplicantes. Las risas se acompasaron al recordar el concierto de la noche anterior y su desenlace.
—No le des más a ese rasposo, que no se lo merece —señaló la Tía con falsa gravedad, mientras se cortaba un poco de queso.
—No tiene la culpa de que le guste, es un gato —replicó sonriente su sobrino, sirviéndose una gran porción para él y desprendiendo un pequeño pedazo para Muaka.
El felino lo devoró con ahínco y volvió a clavar sus ojos azules en los irises ámbar de Gino, demandando más. El joven miró el trozo que aún conservaba; rodeando el mordisco, podía ver aquellas manchas de color verde grisáceo, casi azulado, que hacía al queso especial, y se descubrió ignorante de qué era.
—¿Qué es lo verde? —inquirió, arqueando una ceja.
Su tía lo observó con detenimiento y perplejidad, en una expresión muy similar a la que el colectivero le había dirigido cuando había preguntado qué se proponían los piqueteros el día anterior.
—Es una especie de moho. Penicilli algo se llamaba, no estoy segura.
—¿Moho? —soltó Gino, asqueado.
—Sí, ¿qué te pensabas que era? ¿Verdurita picada? —respondió la Tía con brusquedad—. Son algo así como hongos —el rostro de su sobrino empalideció repentinamente—, crecen en…
El estómago le dio una voltereta en sus entrañas y sintió cómo los sándwiches, guiados por el queso azul, buscaban la salida de su cuerpo de regreso por la garganta. La panza le crujió, se contrajo y gritó. Mareado, se tapó la boca y, tambaleándose, corrió al baño. Su saliva se tornó salada, casi ácida, y supo que, si no llegaba a tiempo, iba a tener que fregar el piso.
La Tía se mantuvo sentada. Impasible, se encogió de hombros y, sin molestarse en contener una sonrisa, tomó la generosa porción que su sobrino había dejado en el plato.
—¿Querés? —le ofreció al gato, luego de cortarse un poco para ella.

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