lunes, 23 de enero de 2012

The Amazing Journey, Pt. 2

El aire helado se colaba por entre los agujeros en los cristales que hacían las veces de paredes, y sin embargo funcionaban más bien como ventanales rotos. Fuera, el viento aún rugía, y las posibilidades de que amainara se veían tan lejanas como la granja de su tía. Dentro, parecía que algo tanto más fuerte que aquel vástago bastardo de huracán que chillaba entre los campos hubiese saqueado y violado el lugar; sólo las mesas, atornilladas con firmeza al suelo, no habían sido volcadas—todo el resto estaba desparramado, en partes. Parecía como si un pequeño hubiese estado revolviendo en su caja de juguetes, intentando fútilmente hallar su cachivache preferido. Se preguntó si los piqueteros habían pasado por allí y, más aún, si eran la razón de semejante desastre. Muy dudoso, se dijo, firme su auto-réplica, pues aquello no se le hacía una obra humana.
De una estantería derribada al otro lado de aquel salón principal en el que se encontraban, le había llegado un paquete de papas fritas. Lo guardó en la mochila, y otros tres más que encontró desperdigados en las cercanías. Se detuvo cuando llegó al mostrador. Había monedas y billetes mezclándose con variedades de caramelos y barras de cereales y chocolates. Su mirada lo llevó, hipnotizado, hasta la caja, abierta de par en par, con su contenido revuelto (¿Por qué no se llevaron la plata?). Definitivamente, alguien—o algo—, había estado buscando allí. Se preguntó, pasando por alto el qué y porqué, si efectivamente lo había encontrado. Se temió que sí, y entonces encontró un rastro. Sus ojos, obnubilados hasta la retina, lo siguieron sin parpadear, casi temiendo que algo ocurriese en el instante de oscuridad hasta que volviera a ver. Casi, porque una vez más se había sumido en la inconsciencia, y muy difícilmente pudiera sentirlo de verdad. Se dijo—se susurró, más bien— que aquellas marcas no podían ser de pies, y tal vez ni siquiera de patas. No había un patrón definido, eran como las manchas subjetivas que enseñan los psicoanalistas a sus pacientes. Sintió  resbalarse emociones; sentimientos oscuros se manifestaron a flote en aquellas huellas misteriosas: miedo, dolor, odio, orgullo y algo más que no se atrevió a profundizar.
Sus párpados cedieron cuando su mirada chocó con una puerta. Como el chasquido de los dedos ante las llamas, lo hizo despertar.  Un cartel grabado en metal advertía que  “Sólo Personal Autorizado” podía ir más allá. Consideró sensato dar noticia de su descubrimiento.
—¡Eh,…! ¡Che! —empezó, sólo para caer en la cuenta de que desconocía el nombre de su acompañante en percance. Se sintió avergonzado por un momento, mas al siguiente optó por tragar saliva y su orgullo y preguntar: —¿Cómo te llamás?
—¿Hum? —fue la respuesta automática que oyó, típica de las personas cuyas mentes no se encuentran junto a sus cuerpos. En efecto, Carmelo estaba parado frente al ventanal que hacía las veces de puerta; su mochila a sus pies; su vista perdida en el vendaval que se revolcaba entre los tanques cargadores de nafta. El polvo y las hojas bailaban al son de las penas del viento, y aunque algunos se colaban entre los cristales rotos, uniéndose a la fiesta de intentar congelarlos, él sólo se quedaba allí, tieso, perdido e invisible. Se preguntaba si en algún momento la tormenta amainaría. ¿Y si no lo hacía? ¿Haría finalmente aquello en que había pensado un kilómetro antes, y que había dudado nomás presentarse en su cabeza? Sin embargo, no veía otra opción. Los remolinos de mugre—hermanos del que había hecho que su amigo (ya se habían decidido así tácitamente)  casi se perdiese en la niebla de tierra para rodar hasta su perdición— no parecían muy convencidos de dejar de rugir. Dio una última mirada a los tanques y a los postes que los fijaban en su sitio, extendiéndose hasta un tejado que muy dudosamente resguardaría a alguien en caso de lluvia. —Carmelo —se presentó, finalmente libre de su trance. —¿Y vos?
—Gino Teri. Mucho gusto —se dieron la mano, y luego señaló la puerta. —descubrí unas… pisadas, calculo, que llevaban hasta ahí, por eso llamé. Creo que puede tener que ver con el estado de este lugar.
Carmelo le dirigió una mirada severa.
—¿Te pusiste a jugar al detective? —replicó fríamente.
—Sí, mientras vos admirabas el paisaje —el tono era ácido, y olía (apestaba) a ofendido. Ya no le importó el orgullo ni quién sería el líder en aquella partida de dos personas. —Por más que mires fijo a esa tierra, no va a dejar de moverse, creeme —estaba perdiendo el control, y se sentía estupendamente—. Yo elegí hacer algo útil. Por si no te fijaste —sin darse cuenta, había empezado a acercarse a Carmelo, y sus manos a cerrarse en puños, cuyo último uso o alcanzaba a recordar. Estaba irritado—, acá pasó algo.
—¿Y pretendés ir atrás de un algo que dio vuelta una estación de servicio entera? Te daría un premio por tus luces, pero lo dejé en casa.
—No hay teléfonos —replicó, optando por ignorar el comentario y recobrar la compostura—, y probablemente haya uno allá.
—¡Buen trabajo, Sherlock! —fue la respuesta de Carmelo, acompañada de una risotada y aquel gesto burlón tan molesto.
Un puñetazo en la boca del estómago fue la respuesta de Gino, y se suponía iría acompañada de una patada que acabaría por descargar toda su tensión. Pero no fue así. Sin aire, con lágrimas en los ojos y el dolor punzando, reverberando incluso en su oído, Carmelo sujetó la pierna de su agresor con firmeza, y lo empujó hacia atrás. Gino se golpeó el hombro derecho con el borde del mostrado y su cuerpo amortiguó la caída de unas barras de chocolate que habían perdido el equilibrio. Estaba a punto de levantarse y volver a la carga—una rabia ciega creciendo en él, casi dominándolo por completo—, pero su amigo ya estaba sobre él, sus manos cerniéndose sobre su cuello como las fauces abiertas de un perro furioso.  Las tomó antes de que fuese demasiado tarde, e intentó doblegarlas.
Fuera, los remolinos contemplaban la escena de dos adolescentes forcejeando para zafarse el uno del otro, retorciéndose, soltando patadas a diestra y siniestra, dándose puñetazos que no acababan de llegar a su destino para dirigirse a otro, y finalmente rodar, de un lugar a otro. Hasta que desaparecieron detrás del semicírculo de encimeras que formaban el mostrador.
La cabeza de Carmelo impactó con la puerta, que se abrió de par en par—y por un segundo temió que a su cráneo fuese a ocurrirle lo mismo. En aquel pequeño cuarto, una débil luz brillaba cansada. La lucha se detuvo por un instante en que ambos entornaron los ojos para espiar dentro—algo se había movido. Gino los abrió como platos cuando lo vio; su amigo no pudo reaccionar hasta que lo tuvo justo frente a él. El polvo, que se había colado en el cuartucho a través de una claraboya rota, se levantaba, y un repicar suave—tap, tap, tap— crecía en intensidad y cercanía. TAP TAP TA…
Carmelo sólo pudo proferir un grito de terror crudo cuando un ratón saltó de la oscuridad a su rostro para continuar su huida entre los campos de trigo. Alejó a Gino de un empujón espasmódico y comenzó a abofetearse la cara, demasiado desesperado como para limpiarse debidamente la cara.
—Maricón —sentenció  su amigo con una sonrisa, negando con la cabeza. —Allez, hop! —murmuró al incorporarse de un salto, y le extendió una mano para ayudarlo a ponerse en pie. —Nos hacía falta una buena bronca, ¿no?
—Así parece —masculló Carmelo, aceptando la ayuda con amargura. —¿Investigamos?
—¿Quién juega al detective ahora? —replicó, adelantándose—. Esto se siente como una película. Hasta tenemos el efecto dramático de que mi celular esté muerto.
—Callate —ordenó Carmelo, entrando también en la habitación y haciendo vicera con su mano para que no le entrara polvo en los ojos—, y buscá el teléfono.
—Espero que ese ratón no haya mordisqueado los cables. En ese caso, estaríamos…
Rata.
—No es exactamente lo que tenía en mente —comentó Gino entre risas mientras movía a tientas sus manos en la pared. —Bueno, personalmente, nunca estuve rata.
—Esa… cosa que salió de acá, no era un ratón sino una rata —explicó con una severidad a través de la cual se le entrevía algo de divertido. —Una rata es más…
¡Presto! —exclamó con júbilo Gino. —Encontré el teléfono. Ahora recemos porque funcione. Tiene tono —advirtió al descolgarlo. Los dedos le temblaban tanto que tuvo que marcar tres veces hasta poner bien el número. Cruzó los dedos para que no diera ocupado.
—¿Hola? —respondió una mujer al otro lado de la línea. La voz sonaba ronca e irritada, pero vivaz. —¿Hay alguien ahí?
—Sí, soy yo, Gino —le gritó al tubo. La voz le llegaba lejana y la recepción era muy débil. —¿Me escuchás, tía? Estoy atrapado en una tormenta, en una estación de servicio cerca del —se detuvo un segundo para pensar dónde estaba, y taparse el otro oído para escuchar mejor— kilómetro doscientos sesenta y ocho, aproximadamente. ¿Tía?
No hubo respuesta, pero tampoco habían colgado.
—Mire —sonó difusa la voz de su tía Emma—, tengo mucho qué hacer: trabajo y gente que atender, ¿vio? O habla más fuerte o le corto, que no estoy para perder el tiempo. Mi sobrino va a llegar en cualquier momento, y voy a tener que ocuparme de él también. Ya tengo suficiente sin tener que contarlo a usted. Así que haga el favor, a mí, al mundo y a usted mismo, quienquiera que sea, y púdrase. Muchas gracias.
Le cortó, dejándole atragantado su “Soy tu sobrino”. De todas maneras, se dijo, no lo habría escuchado aunque se hubiera callado, y él hubiera gritado hasta que su garganta llorara. Tragó saliva y notó que estaba transpirando de los nervios. ¿Qué hacer? La desesperación se le evidenciaba en la mirada, y Carmelo la vio, junto con el nudo en la garganta que se torcía y se enredaba más. Por un instante, todo el terror, el miedo y la desesperanza hicieron un agujero en sus ojos; a través de ese agujero, se podía ver su alma. La puerta se cerró con un gesto del viento y el contacto visual se cortó con la creciente oscuridad.
—¿Te molestaría quedarte en mi casa hasta que pase la tormenta? —escuchó de la voz de su amigo en las tinieblas, firme y segura, como las que se oyen reconfortar a alguien que pena. —Estoy seguro de que mi viejo puede traer la camioneta hasta acá y llevarnos al pueblo.
—¿El pueblo? —respondió Gino, tragando con firmeza, intentando deshacer su nudo.
—Sí, está a unos kilómetros de acá. A unos cinco de la granja de tu tía, calculo. O podemos dejarte ahí directamente, no creo que haya problemas.
—No, gracias. No quiero molestar a mi tía más de lo necesario.
El hilo de voz se iba perdiendo, y Carmelo no alcanzó a oír el final de la frase. Gino se hizo a un lado y su amigo, con una mueca de compasión y gravedad oculta en la penumbra, comenzó a marcar.

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