Nothing to say and nothing to hear
And nothing to hear.
Each sensation makes a note
In my simphony.
La temperatura
aún estaba baja. De hecho, lo había estado desde la mañana ya lejana en que
Gino se había subido al colectivo y pagado los $2.50—¡un boleto!—, pero eso estaba por cambiar. Los bolsos se
intercambiaban entre hombros y manos invariablemente; el sol, antes atrapado en
la frescura de la mañana, se abría paso entre los vientos fríos y hacia su piel
como pequeñas puñaladas de calor; los pies ardían en sus cárceles de cuero, y
las piernas se quejaban en dolores y espasmos musculares que se intensificaban
con sutil violencia a cada kilómetro; los pechos comenzaban a arder tras las
camperas de polar y los suéteres de lana, pegándose con una fina capa de sudor
helado a remeras que lastimaban, y sin embargo, las gélidas brisas de aquella
mañana de invierno cortaban su piel con singular fiereza; el cansancio se iba
apoderando lentamente de ellos, trepando por su cuerpo como un cáncer:
extendiéndose silenciosamente en su marcha autómata.
—¿Pensás hablar?
Decir algo, o algo, digo —suspiró Carmelo tras los primeros veinte minutos, un
kilómetro de sumo, imperturbable silencio.
Las llamas que les
habían quitado el habla, la respiración y parte de la razón se encontraban ya
muy atrás, y sin embargo ninguno de los dos podía sacárselas de la cabeza; en
parte porque el abrigo que tenían era un chiste frente al aire helado de las nueve
de la mañana; en parte porque aún había un rezago de temor en sus mentes—uno
que no podían acabar de identificar, de dilucidar con seguridad (como un gusano resbaladizo y escurridizo).
Claro que entonces las llamas estaban
muy lejos de ser la razón del silencio de Gino.
—No —replicó
secamente, apurando el paso mientras se pasaba el bolso del brazo izquierdo al
derecho con una mueca de dolor. El frío lo había entumecido un poco, pero aún
ardía en punzadas de dolor crudo. Era casi manejable, pero aún tenía que luchar
por mantener firme su voz.
—¿Y eso por qué?
—estaba levantando la ceja, Gino lo sabía perfectamente, aunque su vista
estuviese fija más allá del horizonte: en la tan lejana granja de su tía Emma.
—Porque mi día
iba simplemente perfecto hasta que un idiota me despertó a codazos, me puso su
mochila en la cara, y me corrió la cortina cuando yo sólo quería dormir
plácidamente. ¿Te suena a alguien conocido?
El tono era tan
ácido que, en el dudoso caso de que Carmelo fuese el tipo de persona sensible a
las críticas e insultos, podría haberse sentido ofendido. Su respuesta fue una
risa tan burlona que pudo haber pasado por histérica. Duró cosa de un minuto,
hasta que, por su propio bien—las mejillas y el vientre le iban a explotar de
tanto reír—, se calmó, o al menos lo intentó.
—Sí, al tipo que
te despertó de tu estado comatoso enfrente de un piquete —consiguió articular
entre accesos de risa.
—¿Es pariente del
que casi me saca un brazo?
Estalló en
carcajadas, sujetándose la inexistente barriga y soltando las más fuertes
risotadas que Gino había oído jamás. Estaba desternillándose de risa,
literalmente. Su boca se abría y cerraba, convulsa. Sus fuerzas cediendo, calló
de rodillas, impactando en los fragmentos de grava que nutren las banquinas a
los lados de la ruta. Ni él mismo pudo contenerse. Apretó los labios con
firmeza, pero no hacían más que temblar, luchando por liberarse en carcajadas.
Acabó por ceder, y las risas resonaron, quebrando el silencio que parecía nacer
de entre los campos de trigo, por cosa de tres minutos consecutivos.
Cuando la
conmoción finalmente cesó, Gino ayudó a Carmelo a levantarse y se miraron por
un instante antes de retomar el paso—el gesto burlón había desaparecido, y su
expresión era simplemente desafiante, como la suya.
—Dudo mucho que
vayamos a llegar ni cerca del kilómetro 264 antes del mediodía —dijo Gino en
voz alta, aunque para sí, mientras con el brazo libre intentaba inútilmente
encender el móvil. No había manera. —La tía Emma se va a enojar… con lo cual
mis viejos se van a enojar.
—No
necesariamente —había cierta duda, no en su tono sino en su rostro, como si se
estuviese debatiendo una decisión comprometida, en aquella afirmación. La
expresión desapareció en un instante. —Podemos hacer una parada en una estación
de servicio, y le avisas a tu tía que no vas a llegar a horario.
No es mala idea, pensó Gino para sus adentros, y entonces se percató de que no tenía la
más mínima idea de a dónde se dirigía aquel sujeto que caminaba con calma, sin
apuro, como si su situación fuese la más normal de todas. Se preguntó de dónde
venía aquel aire resuelto, como si nada pudiese sorprenderlo—como si nada se
escapase a su certero conocimiento; se preguntó con quién venía andando hacía
ya un kilómetro.
Si bien no hubo
una charla muy fluida durante el resto del trayecto, todo fue bien—al menos por
otro kilómetro.
Hasta que uno de
los dos gritó.
Me encanta, me encanta!
ResponderEliminarMierda! Había necesidad de cortarlo ahí ? xp Lo amé .)
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