Ninguno de los
decía nada, y se decían todo.
Durante un
minuto, cinco, o tal vez horas, la maleza había escuchado con atención a su
desesperación tomar cuerpo y correr gritando. Indistintamente, en un segundo se
habían separado en la incomodidad que sobreviene al llanto. Ahora ambos
avanzaban sin emitir sonido alguno, limitándose a escuchar sus propios pasos y
respiraciones, absortos en el silencio sin darse cuenta. Cada tanto, algún
arbusto bajo o una rama cercana se movía más de lo normal con la brisa y ambos
volvían la cabeza en un reflejo violento, casi animal (como los de Muaka). En esos momentos se percataban de lo autómata
de su caminata, de la misma manera que en un segundo de desconcentración uno
nota los bordes de la pantalla y sale de la realidad de la película que está
viendo.
Eran las diez y
cuarto pasadas cuando Gino vislumbró la valla nuevamente, resaltando blanca
entre absoluto, infinito verde. Tuvo que volver la mirada a su reloj tres veces
para fijar la hora en su cabeza. Para entonces, su amiga ya no lo sujetaba de
la mano, pero aún vacilaba un poco al andar. Su propia respiración seguía un
poco entrecortada, y se dijo que sólo una vez se encontrara fuera de aquel
tortuoso y abandonado camino podría inhalar y exhalar con normalidad. Se había
calmado, y ambos habían disfrutado de un calmo y apacible silencio hasta llegar
a la Y que había
dado comienzo a todos los problemas. Con sólo un vistazo a la alternativa que
no habían elegido, un acceso de llanto le colmó la garganta y volvió a
anudársela. Lo contuvo y lo estranguló, padeciéndolo como una puñalada a su
cuello. Si Valentina hubiese estado prestándole atención en aquel momento, no
hubiese oído más que una fuerte y sonora inspiración. Pero no oyó nada, y uno
se arriesgaría a pensar que tampoco sentía nada más allá del suelo a sus pies, atravesado
por raíces y hierba. Se trepó a la cerca sin mayores gracias; el obstáculo
estaba constituido por una cuadrícula rectangular de madera a duras penas
pintada y clavada en su sitio. Gino ni siquiera la miró colocar los pies en las
rendijas de la burda construcción. Estaba perdido en algo que no alcanzaba ni
quería comprender (¿Qué era? ¿O quién?).
A mitad de la recta final del camino, cuando las astas del molino empezaron a
hacerse visibles en la distancia, se preguntó cómo había pasado la valla.
Valentina vio la
puerta que llevaba al galpón de los tractores y, por primera vez desde que—con
un pensamiento nublado y horrible ardiendo en su cabeza—había dejado caer la
primera lágrima y suspirado el primer sollozo, se percató de que estaba
respirando, y como muchos en semejante situación, se preguntó cómo había hecho
para no ahogarse hasta aquel momento. Bostezó sin molestarse en taparse la boca
y se abrazó; la cazadora era fría al tacto de sus manos desnudas, pero
reconfortante al fin. Se dejó estremecer por algo que sabía que no era el aire
helado que los había rodeado todo el trayecto, y se aferró con mayor firmeza al
cuero marrón; no pensó, así era más fácil. Cuando se toparon con la herrumbrada
puerta roja, se hizo a un lado y su amigo la abrió, cabizbajo. Intercambiaron
una mirada inexpresiva e inquieta y la chica comprendió que debía ir primero.
Ambos suspiraron, se vieron a los ojos nuevamente, pero no hablaron por un momento.
—Te espero a la
noche —comentó finalmente Vale y, mientras la joven atravesaba el portal, Gino
contuvo una mueca al recordar aquella piel tan oscura y misteriosa como un
cielo estrellado.
—¿Caemos tipo
nueve? —en su tono no había inflexión de temor (perturbación) detectable, hablaba ajeno a lo que revolucionaba su
cabeza.
—Dale, así le das
tiempo a tu tía de que se le pase la locura del día.
Valentina acercó
la cara para despedirlo y su amigo le dio un beso en el cachete.
Lo curioso del
baño es que se convierte en una habitación cuyo propósito trasciende las necesidades
para las cuales fue creada. Ya fuere sentado en el inodoro, recostado en la
bañera o parado en la ducha, uno suele dejar de concentrarse en la razón por la
cual entró, y acaba por salir a su mente. Es un lugar de reflexión y
relajación, donde uno es total y completamente libre de enajenarse. Suele haber
revistas o libros, o en su defecto, equipos de música. No obstante, en
cualquier caso uno siempre puede distraerse con sus propios pensamientos. En el
de Gino, la acústica que producían los azulejos se reflejaba en su mente
descarriada: baladas de White Christmas,
ritmos pegadizos de Annie Get Your Gun
y cinco variaciones de Alexander’s
Ragtime Band se entremezclaban con aquella cara moteada en manchas
horribles. Interrogantes confusos salían entre gritos que acompasaban voces
afinadas, pero no volvió a derramar una lágrima. Se percató, mientras
canturreaba distraídamente Anything You
Can Do, de que, más que miedo, en aquel momento sentía rabia: una especie
de odio crudo y descanalizado; no
estaba seguro de qué producía esa bronca, ni hacia dónde debería dirigirla. También
notó que se sentía sucio, y tampoco
comprendía la causa. No había sentimientos impíos hacia Valentina, al menos no
lo creía así. Inocentes miradas que dirigiría a cualquiera. Claro que aquella
chica no era cualquiera. El jabón se
iba desvaneciendo de su cuerpo con la espuma, pero el agua no borraba aquella
idea oscura, casi profana (el punto) que
no se atrevía a ver. Ahora La Merman —Primera
Dama de la Comedia Musical —,
aullaba algo que, incluso en su perfecta dicción, resultaba imposible de
desgranar. En su voz firme y segura, la mujer cantaba sobre amor, sin la más
mínima inflexión en su voz, o al menos ninguna que él pudiera sentir. La idea se cubrió de vapor. Infligía menos
miedo así, e incluso tentaba a desempañarla. El agua lo golpeaba en la cara y
le recorría la espalda en una mezcla de frío y calor: quemaba la piel, pero no
sentía más que un escalofrío molesto. Se apartó el pelo de los ojos, lacio y
sin vida, y perdió la vista en las cortinas por un momento, con aquella
incómoda sensación recorriéndole el cuerpo. Extendió una mano y tocó el punto. La mugre comenzó a vibrar y una
pregunta se hizo visible, casi palpable: ¿era un baboso sin remedio?, o ¿gustaba
de su segunda hermana?
Cerró la canilla
y apagó el grabador.
Él no tenía
demasiada hambre ni ella muchos ánimos para cocinar, de manera que su almuerzo
consistió en fruta y sándwiches de jamón en pan casero de hacía dos días. La Tía había entreabierto el
ventanal y Muaka se había sumado para comer. Gino estaba tiritando por dentro,
pero optó por no comentar sobre la posibilidad de cerrarlo: la mujer estaba
roja en rabia. Incluso el gato había tomado precauciones y se había sentado del
lado del muchacho, con quien intercambiaba miradas nerviosas. Fue acariciado y
convidado con el queso azul que su tía había estado preparando desde hacía
tiempo. El almuerzo se sucedió entre charloteo vacío y maullidos suplicantes. Las
risas se acompasaron al recordar el concierto de la noche anterior y su
desenlace.
—No le des más a
ese rasposo, que no se lo merece —señaló la Tía con falsa gravedad, mientras se cortaba un
poco de queso.
—No tiene la
culpa de que le guste, es un gato —replicó sonriente su sobrino, sirviéndose
una gran porción para él y desprendiendo un pequeño pedazo para Muaka.
El felino lo
devoró con ahínco y volvió a clavar sus ojos azules en los irises ámbar de
Gino, demandando más. El joven miró el trozo que aún conservaba; rodeando el
mordisco, podía ver aquellas manchas de color verde grisáceo, casi azulado, que
hacía al queso especial, y se descubrió ignorante de qué era.
—¿Qué es lo
verde? —inquirió, arqueando una ceja.
Su tía lo observó
con detenimiento y perplejidad, en una expresión muy similar a la que el
colectivero le había dirigido cuando había preguntado qué se proponían los
piqueteros el día anterior.
—Es una especie
de moho. Penicilli algo se llamaba,
no estoy segura.
—¿Moho? —soltó Gino,
asqueado.
—Sí, ¿qué te pensabas que era? ¿Verdurita picada? —respondió
la Tía con
brusquedad—. Son algo así como hongos —el rostro de su sobrino empalideció
repentinamente—, crecen en…
El estómago le dio una voltereta en sus entrañas y
sintió cómo los sándwiches, guiados por el queso azul, buscaban la salida de su
cuerpo de regreso por la garganta. La panza le crujió, se contrajo y gritó.
Mareado, se tapó la boca y, tambaleándose, corrió al baño. Su saliva se tornó
salada, casi ácida, y supo que, si no llegaba a tiempo, iba a tener que fregar
el piso.
—¿Querés? —le ofreció al gato, luego de cortarse un
poco para ella.
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