lunes, 9 de enero de 2012

The Amazing Journey, Pt. 1

Nothing to say and nothing to hear
And nothing to hear.
Each sensation makes a note
In my simphony.

La temperatura aún estaba baja. De hecho, lo había estado desde la mañana ya lejana en que Gino se había subido al colectivo y pagado los $2.50—¡un boleto!—, pero eso estaba por cambiar. Los bolsos se intercambiaban entre hombros y manos invariablemente; el sol, antes atrapado en la frescura de la mañana, se abría paso entre los vientos fríos y hacia su piel como pequeñas puñaladas de calor; los pies ardían en sus cárceles de cuero, y las piernas se quejaban en dolores y espasmos musculares que se intensificaban con sutil violencia a cada kilómetro; los pechos comenzaban a arder tras las camperas de polar y los suéteres de lana, pegándose con una fina capa de sudor helado a remeras que lastimaban, y sin embargo, las gélidas brisas de aquella mañana de invierno cortaban su piel con singular fiereza; el cansancio se iba apoderando lentamente de ellos, trepando por su cuerpo como un cáncer: extendiéndose silenciosamente en su marcha autómata.
—¿Pensás hablar? Decir algo, o algo, digo —suspiró Carmelo tras los primeros veinte minutos, un kilómetro de sumo, imperturbable silencio.
Las llamas que les habían quitado el habla, la respiración y parte de la razón se encontraban ya muy atrás, y sin embargo ninguno de los dos podía sacárselas de la cabeza; en parte porque el abrigo que tenían era un chiste frente al aire helado de las nueve de la mañana; en parte porque aún había un rezago de temor en sus mentes—uno que no podían acabar de identificar, de dilucidar con seguridad (como un gusano resbaladizo y escurridizo).  Claro que entonces las llamas estaban muy lejos de ser la razón del silencio de Gino.
—No —replicó secamente, apurando el paso mientras se pasaba el bolso del brazo izquierdo al derecho con una mueca de dolor. El frío lo había entumecido un poco, pero aún ardía en punzadas de dolor crudo. Era casi manejable, pero aún tenía que luchar por mantener firme su voz.
—¿Y eso por qué? —estaba levantando la ceja, Gino lo sabía perfectamente, aunque su vista estuviese fija más allá del horizonte: en la tan lejana granja de su tía Emma.
—Porque mi día iba simplemente perfecto hasta que un idiota me despertó a codazos, me puso su mochila en la cara, y me corrió la cortina cuando yo sólo quería dormir plácidamente. ¿Te suena a alguien conocido?
El tono era tan ácido que, en el dudoso caso de que Carmelo fuese el tipo de persona sensible a las críticas e insultos, podría haberse sentido ofendido. Su respuesta fue una risa tan burlona que pudo haber pasado por histérica. Duró cosa de un minuto, hasta que, por su propio bien—las mejillas y el vientre le iban a explotar de tanto reír—, se calmó, o al menos lo intentó.
—Sí, al tipo que te despertó de tu estado comatoso enfrente de un piquete —consiguió articular entre accesos de risa.
—¿Es pariente del que casi me saca un brazo?
Estalló en carcajadas, sujetándose la inexistente barriga y soltando las más fuertes risotadas que Gino había oído jamás. Estaba desternillándose de risa, literalmente. Su boca se abría y cerraba, convulsa. Sus fuerzas cediendo, calló de rodillas, impactando en los fragmentos de grava que nutren las banquinas a los lados de la ruta. Ni él mismo pudo contenerse. Apretó los labios con firmeza, pero no hacían más que temblar, luchando por liberarse en carcajadas. Acabó por ceder, y las risas resonaron, quebrando el silencio que parecía nacer de entre los campos de trigo, por cosa de tres minutos consecutivos.
Cuando la conmoción finalmente cesó, Gino ayudó a Carmelo a levantarse y se miraron por un instante antes de retomar el paso—el gesto burlón había desaparecido, y su expresión era simplemente desafiante, como la suya.
—Dudo mucho que vayamos a llegar ni cerca del kilómetro 264 antes del mediodía —dijo Gino en voz alta, aunque para sí, mientras con el brazo libre intentaba inútilmente encender el móvil. No había manera. —La tía Emma se va a enojar… con lo cual mis viejos se van a enojar.
—No necesariamente —había cierta duda, no en su tono sino en su rostro, como si se estuviese debatiendo una decisión comprometida, en aquella afirmación. La expresión desapareció en un instante. —Podemos hacer una parada en una estación de servicio, y le avisas a tu tía que no vas a llegar a horario.
No es mala idea, pensó Gino para sus adentros, y entonces se percató de que no tenía la más mínima idea de a dónde se dirigía aquel sujeto que caminaba con calma, sin apuro, como si su situación fuese la más normal de todas. Se preguntó de dónde venía aquel aire resuelto, como si nada pudiese sorprenderlo—como si nada se escapase a su certero conocimiento; se preguntó con quién venía andando hacía ya un kilómetro.
Si bien no hubo una charla muy fluida durante el resto del trayecto, todo fue bien—al menos por otro kilómetro.
Hasta que uno de los dos gritó.

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