lunes, 30 de enero de 2012

Häagen Dazs

Una de las heladeras tenía la puerta vidriada fuera de lugar, atascada entre dos carriles. Lagunas de aguas saborizadas y gaseosas ya sin gas se agitaban mientras se formaban pequeños islotes de tierra entre los edificios de cristales rotos. En otros estantes, yogurts echaban olor, su contenido descompuesto y su cubierta destruida. La energía había abandonado la estación hacía tiempo, y resultaba imposible decir si se trataba de días o semanas. Las botellas plásticas parecían indiferentes al frío que les helaba la sangre a través de sus numerosas capas de ropa; estaban tan tibias que bien podían servir de té.
—¿Te parece que el helado esté pasable? —preguntó Carmelo.
La llamada había finalizado hacía poco más de cinco minutos y el cuartucho estaba perdido en su soledad; sin adolescentes asustados ni ratas polvorientas. En una cruel burla del destino, cuando el clic del colgado resonó en la oscuridad, el polvo comenzó a medirse para entrar. En el salón principal de la estación, a través de los ventanales, ya se podía ver a la distancia; las hojas bailaban su allegro con sencillez, resueltas pero calmas. El vals enojado que se había danzado en la carretera se había dado por finalizado cuando la situación se hubo calmado. Los campos se extendían más allá de donde sus ojos llegaban a ver, incluso cubiertos por nubes de tierra que daban, ajenas al mundo, un glorioso encore. Gino casi se sintió culpable por haber accedido a la invitación, pero acabó por convencerse de que era mejor dejar a su tía con sus problemas. Si bien era típico de aquella vivaz mujer el dejarse llevar por los problemas, siempre podía atisbarse la seguridad de que lo controlaría. Era una dama fuerte y decidida, de esas que “se arremangan y sientan el culo a trabajar”, como solía definirse a sí misma. Por su tono de voz, y cómo había colgado, estaba claro que habría hecho de una remera de mangas largas una musculosa. Pocas veces la había visto ponerse como una cabra, pero recordaba cada oportunidad a la perfección. Resoplaba ante cada contrariedad, por ínfima que fuera, y era muy propensa a agredir físicamente—algunas noches, lo atormentaban las pesadillas de una estridente cachetada que le había sido propinada a los cinco años. Mujer brava y sin tapujos, no dudaba en su accionar; pobre del que tuviera entre cejas. Por elección y por providencia para el desafortunado, seguía soltera desde hacía antes de que su sobrino tuviera consciencia. Todo aquello concluía que lo más sano sería mantenerse alejado hasta que su cólera se calmara. Una plegaria silenciosa y fugaz como un pensamiento de paso, pidió que fuese rápido.
—Lo dudo mucho —respondió Gino distraídamente. Mientras sus ojos inspeccionaban el lugar, curiosos por una pista de lo que había sucedido, había encontró un toma corriente y comprobado que la electricidad había abandonado el lugar—, la luz se cortó, o la cortaron, hace rato. Y yo que esperaba poder cargar el celu.
—¡Tu celular! Mirá todos esos helados, seguro derretidos en ese congelador de morondanga. Quería probar uno de esos jaguen… —a continuación hizo un ruido gutural tan extraño que su amigo no pudo más que voltearse a verlo gesticular.
—Häagen Dagz, querrás decir. ¿En serio estabas pensando en robártelos?
Carmelo arqueó las cejas, no en burla sino en protesta, y levantó la mirada de los botes perfectamente apilados dentro de un congelador repleto de colores y escarcha derretida. Se cruzó de brazos en una pose ridícula y replicó:
—Puedo ver perfectamente los paquetes de papas fritas que tenés en tu mochila. El lugar está abandonado, bien podemos aprovecharnos. Vos te llevás tu comida chatarra salada, yo quiero helado. ¿Tan mal está?
—No sé, eso depende de la fecha de vencimiento y la refrigeración. Llevate unas galletitas y no jodas.
Hizo caso omiso de la advertencia, y en cambio optó por abrir el congelador. Acompañado de un chirrido, un suspiro de tufo subió hacia él y lo mareó hasta casi descomponerlo. Como una nube de peste, no tardó en hacer irrespirable toda la zona de los refrigerados. Su nariz se volvió loca y lo hizo tambalearse. Las piernas le fallaron un momento y lo que sintió en un principio como un castañeteo, se hizo un derrumbe en un instante terrible. Alcanzó a sujetarse del borde del congelador, pero no pudo evitar desplomarse en sus rodillas. Con un último esfuerzo (medesmayo medesmayo), lo cerró de un golpe y dejó pasar unos segundos para respirar. Tosió ante el regusto y finalmente se dejó caer al suelo.
—Te lo dije —comentó su amigo mientras le extendía una mano para ayudarlo a incorporarse, la otra tapando su nariz. —Las galletitas son más segu…
Se detuvo en seco. Carmelo tironeó de su mano para que lo levantase, pero Gino ya no respondía. Lo soltó y se tapó la nariz al abrir el congelador. El hedor volvió, pero la curiosidad cruda lo anuló, como cualquier estado de concentración pura bloquea los sentidos que pudieren afectar el correcto accionar o evitar que se lleve a cabo la tarea. Su amigo no contaba con semejante suerte, mas poseía otra similar: la rabia; tal como una persona rabiosa suele perder el uso de la razón, puede perder sentidos. En cuestión, Carmelo no volvió a oler el tufo de semana y media de descomposición por más de un segundo, cuando sintió la irrefrenable necesidad de ahorcarlo.
—Esto estaba intacto —soltó Gino, más para sus adentros que para su amigo, mientras tomaba los baldes y los tiraba fuera del congelador. —¿Por qué no buscaron acá? —uno de los baldes que arrojó se abrió en el suelo, esparciendo un contenido lechoso que parecía una especie de masa de pasta pasada y gris. —O lo hicieron —Carmelo se quedó helado, observando cómo su amigo se movía maquinalmente—, y desconectaron la electricidad para que esto se echara a perder —el hedor comenzaba a ceder y los potes abiertos habían sido lanzados tan lejos, que el aire comenzaba a ser respirable—, y así nadie se atrevería a mirar lo que pudieron haber encontrado —ya había vaciado casi la totalidad del congelador, y no había necesidad de sujetarse la nariz; sin embargo, Gino continuaba con una mano cerrando con firmeza las fosas nasales, y la otra tomando los potes y arrojándolos fuera de su camino— y seguramente escondido —sus dedos tocaron el último balde, de mayores dimensiones que los anterior, y dejó su nariz para tomarlo con las dos manos; imperceptible para su mente ida, su amigo lo ayudó a depositarlo en el suelo— ¡Acá!
Pero no había nada allí, donde el fondo del congelador descansaba, desnudo. Era sólo una plancha de metal a punto de ser oxidado por el agua que los helados habían transpirado. La tapa plástica le devolvió el reflejo de su decepción, y no pudo evitar negar con la cabeza. ¿Por qué? ¿Por qué no estaban todos revueltos aquellos helados? ¿Por qué no había nada debajo? ¿Por qué la estación entera estaba patas arriba, toda excepto por aquel estúpido congelador?
—Pe-pero… —musitó, pero no pudo hacer más que resignarse antes de terminar la frase. Golpeó la tapa con toda la fuerza de sus puños al tiempo que vociferaba: —¡Mierda!
—Creo que deberías… —empezó Carmelo, pero cuando su amigo se giró para asesinarlo con la mirada, no pudo más que tragarse sus palabras. En cambio, le puso una mano en el hombro, y le dirigió una mueca de “¿qué se le va a hacer?” acompañada de un encogerse de hombros. —Igual todo esto fue obra de los piqueteros, que de paso porrazo se llevaban un poco de mercadería mientras reclamaban por lo que sea… —la frase se perdió en el aire. Si ni él mismo se creía lo que balbuceaba, muy dudosamente fuera a convencer a un muchacho que, como un loco, había revuelto helados para alcanzar una respuesta que no le incumbía.
—Seguramente —respondió amargamente Gino, dándose la vuelta para observar las góndolas caídas, los alimentos echados a perder, los peluches mugrientos, los termos rotos, los mates desencontrados de sus bombillas. —Piqueteros.
Entonces resonó una bocina. A través del polvo que había reanudado su marcha, alcanzaba a verse una camioneta de reparto entre los tanques de nafta. Carmelo sonrió ante el cartel que, sobre la cabina, rezaba “Fletes DR e Hijo”, y fue a buscar su mochila. Volvió al encuentro de su amigo con las de ambos, y se la entregó con una mueca amarga. La que Gino le devolvió fue de abatimiento, y tras tomar su mochila, emitió un chillido ininteligible y pateó el congelador. Se oyó un chirrido metálico y el ruido de un impacto. Los amigos se volvieron instantáneamente y se miraron. Gino dio una segunda patada, y ambos observaron la plancha del fondo elevarse un poco y caer estrepitosamente.
—Eso no debería pasar —exclamó Carmelo y, mientras otro bocinazo pedía que salieran, se metió dentro del congelador. —Ya decía yo que mejor me cortaba las uñas a la vuelta —comentó al sujetar la plancha por un extremo y levantarla. Por un momento, sus dedos temblaron en sorpresa, y estuvo a punto de soltarla.
A través de la tapa de plástico translúcido, y con bocinas aullando—cada vez más fuertes y más lejanas—, Gino pudo ver una especie de hongo plateado, un brillante champiñón deforme y enorme—no podía ser más pequeño que su pulgar—, extenderse hasta dominar la totalidad del verdadero fondo del congelador.

2 comentarios:

  1. ¿Qué mierda es ese "brillante champiñón deforme y enorme"? En un principio deseé que encontraran un cadáver, no sé porqué xp

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  2. Jajajajajaja. Somos dos! Un cadáver sería ideal pero veremos que tiene pensado tu mente maestra, Testi ^^

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