No podían ser más de las 9 y veinte, se
repetía Carmelo, pero se sentía como si hubiesen estado caminando por horas y
horas. El paisaje se repetía indefinidamente, como en los dibujos animados que
veía en casa de sus amigos—no tuvo uno propio hasta que le llegó aquella edad
en que su orgullo, y el hecho de no tener cable, no le permitían ver más que el
informativo y Los Simpsons—; empezando, terminando, volviendo a empezar, un
lienzo perfecto, que giraba y giraba entre rodillos, pasando a su lado una y
otra, y otra vez. Sólo campos, hectáreas y hectáreas de “lo que sea que fuere aquel cultivo” que se extendían más allá del
horizonte, más allá de donde la vista se perdía entre pastos especiales y
plantas que oscilaban en las brisas, saludando gentilmente al aire y al sol,
suplicando por algo de calor y buenos augurios.
—Tengo hambre —comentó, medio a aquellos
crueles sol y aire, medio para sí. Se acarició la rodilla izquierda con una
mueca de dolor. Se había clavado una piedrita al desternillarse de risa, diez
minutos antes, y todavía le dolía un poco. —Vendría bien una milanesa de soja
—añadió, con un tono de resentimiento hacia los campos que se extendían hasta
el infinito de su mundo.
—Difícil —replicó amargamente Gino, sus
únicas palabras desde que habían retomado la marcha. En un acto reflejo a
aquella actitud burlona, divertida de Carmelo, había mantenido una posición
defensiva que ya rozaba la agresividad. Ni él mismo entendía el porqué, pero
sentía algo extraño en aquel sujeto—, considerando que no vas a encontrar más
que trigo a tu alrededor. Pero no te preocupés, tenés tantas posibilidades de
conseguir pan como una milanesa.
—¿Qué? —inquirió Carmelo, perplejo.
—La soja se cosecha mucho antes de julio
—explicó Gino, en un tono que, si bien sonaba condescendiente, no dejaba de ser
más que el que toma cualquiera cuando está feliz de explicar algo de lo cual
tiene, al menos, un poco de conocimiento—. No hay posibilidades de que nada en
todo este mar de hojas sea soja. Es la época del trigo —sentenció con una mueca
de disgusto.
Y como en respuesta, los trigales se
sacudieron. Primero, lenta e imperceptiblemente, como un fiera agazapada se
desliza hacia su presa. Sin notarlo, avanzaron por la banquina rodeando a un
mar embravecido en tormenta. El cabello de Gino, pegado a su frente por el
sudor, ni se inmutó; su chaleco de inverno le escudaba el pecho de cualquier
ráfaga; la remera de algodón era casi impermeable al frío; su piel, cubierta
bajo, al menos, cuatro gruesas prendas, se había vuelto insensible. Si bien la
ropa de Carmelo ejercía un efecto similar —cubriéndolo y protegiéndolo de todo
excepto del sudor frío que le pegaba la remera a la espalda—, sus cabellos vagaban
libres, peleándose y enredándose. Cuando empezaron a sacudirse más de lo que la
brisa y el paso deberían, lo notó; fue demasiado tarde.
Un vendaval azotó la ruta y, por un breve
instante, la mente de Carmelo se apagó. Volvió a las llamas, y se preguntó si
también estarían tambaleándose; si estarían cayendo, como titanes derrotados;
dónde caerían y los estragos que causarían; lenguas de fuego revolviéndose,
convulsas. Y con un sacudir de su cabeza, volvió a su realidad; volvió al vendaval.
El cielo repentinamente se oscurecía a su
alrededor, amenazando tormenta; nubes grises ennegreciéndose, dando paso a
espesas mortajas—que no pudo evitar se le hicieran mortuorias— que daban la
impresión de ceñirse sobre ellos. El día era noche, y se le escapó un
pensamiento perdido de la cortina en el colectivo.
Carmelo no gritó: sabía que era inútil; el
sonido se perdería incluso antes de salir de su boca. Le golpeó el hombro
correspondiente al brazo dolido y, mientras señalaba a una edificación
lejana—casi más allá de un distante, oscuro horizonte—, moduló un “¡Corré!”. Casi no fue necesario: entre
hojas caídas y tierra de la banquina, ambos parecían casi volar en aquel viento
salvaje. La brisa indómita los impulsaba a tal velocidad que a duras penas
podían mantenerse de pie. Se descubrieron trotando con ligereza y, al segundo
siguiente, picando casi sin pisar el suelo.
La naturaleza bramaba a su alrededor y
Gino oyó un rumor entre los campos de trigo; Carmelo lo sintió casi como una
risa gutural. Sentían al horizonte acercarse y alejarse, como si estuviese
burlándose de ellos. En alguna indescriptible fracción de tiempo, alcanzaron a
ver con mayor claridad el edificio señalado, pero no lo suficiente para
distinguir de qué se trataba su pronto a ser refugio; el aire se revolvía a su
alrededor y nublaba la vista. Escudándose los ojos del polvo, avanzaron a gran
velocidad. El paisaje era tan llano, tan plano y monótono, que su destino
podría, muy fácilmente, haberse encontrado a más de medio kilómetro de distancia;
sus piernas agotadas los llevaron en menos de tres minutos que se sintieron
como cinco segundos atravesados de repetidos amagues de caídas—hasta que
finalmente Gino se tropezó, a metros del misterioso edificio. Rodó libre y
ligero como una pluma, y fue el turno de Carmelo de devolver el favor: de
alguna manera se había hecho de un poste, al cual se abrazaba con un brazo, y
con el otro evitaba que su ¿amigo,
compañero de asiento? se deslizase más lejos.
Con un doloroso entornar de los ojos, se
le reveló que aquel poste pertenecía a un tanque de carga de nafta. En un mismo
pensamiento desarticulado, se dijo a sí mismo que ¡estamos en una estación de servicio! y se preguntó ¿dónde carajos está la puerta?,
ignorando por el momento el desvencijado aspecto del lugar. Una vez localizada
una entrada al edificio—los restos de un portal doble de cristal—, y tras una
sufrida flexión del brazo que anclaba a Gino, se guarecieron dentro. Entonces
Carmelo gritó, y un ratón huyó despavorido—a través de uno de los numerosos
agujeros en los vidrios—hacia los campos de trigo.
Seré repetitiva pero: me encanta, me encanta!
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