Su tía no acudió a ver cómo
estaba; no tenía porqué hacerlo, jamás lo había hecho. Era de la clase de
persona que simplemente se encoge de hombros cuando uno llora, el tipo de mujer
de quien jamás se esperan palabras de aliento ni mucho menos de preocupación.
Lo más cercano a una ayuda en tiempos de enfermedad que Gino había conseguido
había sido que le tirase por la cabeza una tableta de aspirinas; sin embargo,
cuando estaba resfriado, le dejaba un paquete de pañuelos descartables sobre la
mesita de luz. Jamás podía agradecer estas curiosas formas de casi maternal
cariño: ella jamás reconocía haberlas realizado.
Fuera de esto, era una dama
bastante sensata en cuanto a sus hábitos humanitarios: nunca reponía el papel
higiénico cuando se acababa ni le ponía a otro su bebida en la heladera, pero
siempre aportaba consejo cuando se lo pedía—y cuando no, también. Había perdido
la cuenta de la cantidad de veces que lo había sermoneado sobre la gravedad de
ciertas acciones antes de que incluso se le ocurrieran. Su tono ligero y
despreocupado—a veces simplemente desfachatado—, se volvía de repente solemne y
profundo. Era una Señora hablando y se la escuchaba con atención; si la
seriedad con la que movía las palabras no garantizaba ser escuchada, su tía
empleaba los ojos: fríos, sabios y penetrantes. Cuando la lección acababa, uno
se sentía más adulto, más igual. Si
bien era la familiar más divertida y curiosa que tenía, aquella mujer se garantizaba
ser la más respetable. Sus padres se hacían con legitimidad, claro, pero sólo
por el hecho de ser sus progenitores y dueños del techo sobre su cabeza; la Tía
se ganaba el alma de un niño con su voz chillona y comentarios chistosos, la de
un adolescente con sus silencios cautos y su aguda frialdad, y la de un adulto
con su manejo y aparente prosperidad. Uno no podía evitar confiar en ella y,
aunque en la más sutil de las maneras, quererla.
La voluminosa mujer le arrojó una
toalla cuando, harto, dio por finalizada la infructuosa sesión de limpieza de
sus dientes. Apenas pudo ver nada, pues el algodón blanco lo cegó por unos
segundos y luego, cubierta su cabeza y su visión, oyó los pasos de los zuecos contra
el mármol del recibidor. El chirrido de la puerta anunció que había vuelto a la
filmación. Los gritos mezclados en inglés y español lo confirmaron. Se quitó la
toalla y se quedó mirando su reflejo en el espejo ovalado por unos momentos. Se
dijo que no era feo—al menos no tanto, dada cierta iluminación y desde
determinados ángulos. Su cabello castaño chamuscado en negro se estaba
revolucionando: creyó ver que se ondulaba en las puntas. Se le habían formado
ojeras rodeando una nariz pequeña y puntiaguda. Pecas y acné se confundían en
sus cachetes—no eran muchos (un poco
menos de chocolate y tal vez ya no los vea), o al menos no le parecieron
con la luz del foco sumada a la del mediodía. El color de sus ojos era
decididamente común: marrones tirando a ámbar—sólo que no tiraban con demasiado
empeño. No pudo evitar alejarse un poco del lavatorio y mirarse la panza. No
estaba allí, o al menos no en las proporciones en las que había estado el
verano. Desde que había tomado la determinación de tomar clases de natación,
las curvas de su cuerpo se habían (paulatinamente)
suavizado (pero no, la cadera no, sigue
ahí). Había mantenido los hábitos; continuaba vistiéndose con ropa holgada,
pero ya no (no mucho) necesitaba
sentirse seguro detrás de ella. Se dijo que era la fuerza de costumbre, y la
falta de iniciativa para comprar ropa nueva. Le sonrió al espejo y dejó lucir
una dentadura perfecta, quizá su único orgullo. Todo diente estaba
perfectamente alineado y su expresión era simplemente encantadora. Podía no
creer los halagos de su tía en cuanto a su canto, los acertados comentarios respecto
a su baja de peso, las observaciones lascivas hacia el color de sus irises,
pero había algo en lo que confiaba ciegamente: su sonrisa. No obstante, nunca venía
mal que un espejo se lo recordara.
Descorrió las cortinas de la
ducha y se paró sobre el pequeño escalón que evitaba que el agua inundara el
baño. Más allá del tragaluz, el equipo volvía a poner a punto las cámaras.
Valentina no estaba con ellos, y cuando lo notó sintió un leve estremecimiento.
Se preguntó si aquello no estaría directamente ligado al hecho de que estaba
haciéndose a la idea de que posiblemente
estuviera enamorado de ella. ¿O sólo le gustaba? ¿O había algo más en el punto, algo que no alcanzaba a
comprender? Se dio cuenta de que estaba frunciendo el ceño y se alejó del
tragaluz. Suspiró y volvió los pensamientos a aquella mañana, en una breve y
dolorosa recapitulación. Casi sintió el aire helado nuevamente y entonces notó
que fuera el clima estaba (suave) templado.
Un escalofrío le recorrió la espalda y la mente con la imagen de aquellos
grandes y desorbitados ojos saltando de un rostro casi… ¿marmolado? Rió ante la palabra que se le conjuraba ante aquellas
manchas de piel. Lo más divertido era lo acertada que se le hizo. En el
pensamiento se le resbaló otro: que las manchas claras eran casi grises,
opacas—el total opuesto a la porquería fluorescente que su tía guardaba en su
jardín y la estación en su heladera. Luego recordó a Carmelo, y cómo había
pensado en llamarlo e informarle sobre su hallazgo. Se sacudió la imagen de la
cabeza a mitad del pasillo, y se quedó mirando la puerta de su pieza. Siempre
la había supuesto de roble, sin preguntarse porqué. Frente a la suya, la
entrada al vivero resplandecía al sol que se colaba entre los paneles. Era un
gran cristal que chocaba con el resto de la habitación. El alfombrado se
recortaba en el umbral de aquel jardín privado, casi como si quisiera alejarse
del lugar.
—Y con razón —pensó en voz alta.
En un primer momento, reprimió el
impuso de entrar, de asegurarse de que sí, que efectivamente estaba allí: de
que la misma cosa que había aparecido
en una estación abandonada y patas arriba, escondida en el fondo de un
congelador repleto de helados perfectamente apilados, estaba en un rincón del
vivero de su tía. Entonces recordó una canción que había aprendido a fuerza de canturreos
de la dueña de casa.
La
vida es sólo un bol de cerezas,
No
te lo tomes a serio,
Es
todo un gran misterio.
Abrió la puerta vidriada y
dirigió la mirada a un lugar que conocía bien. Sus ojos no dudaron, sabían
adónde ir. No contuvo una mueca, tampoco sonrió. Algo le bajó por la garganta,
sin gusto y pesado (el alma a los pies).
Seguía ahí (¿por qué me sorprendió?).
Brillante, casi dorada, de un color indecible e indescriptible. La luz del sol
le confería un aspecto tétrico, misterioso y amenazante. No metió más que la
cabeza para espiar. El resto de su cuerpo seguía en el pasillo. Observó aquella
cosa por un momento, y la fugaz idea de que posiblemente aquello fuese normal se desvaneció tan rápido como
llegó. Un pensamiento viejo la empujaba: ¿el qué había puesto patas arriba la
estación?
Una corriente de decisión casi
eléctrica le atravesó el cuerpo en una ráfaga que le quitó la respiración: iba a averiguarlo. Su tía no iba a
hablarle de Franco Víctor, al menos no en ese momento ni tampoco en aquel fin
de semana. De lo que se enterara, sería por sí mismo. Mientras atravesaba el
pasillo e ingresaba en su habitación, se dijo que a duras penas había alcanzado
a comprender la situación. Claro que
entendía que había un hongo fosforescente persiguiéndolo, aseguró mientras
metía un paquete de papas, el móvil y una botella de agua en una mochila vieja
que parecía haber reposado eternamente junto a una cómoda. Le habían parecido
peculiares las circunstancias en que había hallado aquellas cosas, reflexionó
mientras rebuscaba en el placar frente a su cama por una riñonera. Lo que hasta
aquel momento no había asimilado, y su amigo sí, era que aquello era inquietante; había recibido unas dosis
de adrenalina ante la posibilidad de aventura, pero no se había detenido a pensar
que estaba en sus manos descubrir qué sucedía. Ambos debían hacerlo, y Carmelo se lo había tomado tan a pecho que se
había visto afectado—quizá pensando que se trataba de una tarea a realizar
solo. Sintió un hilo de vergüenza en la boca, oxidado y amargo como
sangre. No sólo no lo había apoyado, sino
que se le había reído en la cara. Ni siquiera había digerido su posición en el
asunto en cuanto vio las plantaciones secretas enterradas en un rincón oscuro
del vivero privado de su tía. Al reverso de un libro había visto el nombre de
un pueblo que había permanecido secreto durante dieciséis años, y nada (Mira vos, lo imprimieron en el mismo lugar
donde almorcé esta tarde, ¡qué bien!).
Recogió del estudio los discos de
Ethel Merman que había separado y colocó uno en el Walkman que había guardado
en la riñonera gastada. Guardó el resto en la mochila y se puso los
auriculares. El misterio se resolvería, empezando por la primera escena del
crimen.
Salió al patio y nadie se dio la
vuelta para verlo. Emma estaba recostada contra el cerco, igual que como la
había encontrado el día anterior. Tan calma—tan serena—que no podía ser ella
misma. Se dirigió al galpón principal, el trastero del terreno. Al entrar,
tanteó con violencia la pared hasta encontrar el interruptor. Hubo miedo en
aquel momento, el tipo de miedo irracional a la oscuridad del que uno muy
difícilmente puede desligarse. Y claro, la historia personal de aquella
habitación. Pero ahora podía refugiarse en la tenue iluminación que el único foco
allí le daba. Localizó al instante la bicicleta de su tía y la sacó lo más
rápido posible. Durante un segundo se debatió apagar o no la luz. Finalmente lo
hizo, y cerró la puerta con la misma velocidad con la que correría hasta su
cama tras apagar la de su habitación. Un acceso de adrenalina lo recorrió, y se
subió a la vieja bicicleta antes de que se pasara. Estaba dura, tan oxidada
como él, y sin duda costarían las primeras pedaleadas. No miró atrás, nadie
podía estar viéndolo. Su tía trabajaba, los camarógrafos también. Muaka dormía
en algún lugar del campo, ajeno al mundo. Se olvidó de preguntarse qué estaría
haciendo Valentina y en dónde.
Annie Oakley les cantaba a los
muchachos Moonshine Lullabye desde la
garganta sagrada de Ethel Merman cuando Gino dirigió un último vistazo al
terreno antes de encarar el camino que llevaba a la ruta. A su derecha, los
terneros pastaban tras su cerca. Desvió los ojos hacia allí por un segundo y cruzó
la mirada con uno de ellos. Ojos vidriosos le devolvieron pesar—no estaba bien.
Ninguno de su rebaño estaba muy en forma, todos lucían demasiado flacuchos y
débiles. Pero ninguno como aquel. Las costillas no se le marcaban, sino que parecían
intentar escaparse de aquel capullo de piel vacío. Se veía tan consumido que le
hubiese resultado imposible mantenerse en pie. Había un dejo de tristeza que
lentamente se mezclaba con resignación: el ternero estaba aceptando el hecho de
que iba a morir. Iba a esperar a la muerte allí, solemne y calmo. Gino se dijo
que a aquel animal le hubiera gustado dar un resoplido final, unas últimas
palabras de congoja que constituyeran un insulto al universo por ser tan cruel.
Pero el animal no lo dio. Simplemente se quedó ahí, consumiéndose poco a poco,
muriendo con aberrante lentitud. La idea de que a su regreso aquel joven animal
(la juventud acabada, podría tener mi
edad) ya no estaría del lado de los vivos no se acalló ni con el torrente
de voz que le llegaba desde los auriculares.
No fue hasta la mitad de su
camino, con las piernas entumecidas de tanto pedalear, que La Primera Dama de
la Comedia Musical volvió a escucharse en sus oídos, y la imagen del ternero en
sus últimas horas fue borrada. Había hecho una pausa para tomar agua y cambiar
el disco por segunda vez. Todavía quedaba un largo trecho en aquellos dieciocho
kilómetros con Ethel Merman.
Faltaban unos segundos para que
retomara el paso en la bicicleta cuando escupió la totalidad del agua que tenía
en la boca. Durante un momento, no pensó, simplemente temió. Abrió los ojos
como platos y gritó—aulló con todo el terror con que puede aullar uno cuando se
ve en una situación ridículamente horrible y de la cual es aparentemente
imposible de escapar (es una pesadilla,
es una pesadilla): dio un alarido hueco.
Cuando hubo llegado a la
estación, poco menos de media hora más tarde, se dijo que no recordaba haber
sentido nunca tan profundo dolor en las piernas. Los músculos estaban tan
tensionados que no dejarían de dolerle en todo el día. Si había pedaleado como
entonces, la memoria hacía bien en ocultárselo. El dolor era punzante y
terrible, mas nulo comparado con la visión de aquellos neuróticos ojos
saltones, amarillentos e inyectados en sangre, observándolo de entre los
cultivos de trigo al costado de la ruta.
Su mundo—y su propia mente—se le
escapaban, se volvían locos.
A Ethel, por su parte, le parecía
que todo iba a ser rosas.
mañana voy a atormentarte con preguntas sabelo... jaja muy buen capitulo
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