Mirando al techo
como estuvo entonces, pudo ver una mancha de humedad con la forma de alguna
clase de monstruo escamado. Era la cabeza de un reptil deforme (o de un humano gravemente quemado) cuyo
cuello se perdía en el panel siguiente, como si saliera desde dentro del
espacio entre el cielo raso y el techo a dos aguas más arriba. Lo vigiló hasta
que se le cansaron los ojos y se vio obligado a cerrarlos, alcanzando a
dormirse unas dos horas después de haberlo descubierto—alrededor de las cuatro
o cinco de la mañana.
En el fugaz espacio
de sueño, tanto del que descansa mal como el que disfruta una buena estancia
inconsciente en su cama, el tiempo se dobla sobre sí y lo que bien pueden ser
seis horas se hacen tres—que se sienten como hora y media y nos representan
menos de cuarenta y cinco minutos. Gino sintió haber dormido poco más de u{-n
segundo cuando un portazo lo despertó. Al instante supo que eran las cinco y
media—y que su tía había salido a su paseo matutino. En su estupor, la pregunta
de si la mujer había regado su jardín privado antes de irse se nubló y no fue
más que un pensamiento perdido, no leído. Pronto su mente completa volvió a
entumecerse y podría decirse que durmió hasta las seis y media, cuando se
levantó con un grito ahogado de una pesadilla que consideró sensato no intentar
recordar. Se tapó entero (las piernas
afuera no afuera no tampoco) con las sábanas y apretó los párpados con
firmeza durante casi media hora.
Un exprimido de
naranja más tarde, se preguntó a dónde se dirigía la
Tía a esas horas de la mañana. Era algo que nunca antes se le
había cruzado por la cabeza, que jamás le había importado de verdad—como
tampoco le había interesado el lugar de impresión de los volúmenes de Los
Miserables. Ahora veía tan clara la pregunta como la respuesta: Franco Víctor.
¿Dónde sino? La estación destelló por
un momento en su mente, pero la descartó al instante para volver al lugar que
ocupaba su mente. ¿Qué podía haber en el pueblito para que le hubiese ocultado
su existencia durante tantos años?
Acabó de meditar
con una taza de leche chocolatada helada y dos tostadas con manteca, cerca de
las ocho. Tenía que preguntarle. Decidió que, inevitablemente, tenía que tratar el tema. Bien podía
hacerlo actuando como quien no quiere la cosa, se dijo mientras untaba la
segunda tostada—después de todo, no sería extraño que quisiera saber sobre un
lugar del que en su vida había oído hablar y había descubierto repentinamente. Poco antes del último sorbo de chocolatada, se
le ocurrió preguntarle a su padre si sabía algo sobre Franco Víctor, pero
aquello acabaría en explicaciones que no tenía ganas de dar. Se contentó con
desayunar en paz.
Había encendido el
televisor tan pronto había entrado a la cocina. Sin embargo, aquel aparato sólo
cumplía un rol decorativo. Si tenía cable era porque la Tía se había colgado de los
Pérez hacía años, cuando él aún necesitaba
mirar los dibujitos. Se percató realmente de que estaba encendido cuando, entre
tandas publicitarias, se anunció que a las diez darían la ópera La Bohème,
de Puccini. Tras decidir que la vería—siempre había tenido la curiosidad de
escuchar una ópera completa—, golpearon la puerta.
Para entonces ya
podía abrir los ojos con normalidad, pero su vista aún estaba demasiado frágil como
para afrontar la brillante luz de la mañana. Tuvo que cubrirse los ojos cuando
pasó al vestíbulo y se vio obligado a parpadear ante la fresca visión de
Valentina al otro lado de la puerta y el mosquitero. La muchacha tenía dos
joggings y un par de calentadores; lo que sea que tuviera de la cintura hacia
arriba estaba cubierto por una cazadora de cuero—y en un alejado rincón de su
mente, con una voz que se le hizo familiar, se preguntó si hacía falta algo
debajo. Se sacudió el pensamiento (perverso)
con la cabeza y se apresuró a abrir. Sólo cuando el invierno se precipitó
dentro se percató de que sólo tenía encima una remera vieja de mangas largas y
un jogging agujereado—y cómo sintió los agujeros, atacados por el aire helado.
La muchacha sonrió y entró.
—¿Estás preparado?
—preguntó mientras se metía las manos en los bolsillos de la cazadora.
—¿Para qué? —inquirió
a su vez Gino, perplejo.
Valentina ladeó la cabeza y
extendió aún más su sonrisa.
—Para nuestro matiné, tontito —rió finalmente.
El chico se la quedó mirando
por un momento, arqueando inconscientemente la ceja. Podría decirse que estaba
mirando a la muchacha, pero sería más acertado decir que estaba buscando a una
niña. Cuando la encontró, su mente hizo un clic. Perdido en el lago de iris
gris de Vale, se halló con nueve años de edad y comprendió.
—El paseo —concluyó Gino y su
amiga asintió.
—Así que ponete algo más
decente y calentito mientras yo le saqueo la heladera a tu tía.
Ambos sonrieron y se
encaminaron a la cocina.
Cuando la caminata hubo
concluido y se encontró a la mesa para el almuerzo, se sorprendió de que el
frío y el largo trecho que habían recorrido no le hubiera recordado al día
anterior. Claro que una vez salió de su recámara, emponchado bajo una remera de
lana, un suéter grueso, campera, bufanda y otro jogging sobre el que ya tenía,
lo último en que pensaba eran las peripecias del día anterior. Lo agradeció.
A las ocho y media ya habían
perdido de vista el molino y cualquier otra edificación en la propiedad. Tras
el conglomerado de galpones se abría un angosto camino de tierra, invadido por
la maleza y apenas marcado por ruedas o pisadas. Él no había puesto un pie en
aquella roída carretera en casi seis años y algo le dijo que muy dudosamente
ella se habría aventurado tampoco en ese tiempo. Habían hecho un acuerdo tácito
al salir por la puerta, cada uno con una botella de agua en mano: el recorrido.
Sus pies siguieron el rastro de los tractores guardados y siguieron más allá.
Al principio, el avance fue
lento y trabajoso, teniendo que apartar ramas u hojas que se les abalanzaban,
por lo que la primera parte del trayecto se dio en un relativo silencio cortado
a intervalos de palabras y frases cortas.
—Pensaba ver La Bohème
antes de que te me aparecieras en la puerta —comentó Gino cuando el avance se
hizo más maquinal.
—Perdiste un poco de tu
espíritu de aventura, me parece —rió su amiga mientras se apartaba una rama de
la cara. —¿Qué pasó con el chico que se entretenía con ramas y peleaba conmigo
como si fuésemos caballeros medievales? Está bien que Emma nos crió cultos e
hizo de nosotros unos literatos que recitan las líneas de Víctor Hugo como si
fuesen la voluntad del Señor, pero jamás, jamás,
nos sentamos a escuchar gente gritar.
—Ese chico creció —replicó en
un tono amargo. —Aunque era sólo curiosidad. ¿Alguna vez escuchaste una ópera?
—Valentina negó con la cabeza, medio abstraída en quitarse hojas de la maraña
que tenía en la cabeza y atajarse de las que vinieran al frente. —Yo tampoco. A
veces pica la curiosidad y hay que rascarla. Pero por más que uno se siente a
crecer, hay cosas que no se dejan olvidadas —Gino, que había estado tanteando
las ramas que quitaba del medio, finalmente encontró una suficientemente seca y
firme. Sonrió y la arrancó cuidadosa y silenciosamente. —Afortunadamente, el
espíritu de aventura no es de esas —alzó la rama y arremetió contra el hombro
de la cazadora.
Valentina no gritó: chilló.
Menos de un instante más tarde, la chica tenía otra rama en su mano y así
comenzó una lucha entre risas que, lejos de agotarlos, reavivó sus fuerzas y se
comió gran parte del trecho.
La pelea concluyó cuando Gino
quedó arrinconado contra una cerca que sobrepasaba por poco su cintura. Su
contrincante hubiese dado su coup de
grâce si no se hubiera sorprendido tanto como él ante el final del camino.
La muchacha arrojó la rama al suelo y se colocó junto a su amigo para
inspeccionar la rudimentaria construcción de madera. Hasta entonces la pelea
había sido más fluida por la vegetación más ligera en aquel tramo, pero más
allá se extendía una zona aún más inhóspita que la que daba comienzo a la
carretera que habían tomado.
—¿Por qué pusieron esto acá?
—no era una pregunta hacia Gino, sino más bien una que se había hecho a ella
misma en voz alta.
Palpó el obstáculo. La pintura
blanca que cubría la valla no estaba fresca, pero tampoco daba la impresión de
haber estado allí mucho tiempo.
—¿Habíamos llegado tan lejos
antes? —esta vez sí se trataba de una pregunta directa, a la cual su amigo no
encontró más respuesta que encogerse de hombros.
—Difícil saberlo, no venimos
por acá desde hace… ¿cinco años? O más. ¿Qué hacemos?
La cerca se perdía entre la
maleza y no podían saber hasta dónde se extendía. Gino se preguntó a quien
podía pertenecer aquel terreno baldío—y ya puestos, ¿era baldío?
—Depende —murmuró Valentina,
aunque su voz sonaba más clara y decidida de lo habitual. —¿Estás seguro de que
todavía te queda espíritu de aventura?
Con un movimiento acrobático,
colocando las manos sobre el borde de la valla, se impulsó y dio una voltereta
hacia el otro lado. Sus piernas volaron por un momento, otorgando una visual
que su amigo no pudo más que mirar con atención.
—Estás loca —comentó,
impresionado—, pero yo también.
La imitó.
"A veces pica la curiosidad y hay que rascarla." Cuánta genialidad, Testi!
ResponderEliminar"—Estás loca —comentó, impresionado—, pero yo también." ¿Acaso no lo estamos todos? Genial, Itset, Genial !
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